Gredos II: me rindo, los piornos me pueden

 

Al fondo La Covacha, el Juraco, etcétera.


Chozo bajo la Portilla de la Lucía, 12 de mayo de 2024

Esta mañana me despertó la fanfarria de los pájaros madrugadores. Demasiado pronto para mi gusto. Así que me di la vuelta, aprisioné contra la almohada el oído que oye, el otro necesita una trompetilla, y seguí durmiendo. Ayer me había dicho que para evitar el calorazo madrugaría, pero ya se sabe que el ánimo va a su conveniencia, así que esta mañana lo que me decía es que tan temprano seguro que haría frío o merodearían los lobos por los alrededores. Con lo cual ya me permití el lujo de seguir durmiendo.

Cimas de Cinco Lagunas y Almanzor

Cuando volví a despertar lo primero que vi sobre el techo fue el nombre con el que algunos usuarios del refugio quisieron inmortalizar su presencia en el lugar. Así van algunos, los escasos imbéciles que discurren por los montes tienen esa propensión a dejar su cagadita allá por donde pasan. Vieja disposición que hasta las tropas de Napoleón dejaban en los monumentos egipcios, ello si no se dedicaban a desnarizar a tiro limpio la esfinge de Giza.

Nada más arrancar a andar lo primero que me sorprendió fue una grata sensación relacionada con la desierta soledad de estos páramos gredenses. Mares de piornos a mi alrededor, los hitos de dos y tres metros marcando la ruta, a la izquierda sobresaliendo ya las cumbres del Circo, la Galana, el risco de las Natillas, el Almanzor, principales señores ellos de estas tierra. Y en el lado opuesto, casi tan apuestas como los anteriores, todo ese manojo de atractivas montañas que se yerguen por encima de las lagunas de Caballeros, la Nava y el Barco, la Covacha, el Juraco, la Azagaya o el Corral del Diablo; atractivo singular del cual han sido desposeídas algunas de nuestras montañas guarrameñas como Peñalara, a la que las multitudes han robado esa serena soledad que desprende esta parte de Gredos.

Los hitos del contrabando

Hablaba de ese plus de soledad que tienen estas montañas. Andaba preocupado por el asunto de los piornos, que si se te cruzan en plan salvaje por medio apañao andas, pero no, al menos en lo que se veía por delante hasta la cumbre del Peludillo. Una vez alcanzada la divisoria, a ambos lados del muro de piedra medianero que marcaba el confín provincial, se caminaba bien. Bien hasta el Peludillo y un poco más allá.

Después no, después fue la de San Quintín, y más tarde las de Villa Diego, por aquello de salir pitando de allí lo más rápidamente posible. Mamma mía el lío en que me estaba empezando a meter. Llevaba un track por si las moscas, pero ni track ni leches. El monte se convirtió de repente en una selva intransitable. No se las hubiera don Quijote, por muchas batallas y aventuras que tuviera, en peores forcejeos como aquellos de luchar contra los piornos, caídas, un pie que se te engancha, los nudos de las botas que se traban hasta deshacerse, la impenetrable fortaleza vegetal como muros a tu alrededor. Ni por aquí ni por allá. Había que buscar el límite del piornal por el sur, allá donde la pendiente se hace piedra y entonces si, trepando, destrepando, huyendo del enemigo que como un pulpo gigante te engulle, encontrar un poco de alivio fuera del piornal, pero sólo un poco porque irremisiblemente tienes que buscar alguna ruta que baje hacia el sur, que si no quieres piornos lo que toca es bajar dos mil metros de desnivel hasta la Vera. Así que vuelta a los trabajos forzados  de nuevo entre los piornos, ahora abriendo paso subterráneo bajo su arbórea techumbre; a ratos un poco de alivio siguiendo pequeñas trazas que dejan la cabras, que por cierto no sé como pueden caminar por aquí, que una apareció a pocos metros y tenía un aspecto tan perplejo como yo ante la dificultad de atravesar este pequeño infierno.

Ahí estaba a mano la Portilla de la Lucía donde el mapa señalaba un esperanzador sendero que me llevaría valle abajo, valle abajo porque continuar el cordal hasta el Cancho, ni soñando. Mi cuerpo había perdido todas sus energías en esta desigual lucha cuerpo a cuerpo contra los piornos, así que urgía llegar a la portilla como fuera. Todavía me llevaría una hora atravesar aquel apretadísimo incordio de agresivo piornal. Encontrar el sendero, breve, pero claro y decidido entre los piornos descendiendo valle abajo, fue un alivio. La travesía y la lucha cuerpo a cuerpo con los piornos me habían dejado exhausto.

El descenso de este larguísimo valle, tras los esfuerzos anteriores, se convirtió en un verdadero placer. Volvieron los hitos enormes y poco a poco fui perdiendo altura hasta que avisté allá la choza, el refugio cercano a la Portilla de la Lucía. 

