En la proa andina

 





VENEZUELA. MÉRIDA. Esta mañana, tras el desayuno, no encontré otro lugar más apropiado en que adentrarme que los alrededores del pico Bolívar, en los Andes Venezolanos, muy cerca de la ciudad de Mérida. Unas semanas antes de nuestra llegada a Manaus, había generado un tipo de convicción que corría paralela a esos descubrimientos puntuales que los instantes de inspiración producen de vez en cuando. Entonces fue la necesidad de vivir el presente lo que se me impuso en medio de la nevada y del doloroso esfuerzo por llevar el aire a los pulmones. Una convicción surgida del dolor como una exigencia interior en donde el sufrimiento podía representar su papel en pie de igualdad con la belleza estética o con la satisfacción lúdica de sentir el cuerpo trabajando orgullosamente durante horas de penosa subida.

Puesto de policía de Los Nevados, Venezuela

Finalizada la excursión era agradable rememorarla con los pies en un barreño lleno de agua. Habíamos partido del pueblo de Los Nevados con noche cerrada; mucho antes de que los gallos echaran a cantar ya íbamos camino de los cuatro mil trescientos metros del Alto de la Cruz. Noche de ligerísima luna con un Orión en mitad del cielo que más parecía, como consecuencia de nuestro cambio latitudinal, que estuviera echándose la siesta que yendo de caza. Era curioso ver en esta parte del hemisferio las constelaciones en poses tan desacostumbradas.

Primera parada a las tres horas, la segunda una hora más tarde; empezaba a notarse la altura, las laderas se habían llenado de los anunciados frailejones, planta de aspecto aterciopelado, con un ostentoso rosetón de pétalos amarillos; sus hojas lanceoladas, de un delicado verde blanquecino, se elevaban como una gran flor de loto. Los frailejones trepando por la pendiente, sembrando las oscuras laderas con sus tonalidades afelpadas y algodonosas, sustituían aquí a la paja brava de los Andes Bolivianos que adornaban el páramo como si de pequeñas llamas se tratara. Junto a los frailejones vivía una hermana de la dafne acaulis del Pirineo y los Alpes, una pequeña flor muy olorosa con cuatro pétalos de un rojo intenso tirando a burdeos. Me paré, el bufido de los bronquios se remansó un tanto, contemplé el cielo que poco a poco se había ido tragando las cumbres de los alrededores. Al fondo se veían atravesar gruesas nubes sobre los collados, caían como olas hacia este lado sobre los valles altos de Los Nevados. Devoramos las extremidades de un pollo, estaba seco e inapetecible.

