Alto de los Corralillos, 20 de mayo de 2025
El
escenario, un cielo cuajado de estrellas, el perfil de una gran roca que me
protege del viento. A mi espalda, a la misma altura y a tiro de piedra, la
cumbre del Torozo y hacia oriente la cuerda que nace en el Puerto de
Serranillos donde el Risco de Gavilanes descuella en la oscuridad. A mis pies,
como siempre que duermo en una cumbre, las lucecitas de los barcos pesqueros
que faenan en el oscuro mar del llano abulense. Alguien dirá que Ávila no tiene
mar. Ellos se lo pierden. Yo, cada vez que subo a esta sierra del Valle, el
Gredos Oriental, lo que veo a mis pies es eso. Era un niño que soñaba un caballo de cartón, abrió los ojos el niño y
el caballito no vio. Esos mismos que no ven el mar abulense tampoco creerán
que las montañas hablan y sin embargo yo cada vez que duermo en sus cimas
converso con ellas. Converso con el hombre que va conmigo, escribía don
Antonio. Conmigo y con las montañas. A veces también con las estrellas.
Fui a
los bosques, decía Henry Thoreau, “porque quise vivir profundamente y desechar
todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir,
de que no había vivido.” Yo no sé para qué voy a los montes o camino por los
bosques. A veces pienso que no hay por qué, que los porqués son una obsesiva
manera, una manía que tenemos los sapiens, que no teniendo suficiente con
disfrutar de lo que nos gusta, así sin más,
nos entretenemos mareando la perdiz con ellos. Voy al monte porque me
sale de allí mismo, porque me gusta. No hay un porqué. Un día que Picasso se
encontraba bailando, alguien le preguntó que por qué bailaba. No hay porque
contestó. Bailo.
Días
atrás me llamó por teléfono Santiago Hernández. Que si me sumaba a una comida
por las tierras abulenses con colegas del monte, y me dio algunos nombres, nombres que pertenecen a la historia y a la
mitología de nuestras montañas, Pedriza, Galayos, Gredos, eso que guarda la
memoria social de los que practicamos la montaña desde los años sesenta a la
actualidad. Cómo no, le dije enseguida. ¿Por qué? A freír monas con los
porqués. Al caso. Que es de agradecer que de vez en cuando alguien tenga la
brillante idea de reunir a un puñado de locos a los que desde la temprana
adolescencia les dio por hacer cosas rarísimas como es emular a las lagartijas.
Pensar que hemos llegado a una cultísima y elaboradísima civilización para que
al final haya quien dedica su vida a jugarse el pellejo en un Gallinero, o a
cortejar por todos los puntos cardinales a un Pájaro o a hacer la corte a un
Cocodrilo allá por encima del Callejón de las Abejas… y no te digo si además se empeñan en acariciar el rosado
granito de la picha del Sultán con la intención de llegar a la cima de su
glande. Mundo de locos.
Bueno,
que me salgo del tema. Agradecidísima reunión de amigos –gracias de nuevo
Santiago– de los cuales algunos de nosotros no nos veíamos desde los tiempos en
que el autocar de Goyo era nuestro todoterreno para llegar cada fin de semana a
nuestro Shangri-La, esa hermosa tierra de Galayos y Gredos, o
Los héroes homéricos y de Virgilio, como buenos carnívoros, celebraban sus fiestas con carnes de reses y buen vino. Nosotros no hicimos hoy, por ayer, otra cosa. Buena carne, buen vino, buena mesonera, no fuera caballero de dama tan bien servido como lo fuera don Quijote cuando de su aldea vino: doncellas curaban dél; princesas, del su rocino. Y tras el postre y el café para bajar tan grato yantar, fue dar un largo paseo hasta la laguna Caña el Gallo desdedonde sin lugar a dudas en esta primavera se contempla una de las vistas más bonitas de Gredos. Este Gredos tan especial este año que con su extenso manto de nieve recordaba precisamente aquellos tiempos que hoy recreábamos en nuestras conversaciones. Por cierto, qué hermoso es reunirse después de medio siglo y recordar con tanto calor aquel tiempo en el que básicamente se formó lo que seríamos ahora. Lo que somos hoy en gran parte se lo debemos a lo que fuimos entonces, a las pasiones que se apoderaron de nuestra alma en aquellos años.
Me tuve
que despedir precipitadamente de los amigos. No quería llegar de noche al
Torozo. Así que carretera. Después de llevar un buen trecho subiendo caí en la
cuenta de que no había llenado mi bolsa de agua. Tuve que volver al coche y
apresurar la ascensión. El sol en esta época se esconde por el llano. Fue un
atardecer un poco sosito. Llegando al chozo cimero del Torozo, decidí cambiar
de destino. Por aquello de mi afición a las colecciones –en el Torozo ya había
dormido dos inviernos atrás– decidí que vivaquearía en el Alto de los
Corralillos, la siguiente cima a oriente del Torozo.
Y
bueno, que ya está bien, que es la una de la madrugada y mañana quiero
despertar antes del alba para ver si hay milagro o no. Además he quedado pronto
en la cumbre del Torozo con Paco, Teresa y dos amigas y no es cosa de hacerles
esperar.
4 comentarios:
Como siempre espectacular narrativa.
Gracias, Anónimo :-)
Muy buen relato, Alberto.
Un abrazo!
Santiago Hernández
Gracias, Santiago. Eres un buen anfitrión, así que espero que haya una segunda vez.
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