Resistir la tentación de volver a casa. Descendía entre los piornos cuando allá en la ladera opuesta vi la choza. No hay valle ni ladera en el norte de Gredos que no haya sido agraciada con una confortable choza. Cuando vuelvo por aquí todavía me asombra este tropezar continuamente con un agradable habitáculo, casi siempre en óptimas condiciones y provisto de leña. Es curioso en este mundo de salvajes y de burocráticos servidores de las administraciones públicas, encontrarte con gente cuerda, ese tipo de gente entre los que siempre quisieras vivir. Lo he dicho alguna vez más, esta parte de Gredos es un ejemplo que no tiene igual en ninguna parte de Europa (aquella que conozco). En Alpes o Pirineos, especialmente en el Pirineo Francés, es posible encontrar alguna choza habitable, pero ni mucho menos en la cantidad que aquí. Creo que alguna vez las conté y entre el Torozo y Tornavacas me salían cerca de cuarenta de estos refugios.

Descendía con tiempo suficiente, pero tropezar con una imprevista choza más me hizo cambiar de opinión. Llegando al refugio mi memoria rescató un verso de la infancia: Maestra de soledades, enséñame a estar conmigo. El verso era del monárquico José María Pemán. Olvidé el resto del poema, pero ahí quedó en mi memoria esa temprana invocación a la Virgen del poeta que me sigue acompañando; ahora sin virgen, una invocación a mí mismo que estando en donde estoy perdido en apartadas laderas de Gredos, seguro que compartiría don Miguel de Unamuno, tan afecto él a esta gredense tierra y a la soledad que se respira en ella. Me surgió la idea de quedarme allí a pasar la noche. Aprender a estar con uno mismo en silencio, contemplando en este caso las montañas, es algo que a uno le puede llevar toda la vida. Algo necesario que Pascal ponderaba cuando decía que todos los males de este mundo provienen de la incapacidad del hombre de estar largo tiempo solo y en silencio. Así que cuando vi el chozo resistí la tentación de volver enseguida a casa y deseé pasar un día más en soledad en este agreste paraje. En casa uno puede estar solo, pero no es lo mismo; aquí la soledad concita en torno a sí un estado de ánimo y un curso de los pensamientos que favorece esa sensación de pertenencia a la naturaleza, al Todo. Ese sentimiento que purifica la mirada y te deja en disposición para que tu cuerpo y tu mente entren en comunión con la tierra y los hombres.

Chozo bajo la Portilla de la Lucía 

 

El Chorrillo, 13 de mayo de 2024

Sin embargo de parecida manera a como me había propuesto madrugar para cambiar después de parecer y seguir durmiendo, tras un largo receso, de comer y de dedicar un buen rato a la escritura, mi ánimo cambió de rumbo y decidí bajar esa misma tarde. Un larguísimo descenso por un sendero bien trazado me esperaba por delante. Me sorprende aquí, y en otros lugares de esta parte abandonada de la sierra, la solidez con la que en muchos tramos está trazado el sendero. Grandes bloques dispuestos, como si de una calzada romana se tratara, jalonan una parte considerable del camino. Bajo estas líneas puede verse un ejemplo. Cuesta imaginar trabajos tan ímprobos en lugares de tan difícil acceso con la finalidad de servir de desplazamiento al ganado. Los he encontrado por toda la sierra. Viniendo del Meapoco uno se sorprende al encontrarse tras un dificultoso paso por rocas, senderos trazados como para que los delicados pies de Alfonso XIII pudieran transitar sin dificultad por el lugar.

A los amantes de los lugares agrestes y solitarios llenos de una belleza adusta y pétrea, les recomendaría este itinerario. No más allá de la Portilla de la Lucía, donde los piornos ya se sable, pero sí hasta allí, y quizás más si se camina en dirección oeste, donde está por ver que los piornos no sean tan agresivos.



Gredos I: El Gredos de los contrabandistas

 




Junto al Alto de las Becedillas, 11 de mayo de 2024

La última vez que pasé por aquí, hace dos inviernos, venía de vivaquear en el Meapoco, una larga cabalgada entre los altos del Belesar y los Cerros por encima de Navalguijo. Hace años que guardaba el proyecto de hacer de una tirada entre el puerto de Casillas y el puerto de Tornavacas, pero creo que a estas alturas ha pasado a mejor vida. Los dos imponderables son el agua y principalmente los piornos de algunos sectores. De hecho una vez que subí al Cancho con intención de llegar desde allí a la Covacha, me tuve que rendir ante un mar de piornos que fui incapaz de atravesar. Tuve que tirar valle abajo hasta alcanzar la Laguna de Caballeros. Otro asunto aparte es la comida. Pasó a mejor vida hacerlo seguido, pero no por etapas. El único sector que me queda por recorrer entre puerto Casillas y Candelario es precisamente este que emprendo hoy entre el alto de Becillas y el Cancho. Como se ve cosa de seguir haciendo colecciones y completando los cromos que me faltan. Hubiera querido dormir en la cima del Pelusillo, otro tipo de colección lo de dormir en las cumbres, pero se me hizo tarde. Había confiado en encontrar nieve para evitarme los tres kilos de peso, pero la nieve quedaba lejos, así que me instalé en el refugio de la Barca junto al que corría una rumorosa acequia, no me lleves, si muero, al camposanto, a flor de tierra abre mi fosa, junto a la encantada charla de alguna fuente. Y es que el rumor del agua junto a mi vivac es tan atractivo como el solaz que encuentro sobre las cumbres.

