Noche en Cabezas de Hierro

 


Cabeza Menor, 4 de junio de 2025

Metido en el saco como si fuera invierno trato inútilmente de recuperar algo de lo que he escrito. Una jugarreta más de los misterios que pueden encerrar las tripas de un teléfono. Estoy en la cumbre de la Cabeza Menor. Oigo ruidos de piedras rodando. Saco el periscopio. Media docena de cabras miran inquisitivas como si estuvieran viendo un fantasma. La niebla ocupa el lugar. La boina que cubría la cima de Peñalara hace un rato se ha apoderado ahora de todo el entorno en que he instalado mi vivac. El ambiente es de noche de invierno.

Hoy partí del Ventorrillo con la idea de darme una jartá a leer. Llevo unos veranos de caminar por las montañas que había perdido mi vieja afición a leer mientras camino y hoy decidí empezar a habituarme de cara a mi próxima salida veraniega. Caminar, escribí en alguna ocasión, es una manera de meditar. Volver a introducir la rutina de caminar leyendo parte de mi jornada me hace ilusión. Los veranos, esas larguísimas semanas de perderme entre bosques y montañas, con ser deseables siempre hacían que me costara abandonar las rutinas diarias de casa; este año no, este año espero mi partida con enormes ganas. Quizás tenga la culpa ese amago que tuve hace meses con el cáncer de próstata que mentalmente me hizo pensar lo peor. Vuelvo a mis veranos de los Alpes con una ilusión que no recordaba de mucho tiempo atrás. Tiempos de soledad, de aventuras, tiempo de dedicación exclusiva a mi persona y a mis particulares pasiones.

Empezando el sendero que me llevaría a lo alto de la loma de las Cabrillas me entraron ganas de leer a Álvaro Pombo. Paré, le mandé un guasap a Victoria con el pedido de que me enviara Matilda Turpín y cinco minutos después ya estaba inmerso en esa novela que llevaba tiempo en espera. La razón: una fotografía que vi en la prensa de Álvaro Pombo al que recientemente le han dado el premio Cervantes. Nunca había visto una fotografía suya. Me sorprendió esa imagen de hombre muy mayor atado, creo, a una silla de ruedas. Tengo cierta veneración por autores longevos. Me producen una curiosa sensación mezcla de respeto, reconocimiento y admiración. Nuestra cultura occidental, ésta de los últimos tiempos, entre sus muchas carencias está la del escaso reconocimiento que los mayores le merece, respeto sí, de atención, residencias, cuidados, esas cosas. Los ancianos en Occidente han pasado de ser fuente de respeto, sabiduría y reconocimiento, a un estatus en la escala social de segundo grado. Cosas de yayos, me escribía un joven comentarista hace tiempo en cierto grupo de montaña donde yo expresaba ideas que él desde la altura de sus pocos años e inexperiencia veía como obsoletas. Ese pensamiento de mucha gente joven que pretendiendo haber alcanzado la sabiduría estima que de setenta para arriba mejor recluir a la gente mayor en una residencia. Admiro a la gente mayor, leo todo lo que pillo de ellos y si son diarios, mejor, Bauman, Ernst Jünguer, Ernesto Sábato, Salvador Pániker, Sándor Márai… ellos saben mejor que nadie en que consiste esto de la vida y son por tanto los que más nos pueden enseñar.


Hoy he confiado ciegamente en la Aemet y aquí estoy a pelo pensando que habíamos dejado las lluvias atrás definitivamente, así que espero que esto se aligere y me deje dormir en paz.

Subí casi todo el rato leyendo pero ello no me impidió disfrutar de ese magnífico alfombrado amarillo que cubre las laderas de nuestras montañas en esta época con las flores de las retamas o los piornos. Largas nubes de tripa cenicienta cubrían a ratos el cielo, armonía de amarillos brillantes por medio del cual el sendero zigzaguea gracioso frente a la mirada tranquila primero de la Maliciosa a levante y más adelante, trepando ya hacía Guarramillas, frente a Siete Picos y Montón de Trigo oscuros y como esperando ser tragados por las nubes de poniente.


Anoche se me terminó el libro de Silvia Vidal. Lo estiré para que me durara semanas, pero fue inevitable llegar al final. No es un libro que su escritura en sí te anime a leer, pero basta hacer un ejercicio de aproximación, un intento de ponerte en la piel de Silvia y en sus circunstancias para recuperar aquello que el texto no llega a expresar, y es que la autora pasa treinta días escalando en una pared y su relato lo encierra a veces en siete u ocho líneas. El miedo, los peligros, la incertidumbre, la necesidad de izar más de cien kilos por la pared, las tormentas, el frío, el estado de ánimo, las dificultades, todo esto te lo tienes que imaginar. Aún así me corre por dentro una suerte de agradecida inquietud que nada tiene que ver con ese mundo que se me añugaba anoche, que también me inquietaba, mientras daba cuenta en mi diario de alguno de los males de nuestra sociedad. Silvia no quiere saber nada de las redes sociales, de teléfonos, de gps, de brújula. Silvia es el ser más libre que conozco, el más fiel a sí mismo. Leyéndola tienes que detener la lectura e imaginar por tu cuenta ese denso mundo que intuyes. Es la vida personal vivida con la mayor plenitud que uno pueda pensar. El hombre, la mujer al desnudo consigo mismo, con su yo, sus miedos, sus alegrías, su salvaje sentimiento de libertad. No es posible concebir mayor fuerza, mayor sensación de admiración, cuando haciendo un esfuerzo uno intenta meterse dentro de su mundo, colgada en esa inmensa soledad de su hamaca donde los días pasan lentos en medio de una persistente incertidumbre, un esfuerzo agotador, día tras días la hamaca sometida a los tremendos vientos patagónicos o a los fríos y la humedad de un remoto valle en las montañas de Alaska.

La niebla persiste sobre la cumbre, sin embargo es posible ver enfrente un rastro de luna e incluso, a mis pies, envueltos en una ligera muselina, las luces de los barcos pesqueros que faenan en el mar del llano madrileño.













 

 

 

 

 

 

 

 


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