Llueve, llueve, llueve…


Refugio Motterascio, 27 de agosto de 2023 

Todo frente al refugio es una masa gris donde intermitentemente aparecen y desaparecen los perfiles de las montañas próximas, sombras superpuestas sobre el fondo de un lienzo intemporal que la lluvia con su bronco repicar sobre el tejado, sobre las mesas de fuera, sobre el suelo subraya de monotonía la mañana, monotonía en los cristales. En Motterascio, el refugio que me acoge, perfectamente aislado, la temperatura es acogedora, incluso tuve que abrir la ventana por la noche… con la consiguiente pequeña inundación. Se está bien. Por fuera el refugio es un feo paralelepípedo negro modernista, pero por dentro una delicia con sus enormes cristaleras al exterior. Oigo conversaciones lejanas de mujeres allá en la cocina, una discreta música suena desde algún rincón del refugio.

Pienso en mi tienda, imagino que hoy no me hubiera acogido al bienestar de este refugio. No sé si existe la tienda perfecta, ligera, que transpire, que no deje pasar el agua por alguna parte del suelo cuando las lluvias son persistentes e incluso torrenciales, pero aún así algo la echo de menos. La seguridad, el confort que da el refugio, esa aspiración universal, está bien, pero también lo otro.


Hubo una pausa en mi escritura porque estaba aislado y con un wifi que no funcionaba. Pero de repente un hilo de cobertura llegó. Cuando había sequía antiguamente los campesinos sacaban en andas al santo correspondiente. Ahora que somos más modernos, cuando caminamos por los altos de las montañas lo que pedimos es tener cobertura, santo modo de estar en comunicación con la familia y los amigos. Cierto que la cosa resta un poco, o un mucho, al tegumento de la aventura, pero no todos somos Silvia Vidal. Estos días, aislado del mundo y sin posibilidad de ninguna comunicación (fuera de situaciones de emergencia, que para eso está el teléfono satelital) es verdad que tenía una vivencia más candente de mi soledad, esa fuente de placer que también lo es fuente de tantas emociones, sin embargo no estaba ausente en mí el deseo contrapuesto de tener a mano el contacto con los míos, especialmente al final de la jornada cuando se han dejado atrás las incertidumbres y los precipicios, esos instantes en que pones la tienda y, acomodado en el saco de dormir, deseas compartir con tu chica o tus amigos ese trozo de vida que has dejado atrás. Porque siendo verdad que la soledad es una vieja aspiración que satisface mi ánimo, también es cierto que una soledad compartida atiende esa otra necesidad tan humana de ser uno con los otros.

Resumiendo, que esperando como esperaba estar tres o más días aislado del mundo, cuando descubrí que había wifi fue un regalo puesto ahí en mitad de la lluvia. Además, tener wifi, no es sólo poder estar en contacto con familia y amigos, ya se sabe, es tener a mano, eso, todo. Así que asomado a la ventana del mundo por un rato y para no consumir excesivos datos que pueden necesitar las gestoras del refugio, vuelvo a mi aislamiento. 


Hablaba más arriba de la seguridad y el confort que da el refugio y sin embargo el gusto con el que recordaba mis tardes-noches en la tienda bajo la lluvia o las tormentas. A mí me da mucho gusto pensar en lo contradictorio que soy a veces. Esa mezcla que dan distintos sabores en el yantar, contrapuestos en ocasiones, el refinado gusto por los sabores escondidos en el vino y en los platos de una cocina más sofisticada. Pero igualmente podría utilizar la música para intentar explicar la complejidad y la sutileza de los deseos y sentimientos. Quizás hay un elemento importante a la hora de considerar, y apreciar, ciertas realidades. Sería la distancia. La distancia no sólo sirve para ver el bosque, nos ayuda a ver y considerar lo cercano, las bondades esta mañana de un refugio entre las nubes envuelto en la lluvia. 

Llueve, llueve, llueve como en Gedrez, le digo a Victoria. Victoria, Guille de dos años y yo llegamos a esa pequeña aldea en el nacimiento del Narcea y ocupamos la casa escuela dedicada al maestro. Al poco de  llegar empezó a llover. No cabíamos de gusto con aquella lluvia interminable día y noche que vestía el ánimo de cierta melancolía que era como profundizar en la música del alma. Un día, otro, una semana, otra, hasta que aquello empezó a pesar  en nuestro ánimo tanto como para que sólo lo aliviara la desnudez del cuerpo liviano y de nieve de Rebeca, la otra maestra con la que compartía la escuela unitaria de entonces. Es inevitable, siempre que llueve como hoy, la lluvia en los cristales, mi ánimo vuela a Gedrez. Es la sensación de que nunca antes de entonces hubiera visto llover. Ni siquiera la lluvia de Macondo y sus cien años de soledad hubieran tenido tanta resonancia en mí como aquella lluvia persistente y tenaz que inundaba los sentidos hasta hacerte tú mismo lluvia y nostálgica melancolía. Lo conté en una novela. La vida necesita en ocasiones de lluvias y situaciones que despierten los recuerdos y la intensidad de la vida que se encierra en ellos. 

Si Chopin necesitó de su acidia en Valldemosa para crear aquellos maravillosos Nocturnos, yo necesito de las lluvias y las tormentas, bien que no las busque, para poder llenar el cestillo de mi escritura y la sensibilidad de mi ánimo. 








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