Alto de la Cruz, Venezuela

Después de una segunda parada comenzó a nevar, la temperatura descendía según íbamos ganando altura; el ruido de los pulmones se hacía más violento. Era bonito ese paisaje que se abría y cerraba con la niebla y que rayaba con su cortina de nieve el exuberante manto vegetal de la alta montaña. El paso era necesariamente muy lento; en lo alto, todavía lejos, una cruz marcaba el punto más elevado de nuestra ascensión de hoy; su silueta se fue acercando poco a poco. El cuerpo me pedía descanso pero me impuse llegar allá arriba sin volver a pararme; Victoria era un punto pequeño unos cientos de metros más abajo. De entre el cansancio y los copos de nieve surgió una pequeña certeza, la de concentrar toda mi atención en lo que sucedía en mi cuerpo entero; hacía rato que mis pensamientos rondaban en torno a la idea de intensificar la vivencia del presente. El concepto parecía tener más posibilidades según transcurrían el tiempo. Me agradaba ahondar en ella, me esforzaba por convertirla en una forma de vida más allá de la enunciación de un concepto. Aplicaba algo del andamiaje teórico a esa lucha por respirar y por mantener un esfuerzo continuo; contemplaba los músculos de mis piernas, intentaba ver cómo estaban trabajando; observaba mis bronquios; miraba al paisaje, y desde dentro de mi cansancio, me sentía feliz como un niño. Las sensaciones de peligro se van desvaneciendo con la experiencia, uno entra en comunión con los elementos, con la naturaleza plena de estas alturas, consigo mismo, con su presente, como quien descubriera en el paisaje cotidiano un crepúsculo imprevistamente bello... No existía nada en el mundo que tuviera verdadera importancia en esos momentos; los ojos sorbían las circunstancias excepcionales de esta proa andina en donde nos encontrábamos -y que tenía su larga popa en Tierra del Fuego- y, aunque nevaba y hacía frío, había consuelo para todo, me puse unos calcetines de guantes, que no tenía, y me las apañé para sacar la cámara sin que se mojara -imposible perder la oportunidad de fotografiar lo inmediato, los frailejones, la niebla, los troncos de rojo fuego de unos árboles desconocidos-. Exhausto, hice tiempo en el collado esperando a Victoria que también luchaba para hacer llegar suficiente oxígeno a su pecho. La vi aparecer como un fantasma amarillo en la horca del collado. Nos sentamos, la hago partícipe de ese presente continuo de que estoy lleno esta mañana, y ella asiente con una sonrisa. Por un rato descendemos bajo la nevada trenzando y destrenzando esta idea del presente que teníamos que aprender a vivir, que tan sustancial nos parecía a veces y que en tantas ocasiones habíamos sobrevolado vaciándolo de significado por el hecho de nombrarlo en exceso asociado a bagatelas, cuando no a esa necesidad de huir de la angustia del tiempo.


Frente al Pico Bolívar


Frailejones

¡Qué hermosa es la montaña! Hoy, mientras charlamos descendiendo el collado en medio de esta nieve amiga, el pico Bolívar insinuándose a nuestra derecha, sentí muy fuerte contra mis entrañas el calor de los hombres y las mujeres que llamamos familia, amigos, novia, amante. ¡Qué poder el de los elementos, el esfuerzo, el cansancio!

Había que seguir bajando; vi asomarse dos lagunas a mis pies por encima de unas flores azules sobre las que se alzaba la llama blanca de los frailejones. Nos esperaban tres mil metros de desnivel para llegar a nuestro destino. Dejó de nevar, nos cruzamos con unos arrieros, charlamos. El pollo volvió a hacer acto de presencia; queso, jamón york, una manzana. Si encontramos un lugar apropiado más abajo haremos el descenso en dos días, no hay prisas, quizás las nubes se levanten y podamos contemplar los picos Humboldt y Bolívar. A mitad de camino nos tropezamos con la casa de Pedro Peña, el nieto del primer escalador del Bolívar. Nos habían hablado del lugar y tuvimos la idea de que podríamos pegar la hebra durante un buen rato, pero... el hombre joven que era el tan Pedro Peña resultó excesivamente tímido, no respondía a ninguna de nuestras bromas, esa especie de compadrazgo que tan bien funciona en los lugares poco habitados y que invita a la gente a rajar y a sentirse más cerca. Ese hombre dice cosas como que allí siempre hacía frío, que no era un lugar agradable. Nos ofreció té, pero su actitud y su manera de hablar como un adolescente con la mano frente a la boca, lo que hacía ininteligibles sus palabras, nos decidieron a marcharnos. Quedaban tres horas de descenso por un bosque encantado que se transformaba continuamente según íbamos perdiendo altura; el camino, desagüe natural muy apropiado, se convertía más abajo en un jeroglífico de cárcavas que en algún momento tuvimos que escalar. La vegetación, exuberante en todo momento, cubría las cárcavas y el camino hasta transformarlo en un difícil jeroglífico. Llegamos al valle al final de la tarde; el pueblo estaba en fiestas, pueblo con cerveza, pueblo con buseta que nos llevaría entrada la noche a nuestro hotel. Una, dos, tres, cuatro cervezas con el culo en tierra firme era una justa recompensa para el final de una caminata de doce horas.




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