Cierro los ojos e intento recordar si me he cruzado con alguien estos últimos años cuando recorría gargantas y cumbres de todo Gredos y, si dejo aparte la zona del Circo y algo Cinco Lagunas, creo que puedo contar con los dedos de una mano los encuentros. Nadie, siempre la soledad más absoluta. Gredos no sólo tiene el cielo más limpio de todo el país, al decir de mi amigo el Estrellero, tengo también la impresión de que son las montañas más solitarias de España. Lo de siempre, hablamos de masificación, pero habría que llamarlo de otro modo a esto que sucede en Peñalara y lugares similares. La tendencia al gregarismo es tan formidable que siempre tendremos a nuestra disposición lugares hermosos de nuestras montañas donde sólo las cabras y algún que otro amante de la montaña transita.

La última vez que pasé por aquí me llamaron la atención unos enormes hitos, altos entre dos y tres metros, que jalonan el sendero hasta la misma divisoria de aguas. Hoy se aclaró el misterio; lo encontré explicado en un cartel en el refugio anterior, el lugar donde se separa en dos el sendero que baja de lo alto de la sierra. Allí un ramal, el oriental, desciende a Bohoyos, mientras que, bajando, el otro se dirige hacia occidente para alcanzar el pueblo de Navalguijo. En épocas el contrabando atravesaba la sierra de Gredos por distintos lugares, el puerto el Pico, la trocha Real de Candeleda o el puerto de Tornavacas, pero eran lugares vigilados y de fácil tránsito, de manera que los contrabandistas terminaron por elegir este paso, el más difícil y trabajoso de todos, pero el más seguro para sus propósitos. Los grandes hitos eran señales seguras en caso de niebla o nieve.

Elogio habría que hacer de esta gente que para ganarse un jornal emprendían tan duro trabajo. Una subida ardua y costosa desde Navalguijo o Bohoyos, en torno a los 1200 metros de desnivel, y un abrupto descenso de 2000 metros hasta la Comarca de la Vera. Ello más el trazado y mantenimiento del camino junto a la construcción de los dichosos hitos, que por su tamaño  parecen señales como destinadas a extraterrestres.

Cuando pateamos el amigo Cive y yo caminos, no suele pasar ocasión en que éste me ilustre sobre un tema que le apasiona y que ha estudiado a fondo especialmente en Pirineos, collados de montaña que han pasado a la historia, tanto por razones comerciales como por motivos de supervivencia en tiempos de guerra. Los Alpes conservan todavía a lo largo de todo el arco un nutrido ejemplo de épocas pasadas en que las montañas fueron el medio de vida de muchos lugareños que retaban al frío y soportaban calamidades como medio de vida para alimentar a una familia. También las montañas fueron una puerta a la libertad. Por encima del lago de Acherito en el Pirineo corre un camino llamado Sendero de la libertad, que utilizaron los franceses para huir también de guerras y persecuciones.

He instalado el saco de dormir de modo que a través del vano de la puerta pueda contemplar las estrellas. Bajo ellas, al fondo, se alza ese formidable conjunto de montañas de la Azagaya, la Covacha, el Juraco o el Alto del Corral del Diablo. Veré mañana hasta donde llega mi caminar. Hoy me he sentido muy cansado subiendo con ese sol que repentinamente ha salido de entre el frío para recordar que las cuestas se convierten en cuestones cuando a éste le da por pegar de lo lindo.

Medianoche. Hora de dormir.



 


Luna llena sobre La Mira

 





La Mira, 23 de abril de 2024

El placer que proporciona el saco tras una larga tiritona. Hacía frío y un fuerte viento cuando llegué a la cumbre y entre hacer unas fotos y preparar el vivac me quedé frío, una de esas tiritonas que te agitan todo el cuerpo y que no hay modo de parar. Quince minutos más tarde el placer de volver a ser una persona normal. Ahora, tras el atardecer bonito allá por el norte de La Galana y Cabezo del Cervunal, una gama de naranjas que adornaban la sucesión de colinas al norte de Béjar y la cena, sólo queda el rumor del viento que se cuela por el muro del corralillo de la cumbre y por encima una luna gorda y redonda como un queso manchego.

Mi destino era dormir en Los Campanarios por aquello de las colecciones. Hay quien colecciona sellos o billetes de banco, yo colecciono noches de vivac en las cumbres de nuestras montañas. Sobre gustos no hay manera de ponerse de acuerdo. Poco antes de llegar a la cumbre había una luz muy bonita hacia la sierra del Valle. Me paré un momento y saboreé brevemente el placer de recordar todo ese espinazo que se extendía entre la Mira y el cerro de la Escusa allá por encima del embalse del Burguillo, el traer a la memoria tantas noches bajo las estrellas en cada una de las cumbres sobre las que ahora caían los últimos rayos del sol. El Torozo erguido como un gigante que sacara pecho, el Lanchamala y sus vientos helados que terminaron por arrancar mi tienda de cuajo un invierno, el mar de piornos en la ladera oriental de la peña de Mediodía, todo un puñado de historias y de íntima convivencia con las cimas. Largas noches de invierno haciendo del saco de dormir el cuarto de estar donde leer, escuchar música, ver cine, jugar al ajedrez, escribir mientras fuera titilaban las estrellas y la temperatura bajaba hasta hacer del agua de mi desayuno un bloque de hielo. Tardes de primavera en que dedicaba las  horas del día a pintar alguna acuarela mientras por poniente el horizonte se vestía de fiesta. En fin, esas cosas que quedan grabadas en la memoria como un regalo de la vida.

