Día 34. Vivir como un noble entre las ruinas de mi inteligencia…

 


Refugio Belvedere, 45,58041381°N, 07,85910130°E, 21 de julio de 2025

Repantingado en una tumbona al sol sobre el prado frente al refugio Belvedere (agroturismo). Todo el macizo al sur de la Val de Aosta enfrente. Mis pies han empezado a lastimarse después de caminar tres días bajo la lluvia. Temo por ellos porque en estas circunstancias amenazan siempre las ampollas. Hubo años en que llevaba hasta siete pares de calcetines para cambiarme incluso una o dos veces durante el día, pero este verano parecía que las lluvias hubieran desaparecido de los Alpes, así que suficientes me parecieron. En realidad lo de los siete pares fue un hábito que adquirí en los Alpes Suizos cuando sobrevino un tiempo terrible que me hizo considerar, después de más de una semana de lluvias consecutivas, cambiarme a otra parte distante de los Alpes. Un día de aquellos caí en un pueblo y en una tienda compré siete pares, que unidos a los que llevaba debían de sumar una docena. Es lastimoso caminar días y días bajo la lluvia con los pies mojados. Las botas nunca terminan de secarse y los pies se vuelven blancos y arrugaditos como los de anciana centenaria. 


Hoy llovió torrencialmente toda la noche. Sonaron truenos pero uno fue más que un amago. Me despertaba y el diluvio estaba allí. Admirado estaba de que mi tienda permaneciera totalmente seca. Mal augurio para un nuevo día, sin embargo poco antes del amanecer dejó de llover. Me gusta ese ritmo lento de las rutinas que preceden a ponerme en marcha. Una bolsa de plástico a modo de mantel sobre el saco de dormir. El poto con la leche que todos los días me hago llenar en una pequeña cantimplora. Tortas de miel, strudel, cualquier cosa de bollería que pesco por ahí o si no chocolate, frutos secos, alguna barrita, pan,  todo junto con la leche. Esa tranquilidad que he estrenado en mis mañanas. Y después recoger. Vaciar el macuto que me ha servido de almohada. Meter el saco, el plumífero, todo va encontrando su sitio. Finalizado, la mochila va fuera. Desinflar el colchón, enrollarlo, desmontar la tienda y, hoy, tirar ladera abajo. 

A los diez minutos ya estaba lloviendo. Mil metros de desnivel hasta Quincinetto, en el fondo del valle en plena Val de Aosta. El sendero de puro bien construido, al modo de las calzadas romanas, se hace extremadamente resbaladizo con la lluvia. Así que no hay más remedio que bajar como el que va pisando huevos. A pesar de ello hay mucho encanto en este descenso. La lluvia permite en ocasiones una cierta intimidad desde la que se observa la vida con una particular claridad. Este tiempo que llevo sin asomarme a los gritos o susurros del mundo me proporciona una visión que suena a mucha distancia. El otro día desayunando en un posto tappa, me sorprendía viendo todo lo que cabe dentro de una especie de telediario. Veía el telediario como quien, recién ha aterrizado de Marte, se encuentra con un mundo que no es el suyo. Lo que apunta mueve el mundo, sus juguetes, sus preocupaciones, las cosas que parecen interesar al ciudadano medio. Esta mañana, más lejos si cabe, venía dándole vueltas a mi relación con el mundo y pensaba que tras abandonar las redes sociales también podría dejar de asomarme a los periódicos. No saber, no indignarme “y vivir como un noble entre las ruinas de mi inteligencia” (Gil de Biedma). Vivir en consonancia con uno mismo y con la naturaleza, los árboles, las montañas, incluso con los otros seres humanos. Una distancia amable con el mundo y su gente. 

La civilización: Quincinetto (valle de Aosta)

Y todos estos pensamientos mientras prestaba atención extrema a los cantos rodados del camino, que resbalaban como el demonio. Cerca de Quincinetto no sólo dejó de llover sino que empezaron a aparecer grandes claros en el cielo. Cuando llegué allí inexplicablemente el cielo lucía totalmente despejado, las últimas nubes se retiraban tras las montañas. Mientras tanto el pronóstico del tiempo seguía dando lluvia y tormenta. Me estaba desapareciendo un dilema, porque ante la lluvia, las botas y calcetines todos mojados y la tienda empapada me había hecho pensar en buscar un hotel para pasar la noche en el mismo Quincinetto. Eran las diez y media cuando llegué, así que, optimista de nuevo, dado que al siguiente refugio, más de mil metros de desnivel ladera arriba, no llegaría a comer, compré algo para el camino. Pero antes de empezar a subir quise asegurarme de que la tienda estuviera seca por si cambiaba el tiempo, así que paré a la salida el pueblo, puse la tienda y lo mojado a secar y mientras comí algo. Quince minutos después, con todos los calcetines colgando del macuto, tiré ladera arriba. Era también el tiempo de la lectura, en este caso volvía a Marvin Harris. Dar y tomar, era el título del capítulo. Dar y tomar, es decir, intercambiar, es el cemento que mantiene unidas a las sociedades humanas, según Harris, para quien la forma primigenia del intercambio es el dar y tomar servicios encarnados en el coito: sexo por sexo. La generalización de esta norma primera para satisfacer más necesidades y pulsiones, incluir a más individuos en el intercambio y alargar los plazos entre toma y devolución, sin perder en ningún momento la pista de cada «cuenta», presupone efectivamente avances decisivos en cuanto a memoria, capacidad de atención e inteligencia general. Los intercambios verdaderamente complejos tuvieron seguramente que esperar a la aparición del lenguaje, con su capacidad para dar expresión formal a los derechos y obligaciones a largo plazo implícitos en cada historia individual de donación y recepción de bienes y servicios. Marvin Harris traza una línea de evolución de este dar y tomar hasta que las relaciones de intercambio pudieron evolucionar hacia distintas clases de transacciones económicas: intercambio de regalos, trueque, comercio, redistribución, gravación fiscal y, finalmente, compraventa y sueldos y salarios. 


Paré a mitad de camino para comer, un momento en que esta otra calzada romana, ahora seca y sin peligro de resbalones, se remansó en un prado. A las cuatro estaba ya en este Belvedere, nunca mejor nombrado, que es este magnífico refugio. Desde él se contempla todo el frente de los Alpes al sur de Val de Aosta. Un prado frente al refugio sirvió para poner mi tienda. La cena, exagerada, cuatro platos de buena cocina. La compañía, un grupo de seis alemanes de edad madura. La gestora y su hijo, encantadores. Mientras tanto todos mis calcetines, al fin, se secaban al sol. 







No hay comentarios: