Cosas dignas de ver


GR-10 Hundido de Armallones, 3 de mayo de 2008


Hoy mi alameda de tarde huele ligeramente a cieno, también algo al romero que cubre junto con las amarillas aulagas y con los cañizos la cercana orilla del Tajo; huele a otoño. Acampo junto a los muros de los restos de un puente que hace décadas debió derrumbarse sobre el cauce del río. Los sillares son de una piedra ocre y cálida y están cubiertos de vegetación; parecen los muros de un monasterio medieval. El rumor del agua me lo sugirió; quizás porque no es posible concebir un claustro románico sin este venturoso rumor de agua que tanto aquieta el alma. Ya estoy seguro de que cuando regrese a casa una de las primeras cosas que haré será poner en funcionamiento esa pequeña laguna que decía ayer, más bien un charco grande, en donde pueda oír el agua caer entre las yedras , un rumor de agua privado que me recuerde este otro de hoy, los pájaros, el claustro de San Juan de la Peña, la fuente de ayer en el convento de Buenafuente del Siltal. El agua empuja a mi ánimo hacia la mansedumbre y la comprensión, me reconcilia conmigo y con el mundo.
Esta mañana temprano el paisaje era de sabinas, bojes y encinas; allá abajo discurría salvaje el Tajo, impenetrable, franqueado de muros rosados que sobresalían entre la vegetación; arriba volaban intemporales y distraídos grandes buitres; planeaban como sin objeto, por puro placer, como grandes cometas negras. Era un camino agradable lleno del olor del tomillo. En algún momento éste se precipitó cuesta abajo y desaparecimos él y yo en lo profundo del bosque hacia los acantilados que festoneaban el cauce del río; el paisaje se hizo agreste, bello. Y poco más allá, como una aparición, un breve prado de hierba rala en el que parecía haber crecido un puente de piedra, el de Tagüenza; inesperado puente de gran arcada y sobre todo especialmente desproporcionado para el humilde camino al que servía. Aquí el Tajo se estrecha, se hunde, verde y enigmático en una angostura de piedra gris y aparece magnífico desde lo alto del pretil del puente cincuenta metros más arriba, como colgado del cielo. ¡Cuántas cosas dignas de ver! Para Teresa de Jesús, cada dos o tres páginas siempre hay alguna cosa digna de ver.
Una vez que toda la familia bajamos parte del Alto Tajo en colchones inflables, emulando a Huckleberry Finn en el Mississippi, nos prometimos con otros amigos tan locos como nosotros, que algún día habríamos con construir un balsa con ruedas de coche y navegar hasta Lisboa; un día que el hijo pequeño de ellos, Rodrigo, y el nuestro, Mario, parloteaban detrás de nosotros, subiendo hacia lo alto de los acantilados que se alzaban sobre el río, sobre la existencia de Dios. Era cosa digna de oírse. También aquí, caminando, cada poco hay cosas dignas de ver. La teología duró hasta mitad de la cuesta, y eso que la marcha nos dejaba sin resuello. A partir de cierto momento la pareja cambió de tema y hablaron de la vida y Rodrigo expresó su opinión de que él nunca querría ser poeta, como si ello fuera una profesión similar a la de zapatero o carpintero; y cuando Mario le preguntaba, parados entonces en un repecho en donde se admiraban los salvajes meandros del Tajo con sus aguas verdosas y agitadas, que por qué, Rodrigo respondía que porque a los poetas los mataban. No comprendí en el momento los vericuetos de los razonamientos de este crío de siete años hasta que momentos después, yo ya retrasándome en la ascensión prendado de la interesantísima conversación de estos jóvenes filósofos, oí el nombre de García Lorca. Comprendí entonces. Los padres de Rodrigo tienen un cortijo en tierras granadinas y en su casa se lee bastante. Rodrigo con sus pocos años ya había empezado a atar cabos.