Fue un magnífico descubrimiento que era posible dormir en nuestras cumbres en invierno. Las primeras semanas del primer invierno pasé frío, pero sólo hasta que comprendí que para esa época tenía que renovar todo mi material de vivac. Después ya fue coser y cantar, cuando tras las primeras experiencias le tomé gusto y descubrí que no había nada extraordinario en tender el saco sobre la nieve o al resguardo de algunas rocas y pasar allí la noche. Así fue como comencé eso de las colecciones, algo que me recordaba mi afición infantil a completar los álbumes de cromos cuando tenía cinco o seis años. Un gusto volver a la infancia.

Hoy pasaba por completar una cumbre más, Los Campanarios, pero cuando llegué allí procedente de la Plataforma de Gredos, resultó que aquello era todo una masa de enormes pedruscos; eso y que hacía un fuerte viento me hizo cambiar de parecer y aunque había subido la tienda para el caso, enseguida recordé que en la Mira había un magnífico corralillo a prueba de viento. Así que seguí adelante. En Los Pelaos recordé mi vivac del pasado invierno, unos días en que el valle estaba cubierto de grandes chorreras de hielo, y continúe hasta la Mira.

Tenía que haberme parado a ponerme el pluma y los guantes gruesos pero apuré tanto que llegué helado y a la cumbre en medio de un fuerte viento. Y, claro, cómo no dejar contenta a mi cámara que viendo el espectáculo que se estaba produciendo por poniente, me estaba pidiendo a voces que la sacara de su estuche para cumplir su trabajo. Por levante el largo y agreste espinazo de Los Galayos, que ya se había sumergido en la sombra; la redonda testuz de Cabezo del Cervunal por el sur, el Circo todavía con las últimas nieves sobre sus abruptas laderas. Y naturalmente el rastro de oro y ámbar que cubría las colinas que esta noche servirían al sol para su merecido sueño nocturno.

Y hago una pausa, me asomo por el periscopio del saco y resulta que han desaparecido la luna y las estrellas y estoy sumergido en una nube de smog. Uffff. Confiamos tanto en las previsiones del tiempo que… Mira que si se pone a llover, o nevar. La previsión de ayer en Meteoblu para la cima de La Mira era de seis bajo cero y menos diez de sensación térmica, así que si le da por ahí vaya usted a saber.

Y antes de dormirme naturalmente me fue imposible no rememorar aquel encuentro con la mujer pequeña, que fue mi novia de la edad madura, en los peldaños que llevan al torreón de la La Mira. Su cuerpo pequeño entre mis manos, desnudos como vinimos al mundo rindiendo homenaje a la vida. Tan poderoso era ese recuerdo, tan como de ayer mismo que me fue imposible rendirme a su llamada. Yo, que tanto me quejo de mi mala memoria me admiro de la densidad y profundidad que puede adquirir a veces ésta en busca de detalles.

A las cuatro de la mañana ya estaba otra vez despierto. Imposibilitado de pegar ojo en algún momento en mi cabeza bailó alguna cifra enigmática, el 69, asociada a ciertas bonitas circunstancias que fue imposible desaprovechar.

El saco tenía medio centímetro de escarcha, la nube que me envolvía se había marchado con viento fresco, la luna gorda lucía en las alturas, en el saco se estaba confortablemente caliente y la sensación de soledad y las caricias se me subían como una borrachera a la cabeza. Me despertó la alarma que anunciaba la salida del sol. Adormilado me incorporé, admiré el espectáculo, hice un par de fotos al astro rey, una más al Circo bañado por la luz ambarina de la hora e inmediatamente quedé dormido.

Me desperté a las diez de la mañana cuando el sol bañaba de lleno mi vivac. Hacía frío, la bolsa del agua como era de esperar se había convertido en un bloque de hielo. Previéndolo había dejado el agua para la leche del desayuno preparada en el poto. Era grato desayunar sentado al sol con el saco hasta la cintura. Era grato no tener prisa y parsiomoniosamente recoger y descender por la nieve con la vista del Circo siempre enfrente. Se lo decía a Victoria el otro día bajando de Peña Citores, el momento de regreso después de pernoctar en las alturas, me resulta uno de los ratos más agradables de la semana. Lleno el cuerpo de un no sé qué dejarse llevar por la pendiente, aquí una flor que fotografiar, acá un liviano pensamiento, el placer de experimentar el cuerpo, los músculos, el instante.

 





  



El perfume del pasado. El Navi, un aniversario más.

 


Canto Cochino, 17 de abril de 2024

Tumbado panza arriba en un prado cercano a Canto Cochino contemplo las nubes que vuelan sobre Peña Sirio y el Yelmo. Descanso obligado después de un largo día de encuentros, conversaciones a varios bandos, recuerdos, batallitas y puesta al día con unos y otros desde nuestra última comida de grupo. Ahora es el tiempo de vuelta al silencio. La música pide silencios. El silencio evoca la música. La acción necesita de la inacción para que aquella cobre la intensidad de lo vivido y esto a su vez se sedimente sobre el ánimo. Limo ello del fluir del tiempo en contacto con la realidad.

