Noche en Peña Citores. Algo sobre la fidelidad

 



Peña Citores, 12 de abril de 2024

Ocupas mucho, me dice Victoria mientras prepara su vivac. Estamos en la cima de Peña Citores y aquí debe de haber espacio para que vivaqueen medio millón de personas, pero yo ocupo mucho, eso dice ella. A veces pienso que los sapiens somos unos animales extraordinariamente raros.

Arturo por encima de la línea de mis pies, la Osa Mayor encima a mi izquierda, Virgo a mi derecha y la Luna y Júpiter por el oeste. Con estas referencias y conociendo mis coordenadas ya puedo determinar en qué parte del universo me encuentro, un lugar al que algunos han dado en llamar parque de nosequé para a continuación convertirlo en una especie de propiedad privada regida por severas normas de tránsito y pernocta acordes con la estrecha mente de sus regidores. Pelillos a la mar mientras no nos molesten en exceso.

Bueno, pues cenamos, me quedé posición Tutamkamon dentro de su sarcófago y dos minutos después estaba sopa. Me despertó entrada la noche mi chica, que como consideró que yo ocupaba mucho la tenía encima y cada vez que se movía me despertaba. Terminé por desvelarme y al poco rato estaba pensando en cierta preciosidad de mujer con la que me había encontrado días antes y de cuya simpatía y ojos de miel había quedado prendado. Y, se sabe, que cuando uno se engancha a un pensamiento bonito, se acabó el sueño, los pensamientos se van por peteneras siguiendo el perfume de una mirada y ya es imposible dormirse.


Lo que pensé a continuación me dejó al borde de un interrogante, así que peor todavía. ¿Quién es capaz de dormirse con un interrogante en la cabeza y más aquí panza arriba contemplando las estrellas, el fenómeno infinito de los astros mirándote desde lo alto y diciéndote que los sapiens son unos tipos muy raros a juzgar por los dos millones de años que llevan observándoles desde otras galaxias. En este caso la rareza, que yo adivinaba en la límpida mirada del Universo pensando en lo que yo estaba pensando y como si éste nos contemplara siempre con un deje de perplejidad, se refería a la extrañeza que le producía que los sapiens, la mayoría, se hubieran autoimpuesto la fidelidad como quien se impone un cinturón de castidad cada vez que abandona el lecho de su pareja, esposa o compañera. Ese universo que me miraba desde allí arriba en esta madrugada era parecido al dios de los creyentes, algo parecido, porque evidentemente mi Universo estaba desprovisto de esa manía que le asalta al Dios de los católicos de querer ser amado sobre todas las cosas; vamos, como un niño pequeño que continuamente dependiera del amor materno; un dios en definitiva tan ególatra como para necesitar urgentemente de la visita al psiquiatra. No, este Universo que yo sentía y me interrogaba era acaso la constatación de la existencia, la energía que brota de eso que llamamos Vida con mayúsculas. Pues bien, lo que a éste, mi omnisciente Universo, le resultaba curioso era que los sapiens se hubieran autoimpuesto no sólo vivir con una sola mujer, o al revés, sino que además se impusieran a sí mismos no visitar el lecho de otras que no fueran sus parejas habituales. De modo que con tal disposición las cosas las llegaran a liar al punto de hacer anecdótica y contra natura la situación de alguien a quien gustándole las sapiens, y viceversa, de toda índole, se impone gustar y ser gustado exclusivamente por una. ¿Se comprendería la situación de un sapiens melómano apasionado por toda clase de música que se autoimpusiera después de determinado encuentro con el jazz o con la música de Bach prescindir de todas las otras músicas porque considerara que gustar y oír otras músicas sería traicionar a Bach o al tándem Duke Ellington/Ella Fitzgerald?

Sí, ya ¿y los celos qué?, diría alguno. Hombre, pues los celos… una enfermedad como la del que probado el cocido madrileño, ya teniendo el paladar para otras exquisiteces culinarias se dedica a comer cocido día y noche a lo largo de su vida. En fin, que eso de que el yo desee ser querido en exclusividad, pues que no, que bueno será para no crear excesivos conflictos de pareja y para atender durante un tiempo a los retoños que vaya dando la coyunta, pero que de ahí a hacer de la exclusividad un modo de vida, pues no, al menos que no en aquellos que además de gustarles la música de Bach aman otras clases de música; ello a no ser que realmente los enamorados de un primer momento sigan haciendo de esa fidelidad una yacija de amor y concordia de tan elevada condición como para que ello sea la conditio sine qua non sin la cual sus vidas perderían la mejor de sus gracias, en cuyo caso sería ofensivo hablar de fidelidad como si esto fuera un contrato ante notario, porque abriría la posibilidad de poner en cuestión la naturaleza de una relación que va mucho más allá del concepto contrato. Cuando una relación, por cierto una palabra poco afortunada, se funda sobre hondos sentimientos recíprocos y no sobre superficiales lazos de relación, la fidelidad como tal queda fuera de función porque la mutua interdependencia y la atracción mutua lo llenan todo hasta el punto de no dejar espacio posible a ningún otro tipo de aventura; la atracción mutua ha colmado hasta el borde la necesidad del otro.

Nuestro vivac en Citores al resguardo del viento

Así que si el concepto fidelidad salta al ruedo, será porque unos y otros se han autoimpuesto previamente una especie de seguro que, contraviniendo el orden natural de las cosas, deciden de por vida limitar el ámbito de sus roces. Es decir, dos se imponen un seguro mutuo porque sin él desconfiarían de que la relación fuera capaz de sobrevivir a la desmedida de la libertad que sería atender al llamado de nuestra condición humana. La necesidad de seguridad y de compromiso, con todo lo conveniente que pueda ser para la estabilidad de quien decide compartir su vida, no deja de ser un gran condicionante de su libertad. Peligroso es también caminar por las montañas, escalar, tantas actividades de riesgo que podemos hacer, pero la seguridad a toda costa, pues para quien la quiera; seguro que descafeinaría una parte importante de la vida.

Las cinco de la mañana. Queríamos levantarnos antes del alba para subir a Peñalara a ver amanecer, pero llevo semanas que durmiendo en el monte me despabilo tanto que luego no hay manera de madrugar. Y no, no lo llevo mal, que de tanto en tanto apago la pantalla, miro a lo alto y quedo siempre, siempre sorprendido por el universo del cielo al que tantas veces interrogo en mis noches de vivac y que a su vez él me interroga como hoy cuando desde su infinitud contempla esta mínima cosa que es el planeta Tierra y cae su mirada sobre este diminuto punto que soy yo perdido en la oscuridad profunda de la noche de unas montañas. Total, que el despertador ahí queda dispuesto a pitar unos minutos antes de que el sol se alce en el horizonte por si éste se presta a buen espectáculo, pero que con toda seguridad tras el alba volveré a quedar dormido como un lirón. Luego el lugar no es muy oportuno para ver amanecer, que justo queda el cerro de Dos Hermanas enfrente para impedírnoslo. Que otra cosa habría sido haber venido cargado con pico y pala y haber quitado del medio esa mole. Voy ayer si ahora, que ya me he desecho de encima eso que me rondaba de la fidelidad, el sueño viene a mí. Buenas noches.

Camino de Casa nos encontramos con Jesús Mogollón y Asunción

 

 


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