Nos prometimos navegar el Tajo; pero no da para todo en la vida. Hoy, viéndolo espléndido y solitario, escuchando su ruido sordo desde las alturas, me volvieron a entrar ganas de navegarlo; al menos esta parte que recorro últimamente. En cuatro días que llevo caminando a su vera me da la impresión de hacerlo junto a un amigo; también él es un solitario; también él atraviesa alamedas, cañaverales, riscos grises y herrumbrosos; también él es acompañado constantemente por el canto de los pájaros, por el reclamo del cuclillo que con aburrido cucú parece recordar a cada momento el tic tac del tiempo, un metrónomo del que yo huí hace una semana desprendiéndome del reloj y viviendo después guiándome por el sol o la noche, pero del que no es posible prescindir, aunque uno no tenga ninguna obligación concreta que cumplir, ni lugar o pueblo preciso al que llegar a una hora determinada.
El camino invita constantemente a ser devorado, atravesado, dejado atrás; se busca el repecho siguiente, la curva próxima del río. Me tengo que violentar para ralentizar mi marcha. Hoy, después del puente del Tagüenza, una vez llegado a lo alto de la ribera izquierda, el caminillo se hizo pista, ancha, enorme, deslumbrante y barrida por el sol del mediodía. A la mañana había comenzar a caminar muy abrigado, hacía fresco, pero ahora, a las doce, sobraba todo. El paisaje era bello, pero la pista se hizo extremadamente monótona, reiterativa. Cuando se anda muchos kilómetros por un terreno uniforme los pies terminan cociéndose. Eso me sucedió hoy. En cierto momento me derrumbé a la sombra de un pino, no podía más; saqué el aislante, me tumbé y me quedé dormido. La segunda parte se me hizo más corta y, cuando me quise dar cuenta la pista se había ido estrechando y estrechando y se dirigía directamente hacia el río. No había señales. Me entró la duda, saqué mi brújula y la conecté; no, estaba en buen camino. Al poco desaparecía totalmente la pista y aquello se convirtía en un caminillo de cuento rodeado de romero, bojes y aulagas; el río cantaba su sonaja al lado; un lugar que llaman el Hundido de Armallones. Recordé entonces la novela de José Luis Sampedro, El río que nos lleva, en donde se describen la vida de los gancheros que tiempo atrás utilizaban el río para bajar la madera cortada aguas arriba. Quizás uno de los gancheros tuviera una novia en el cercano pueblo de Armallones; de eso me debe sonar este pueblo.
Allí el camino iba de la mano del río y me fue posible encontrar un lugar para pasar el resto del día a la sombra de una chopera, junto a los sillares del puente de que hablé al principio. Ahora va casi anocheciendo y, junto a los otros animalejos han aparecido los mosquitos. Me tuve que vestir del todo. En mi macuto no hay ningún tipo de repelente. La tarde es tranquila, deliciosamente agradable; hubo un momento que se nubló y parecía que iba a llover, pero pasó. Las hojas de los chopos tienen un delicado color otoñal, tierno, como agitado todavía de sol de invierno, como si se asomaran a la primavera probando todavía a ver qué tiempo hace.
Hoy tendría que haber hablado de algunos relatos del bien humorado Roald Dalh que leí mientras atravesaba la aburridísima pista del mediodía, pero creo que no me va a dar tiempo. Cuando llegué aquí venía tan cansado que no me moví del suelo en media hora, tras la cual sólo de mala gana me decidí a comer algo; alrededor todo quedó disperso; ahora me toca recogerlo y poner la tienda. Anoche me quedé dormido oyendo a Montserrat Figueres; voy a ver si hoy llego hasta el final. También esto es cosa digna de ver, tumbado, a oscuras, metido ricamente en el saco, descansando a plena conciencia enchufar el mp3 y terminar el día oyendo a Montserrat Figueres acompañada por la viola de gamba de Jordi Savall.











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