Giro la cabeza y veo allí al fondo el Pájaro sinónimo de un tiempo casi remoto, tan remoto como ese otro que narraba durante la comida Chavo. Chavo, le dije, ¿sabes?, echo de menos todos esos relatos de más de medio siglo atrás, las historias de los primeros encuentros con las emociones, las que nos pusieron en contacto con el largo hilo de sensaciones que iban a acompañarnos desde la adolescencia hasta hoy mismo. Chavo hablaba con pasión de esos doce, trece años en que bendecido por una libertad y autonomía extraordinaria cargaban él y los amigos de su edad con una cuerda de cáñamo, unos clavos, una maza acaso de picapedrero y Camorritos arriba subían hacia Siete Picos para escalar con un espíritu pionero sacado probablemente de cierto instinto que recorre al hombre desde el principio de los tiempos, lo desconocido, el reto de subir por aquellos peñascos, la curiosidad, y monte arriba descubrían ese nuevo sabor que la vida estaba a punto de regalarles. Uno puede ser aficionado a los libros de aventura, de montaña, hay quien se los merienda por docenas mes a mes, pero esos libros son otra cosa. ¿Los grandes héroes de la literatura? Aquiles, Odiseo, Héctor, Patroclo, Eneas… bien, pero presumo que existe un interesante material casi inédito que apenas ha tenido espacio en la literatura. Me refiero al de los héroes del final de la infancia, los que descubren el mundo inesperadamente subiendo un día a Montón de Trigo o la Maliciosa. Chavo contaba cómo un día a los doce años le dijo a su padre que iba a darse una vuelta por ese monte que se alzaba por ahí arriba, Montón de Trigo. Y subió, y se le hizo tarde y le cayó al regreso una bronca de su madre por tal locura. Y yo me le imagino solo a los doce años en terreno totalmente desconocido sobre la cumbre de Montón de Trigo mirando un tanto asombrado a su alrededor, la Mujer Muerta, la Peñota, la lejana sierra de Gredos. El parecido asombro que yo sentí la primera vez que viendo desde Madrid las montañas de Guadarrama me entraron ganas de subirlas. Y allí que nos fuimos Emiliano de Diego y yo como unos mallorys novatos camino de nuestro personal Everest. ¿Por dónde? Ni idea. Sólo recuerdo mi asombro en la cumbre de Maliciosa, esa sensación que debió de embargar al navegante que subido a la cofia de la Pinta avistó por primera vez las tierras de América. Y posteriormente, como un Odiseo que se echara a la mar sin conocimientos de navegación, sólo atraído por la música del mar o las sirenas, el largo descubrimiento del invierno en Gredos o una noche perdidos en la niebla del invierno en Guadarrama trajinando inesperadamente por salvar la vida con nieve hasta la coronilla, con dos caídas en las gélidas aguas nocturnas de dos abundantes arroyos. Hablábamos de los imprudentes de ahora que van al monte ayunos de ninguna experiencia y tocaba hablar también de nuestra imprudencia de entonces y de lo hermoso que fue, pese a nuestra bisoñez, poder seguir estando vivos para aprender el largo camino de aquellos sueños primeros.

Estamos tan rodeados de héroes, de grandes hazañas, de marica el último, de obsesión por ser los primeros en nosequé, que no se nos ocurre pensar en las sabrosas experiencias de aquellos primeros años, siempre experimentados con materiales tan primitivos como el hacha de sílex, con sacos de dormir de risa que te hacían castañear los dientes durante toda la noche en los inviernos de Gredos.

Es lógico que en salidas como las de hoy terminen apareciendo las batallitas y los daguerrotipos en la revuelta de cualquier sendero, así como las dolencias propias de la edad, sin embargo en las historias del pasado hay un punto, el de los primeros encuentros con la montaña, que bien merecerían la habilidad de un Miguel Delibes o Ana María Matute para ser narradas. Lástima, porque historias como las que contaba hoy Chavo y que yo he oído muchas veces de personas de nuestra edad, el asombro, esa intrepidez nacida tan temprano en un niño, el descubrimiento de la plenitud de la Naturaleza, el de nuestras propias posibilidades, cuadran con la gestación que el temprano hombre está haciendo de sí mismo. Muchos de nosotros, que celebrábamos hoy el XI aniversario de nuestro reencuentro, estoy convencido de que nos hicimos hombres (ojo, género de hombre: neutro, que con estas modernidades de cierto feminismo, pues eso), nos hicimos hombres y forjamos nuestra más estimada humanidad en nuestro encuentro con aquellas primeras montañas.

El sol ya se esfumó y las cumbres han empezado a recogerse sobre sí mismas dispuestas también ellas a recibir a la noche en silencio. No sé cuántos éramos hoy en la comida, pero aquello a ojo de buen cubero parecía acercarse al centenar de veteranos. Si alguien pudiera recoger una buena colección de historias como las que circulaban hoy por nuestro sector, Bernardo, Charly, Asun, Ángel, Chavo y Victoria, seguro que sería cosa digna de leer, que diría la santa de Ávila.

Mañana temprano a las ocho la mañana he quedado por aquí con Javier, Santiago Pino y Juanjo para hacer un largo recorrido, Cancho de los Muertos, Pajarito y la cuerda de las Milaneras. Para no perdernos en exceso contamos con Santiago, el experto en laberintos pedriceros. Un programa completo para celebrar esta primavera en donde las jaras ya han empezado a vestirse de fiesta con los pétalos de sus flores.

Es la hora de los grillos.

 

 

 

 


Noche en Peña Citores. Algo sobre la fidelidad

 



Peña Citores, 12 de abril de 2024

Ocupas mucho, me dice Victoria mientras prepara su vivac. Estamos en la cima de Peña Citores y aquí debe de haber espacio para que vivaqueen medio millón de personas, pero yo ocupo mucho, eso dice ella. A veces pienso que los sapiens somos unos animales extraordinariamente raros.

Arturo por encima de la línea de mis pies, la Osa Mayor encima a mi izquierda, Virgo a mi derecha y la Luna y Júpiter por el oeste. Con estas referencias y conociendo mis coordenadas ya puedo determinar en qué parte del universo me encuentro, un lugar al que algunos han dado en llamar parque de nosequé para a continuación convertirlo en una especie de propiedad privada regida por severas normas de tránsito y pernocta acordes con la estrecha mente de sus regidores. Pelillos a la mar mientras no nos molesten en exceso.

Bueno, pues cenamos, me quedé posición Tutamkamon dentro de su sarcófago y dos minutos después estaba sopa. Me despertó entrada la noche mi chica, que como consideró que yo ocupaba mucho la tenía encima y cada vez que se movía me despertaba. Terminé por desvelarme y al poco rato estaba pensando en cierta preciosidad de mujer con la que me había encontrado días antes y de cuya simpatía y ojos de miel había quedado prendado. Y, se sabe, que cuando uno se engancha a un pensamiento bonito, se acabó el sueño, los pensamientos se van por peteneras siguiendo el perfume de una mirada y ya es imposible dormirse.


Lo que pensé a continuación me dejó al borde de un interrogante, así que peor todavía. ¿Quién es capaz de dormirse con un interrogante en la cabeza y más aquí panza arriba contemplando las estrellas, el fenómeno infinito de los astros mirándote desde lo alto y diciéndote que los sapiens son unos tipos muy raros a juzgar por los dos millones de años que llevan observándoles desde otras galaxias. En este caso la rareza, que yo adivinaba en la límpida mirada del Universo pensando en lo que yo estaba pensando y como si éste nos contemplara siempre con un deje de perplejidad, se refería a la extrañeza que le producía que los sapiens, la mayoría, se hubieran autoimpuesto la fidelidad como quien se impone un cinturón de castidad cada vez que abandona el lecho de su pareja, esposa o compañera. Ese universo que me miraba desde allí arriba en esta madrugada era parecido al dios de los creyentes, algo parecido, porque evidentemente mi Universo estaba desprovisto de esa manía que le asalta al Dios de los católicos de querer ser amado sobre todas las cosas; vamos, como un niño pequeño que continuamente dependiera del amor materno; un dios en definitiva tan ególatra como para necesitar urgentemente de la visita al psiquiatra. No, este Universo que yo sentía y me interrogaba era acaso la constatación de la existencia, la energía que brota de eso que llamamos Vida con mayúsculas. Pues bien, lo que a éste, mi omnisciente Universo, le resultaba curioso era que los sapiens se hubieran autoimpuesto no sólo vivir con una sola mujer, o al revés, sino que además se impusieran a sí mismos no visitar el lecho de otras que no fueran sus parejas habituales. De modo que con tal disposición las cosas las llegaran a liar al punto de hacer anecdótica y contra natura la situación de alguien a quien gustándole las sapiens, y viceversa, de toda índole, se impone gustar y ser gustado exclusivamente por una. ¿Se comprendería la situación de un sapiens melómano apasionado por toda clase de música que se autoimpusiera después de determinado encuentro con el jazz o con la música de Bach prescindir de todas las otras músicas porque considerara que gustar y oír otras músicas sería traicionar a Bach o al tándem Duke Ellington/Ella Fitzgerald?

Sí, ya ¿y los celos qué?, diría alguno. Hombre, pues los celos… una enfermedad como la del que probado el cocido madrileño, ya teniendo el paladar para otras exquisiteces culinarias se dedica a comer cocido día y noche a lo largo de su vida. En fin, que eso de que el yo desee ser querido en exclusividad, pues que no, que bueno será para no crear excesivos conflictos de pareja y para atender durante un tiempo a los retoños que vaya dando la coyunta, pero que de ahí a hacer de la exclusividad un modo de vida, pues no, al menos que no en aquellos que además de gustarles la música de Bach aman otras clases de música; ello a no ser que realmente los enamorados de un primer momento sigan haciendo de esa fidelidad una yacija de amor y concordia de tan elevada condición como para que ello sea la conditio sine qua non sin la cual sus vidas perderían la mejor de sus gracias, en cuyo caso sería ofensivo hablar de fidelidad como si esto fuera un contrato ante notario, porque abriría la posibilidad de poner en cuestión la naturaleza de una relación que va mucho más allá del concepto contrato. Cuando una relación, por cierto una palabra poco afortunada, se funda sobre hondos sentimientos recíprocos y no sobre superficiales lazos de relación, la fidelidad como tal queda fuera de función porque la mutua interdependencia y la atracción mutua lo llenan todo hasta el punto de no dejar espacio posible a ningún otro tipo de aventura; la atracción mutua ha colmado hasta el borde la necesidad del otro.

Nuestro vivac en Citores al resguardo del viento

Así que si el concepto fidelidad salta al ruedo, será porque unos y otros se han autoimpuesto previamente una especie de seguro que, contraviniendo el orden natural de las cosas, deciden de por vida limitar el ámbito de sus roces. Es decir, dos se imponen un seguro mutuo porque sin él desconfiarían de que la relación fuera capaz de sobrevivir a la desmedida de la libertad que sería atender al llamado de nuestra condición humana. La necesidad de seguridad y de compromiso, con todo lo conveniente que pueda ser para la estabilidad de quien decide compartir su vida, no deja de ser un gran condicionante de su libertad. Peligroso es también caminar por las montañas, escalar, tantas actividades de riesgo que podemos hacer, pero la seguridad a toda costa, pues para quien la quiera; seguro que descafeinaría una parte importante de la vida.

Las cinco de la mañana. Queríamos levantarnos antes del alba para subir a Peñalara a ver amanecer, pero llevo semanas que durmiendo en el monte me despabilo tanto que luego no hay manera de madrugar. Y no, no lo llevo mal, que de tanto en tanto apago la pantalla, miro a lo alto y quedo siempre, siempre sorprendido por el universo del cielo al que tantas veces interrogo en mis noches de vivac y que a su vez él me interroga como hoy cuando desde su infinitud contempla esta mínima cosa que es el planeta Tierra y cae su mirada sobre este diminuto punto que soy yo perdido en la oscuridad profunda de la noche de unas montañas. Total, que el despertador ahí queda dispuesto a pitar unos minutos antes de que el sol se alce en el horizonte por si éste se presta a buen espectáculo, pero que con toda seguridad tras el alba volveré a quedar dormido como un lirón. Luego el lugar no es muy oportuno para ver amanecer, que justo queda el cerro de Dos Hermanas enfrente para impedírnoslo. Que otra cosa habría sido haber venido cargado con pico y pala y haber quitado del medio esa mole. Voy ayer si ahora, que ya me he desecho de encima eso que me rondaba de la fidelidad, el sueño viene a mí. Buenas noches.

Camino de Casa nos encontramos con Jesús Mogollón y Asunción

 

 


Gracias, Toti. Una mañana en Patones

 



El Chorrillo, 11 de abril de 2024

Historia de un día de volver a las andadas, aquellas de los veintitantos en que dejé la escalada empujado especialmente por dos factores, la muerte de mi compañera de cuerda en Alpes, mi querida Nena, mientras hacíamos una cresta que llevaba al Gran Zebrú, en el macizo del Ortles, un hecho que me dejó traumatizado por un tiempo, y dos, la inauguración de una vida familiar con el nacimiento enseguida de Guille, y más tarde el de los mellizos, Lucía y Mario. Encerrados en un pequeño pueblo de Asturias donde me destinaron de maestro, seguí haciendo montaña, pero la pasión por la escalada había desaparecido definitivamente. De esto hace medio siglo.

Cincuenta años después, ya con el invento de las redes da per tutto, un día conocí a Toti en FB; intercambiamos algunas líneas. Él, intentando orientarme, me decía que era de la generación que venía a rebufo de la mía. Quedamos en vernos en alguno de sus viajes desde el Pirineo a Madrid y después pasó el tiempo sin más. En el verano del 2021 andaba yo vivaqueando un día tras otro en cumbres del Pirineo, cuando descendiendo de mañana de la cima de peña Collarada, por encima de Canfranc, me sonó el teléfono. Era Toti desde Jaca. En un par de horas allí estaba, a la orilla del río Aragón, entusiasta, de hablar precipitado y ojos vivos, todo él lleno de músculos tras un breve abrazo, llenándome los oídos de la música de su pasión, incluida la dramática espera en los Mallos de Riglos, una historia que me emocionó y me llegó al fondo del alma. Yo me había encontrado previamente con mi amiga Nuria. Volvió a sonar el teléfono mientras charlábamos los tres y ahora era José Manuel Vinches llamando desde los baños de Panticosa. Una hora más tarde allí estábamos los tres con Jose y Pilar bebiendo cerveza alrededor de una mesa junto al Refugio de Piedra. Toti me había traído todo el equipo para que escalara con ellos, pero, eso, para mí la escalada hacía cincuenta años que había pasado a mejor vida. Es que mi pierna, es que… También quería que subiera con él en parapente: es que esto, es que lo otro… La verdad es que tenía encima un cague de mil demonios. Para mí esas cosas habían pasado a mejor vida mucho tiempo atrás. Quizás en la siguiente reencarnación, le dije.

Tres años más tarde me llega un guasap. Al día siguiente él y José Manuel habían quedado con un grupo de veteranos del Peñalara para hacer la clásica sur del Cancho de los Muertos. Ahí ya no pude decir que no. Probé y fui un hombre feliz volviendo a tocar con las yemas de los dedos el dorado granito de nuestra Pedriza.

Lo que siguió fue alguna conversación con Carlos (Soria) durante una comida, las palabras animosas de Pedro Mateo, el relato de Pedro Nicolás de su experiencia en rocóndromo en el Sputnik, pero especialmente ver cómo Carlos, el gran Carlos, salía poco a poco penosamente pero con un ánimo inquebrantable de su recuperación de la caída del Dhaulagiri. Y así yo, que cuando se acercaba cada verano venía últimamente poniendo en duda la posibilidad de volver a atravesar los Alpes por aquí y por allá durante dos meses o dos meses y medio, algo que llevo haciendo desde muchos años atrás, me ponía nervioso y me interrogaba si sería posible continuar y hasta cuándo; tánto como para estar a punto de decir: se acabó, ya mis piernas no dan para tantas cuestas, tánta soledad, tántas tormentas, tántos apasionados momentos que había vivido. Resignación.  


Bueno, pues que con todo este movimiento, el entusiasmo de Toti, el ánimo de José Manuel, el ejemplo de Carlos y otros amigos que estimulaban mi pasión a punto de sucumbir por efecto de la edad, la condropatía de rodilla, el dolor de piernas y ese sentimiento que se te echa encima de que ya eres muy mayor, etcétera, la moral se me fue subiendo a la cabeza como burbujas de champán al punto de que cuando ayer Toti me propuso ir a escalar a Patones, no sólo es que no me lo pensara dos veces, sino que acepté entusiasmado. A las diez y media estábamos esta mañana ya en el Bar Manolo de Patones al sol desayunando y hablando atropelladamente de esta mi nueva disposición.


Me quedan un par de meses para cumplir 76 años y en cierto modo mi vida ha dado un giro inesperado al punto de estar dispuesto a seguir las huellas de Carlos cueste lo que cueste, no para subir a ochomiles, que nunca fue lo mío, pero sí para enfrentar los días con entusiasmo y ganas de defender la salud y la puesta en forma caiga quien caiga. Si antes me aburrían los ejercicios de entrenamiento, ahora no es que hayan dejado de aburrirme, sino que además me sale de dentro un deseo permanente de pedalear, subir sacos de arena con los pies, hacer equilibrios o trepar cada tarde un rato sobre el rocódromo que me he construido en la fachada de mi casa.

Y qué decir de la suerte de tener al amigo Toti al lado, el mejor monitor que nadie puede encontrar para recuperar el pulso y el calor de esa pequeña aventura que consiste en subir por las paredes como las lagartijas. Yo miraba para arriba las paredes de Patones y la verdad es que no las tenía todas conmigo, pero que nada, nada. Aquello rigurosamente vertical, un extraplomo al final del largo. Lecciones técnicas de Toti, uso de la cuerda, de ese aparatejo con el que se asegura, grigrí o algo así, modo de progresar, pelvis hacia adelante, etcétera. Primero él y luego yo. Y allí estaba, y el mundo no se derrumbaba y aunque los gurejos eran pequeños, tanto como para no poder meter más que dos dedos y los resaltes para los pies eran mínimos, resultaba que pasito a pasito fui subiendo, un cazo aquí, una grieta allá y Toti desde abajo que hiciera esto o lo otro que empujara el culo hacia la pared, que quitara el mosquetón antes de avanzar. Y llegas al extraplomo y joder, que lo subo, que lo subo, y que lo que me parecía imposible desde abajo no sólo es posible sino que además lo disfruto.

Y volvemos a probar una pared más a la derecha y aunque estoy un poco nervioso, intento fijarme en lo que hay a mi alrededor por aquello que decía Rebuffat de que hay que caminar viendo crecer la hierba, y entonces a unos metros a la izquierda veo un manojillo de flores amarillas, y como ya me he tranquilizado un poco, le digo a Toti que me tenga tensa la cuerda, que voy a fotografiar las flores. Y entonces me acuerdo de Míriam García Pascual, la chica aquella de Bájame una estrella, ¿recordáis?, que cuenta en su libro que después de estar dos días escalando la pared del Gran Capitán del Yosemite, en una hendidura se encuentra con un sapillo, y allí mismo se pregunta por el cómo habría llegado al lugar, y le dedica entonces unos versos. Y mientras estoy allí disfrutando del vacío que se abre más abajo de mí entre mis piernas abiertas, me cuenta de Míriam que fue compañera de cordada de él en algún momento. Luego, cuando nos encontramos con Loren, Uge y José Maya, con quienes habíamos quedado a comer, hablaríamos de estas cosas, de lo descafeinada que se ha hecho la “aventura”, de lo excesivamente especializada al punto de que una generalidad de tanta gente que escala apenas ve más allá de donde pone los pies o las manos. Eso de que hablamos tantas veces, el placer de las pequeñas cosas, el sapillo de Miriam, la flores, los buitres que nos enseñaban Loren y Uge, tan cerca de ellos como para salir de un extraplomo y encontrarte allí uno haciendo guardia en la torreta de un castillo.

Y es que a la jornada no le faltó nada. Hubo que recoger el petate y tomar carretera adelante. Hacía tiempo que tenía ganas de conocer a Uge y a Loren y no quería perder la oportunidad de encontrarme con los urdidores de las mejores leyendas pedriceras, el reino de Loremba, del Brujo y sus aledaños. Charlamos apasionadamente frente a un cocido madrileño; pero esto se hace largo, quizás continúe esta crónica en otro momento.