Entre Carrascosa y Sotoca de Tajo

GR-10. Carrascosa de Tajo-Sotoja de Tajo, 4 de mayo de 2008

Trapiello, sus diarios, uno de muchos, Los caballeros del punto fijo, diluye esta tarde su no mucha sustancia en un bello paisaje de lomas atravesadas por caminillos, ocres unas veces y de pálidos amarillos otras. Atravesando a la hora de la misa por Oter las campanas llaman a los feligreses al precepto dominical. Un grupo de hombres esperan fuera; les pregunto por el camino de Carrascosa; me indican desganadamente y mal, con lo que más adelante tengo que habérmelas con las laderas empinadas de un barranco cubiertas de altos espinos. También había llegado con Trapiello a la silenciosas calles de Carrascosa del Tajo en donde las parras hacían jeroglíficos sobre las fachadas, austeras, todavía con unas pocas hojas transparentes y brillantes sobre la madera fibrosa y oscura. En la plaza cantaba el agua de la fuente, un banco de forja, arrimado a la fachada principal de la iglesia, quedaba muy bien para mi cámara; arco de medio punto de piedra rosada y banco de arabescos al sol del medio día. Dos chavales se interesan por mi camino; me quito el auricular y se lo digo sin muchas ganas de darles conversación. Aunque camino constantemente por el mundo no dejo por ello de estar con frecuencia metido en el caparazón de mi propio yo; esta mañana estaba muy arrebujado en mi lectura y en mis pensamientos y se me hacía fastidioso el contacto con la gente, por demás tan rudimentario y reiterativo como siempre en estos pequeños pueblos... salvo que a uno que caiga la suerte de tropezarse accidentalmente con algún loco interesante como Santi, aquel ermitaño que encontré en las montañas de Valencia; a fin de cuentas entre locos anda el asunto, porque no parezco otra cosa a los lugareños con los que entablo conversación cuando les cuento de dónde vengo y a dónde voy.
Trapiello contaba la historia de una farra que se corrieron un puñado de intelectuales en Munich y que le había relatado una mañana la dueña de una librería de viejo de la calle Cedaceros. Por allí andaba achispado Ortega y Gasset, metiéndole mano a su vecina por debajo de la mesa, la amiga de la librera. ¡Qué cosas! ¿Y por qué será que a uno le cueste tanto trabajo imaginarse cosa tan común en personajes de aspecto tan serio y circunspecto? Mientras fotografiaba a un gato ricamente sentado sobre la atalaya de un tronco que servía de asiento a la puerta de una casa, perdí el hilo de mi lectura; el gato, cuando veía que me aproximaba salía pitando, pero minutos después volvía a su altillo. Es domingo, en las calles laterales había gente repantigada en sillas y tumbonas, como si se tratara de la hora de la siesta de un mes de agosto. Callejeé con la cámara en la mano; un pueblo más, unas pocas casas con la pátina del tiempo en sus fachadas, una iglesia de piedra con su torre de adobe y su enrejado de forja en la puerta. Todas las iglesias del recorrido están cerradas a cal y canto.
Tras fotografiar nuevas parras y nuevas fachadas tuve que rebobinar para encontrar el hilo del relato de la librera. Seguí leyendo cuando dejé el pueblo a mis espaldas. El camino se perdía a ratos arrasado por la rejilla de un arado; lo volvía a encontrar unos cientos de metros más allá después de husmear con mi brújula en la mano por los alrededores. Tierras herrumbrosa y oscuras salpicadas con manchas entreveradas en sus ondulaciones de café con leche claro. Después campos de tomillo y romero, de abejas zumbonas y de hileras de álamos en los bajíos. Tras haber descansado bajo un pino que aliviaba del sol del mediodía se nubló y caminé entonces por una soledad de lujo. Más tarde fue grato pasear con las cosas nimias del diario de Trapiello. Me gusta la idea de su escritura, pero si la energía que le sobra en la prolijidad de muchas entradas la hubiera empleado en dar un poco de profundidad a sus historias quizás su lectura hubiera sido mucho más interesante. Subiendo un vallecillo cubierto de brezos y espinos me tuve que tragar entero un viaje convencional a Roma que no era otra cosa que la expresión de lugares comunes. Antes había estado en París, y allí la sustancia consistió en ir a una exposición sobre Bretón con la pretensión tomada previamente de poner de vuelta y media al susodicho, ya que ni Bretón ni su entorno le gustaban un pelo; lo que yo quizás también habría hecho ya que ese personaje de manos pulidas y aristocráticas no es santo de mi devoción, aunque en mi mochila venga precisamente un libro de él. A Trapiello le gusta no dejar títere con cabeza, sólo milagrosamente se salvan sus amigos y J.R.J., que imagino será el poeta; ahora G.d.B., a ese no le pasa una, desde pederasta para arriba, todo lo que se le ocurre; se entretiene maquiavélicamente en llenarle de estiércol, insultos simples y sin sortilegios, acaso animado por el incentivo de una mayor venta de su libro. A veces huele un tanto a podrido: los ecologistas, algunos conflictos políticos y bélicos de importancia... despacha bulas a diestro y siniestro, se parece a Dios Padre separando a buenos y malos en el Juicio Final; su resentimiento le sale por las junturas de las palabras con no poca frecuencia. Sin embargo ese aire de lo cotidiano que corre por el libro me gusta.
La obsesión de escribir un diario con la intención de entregarlo a la imprente año tras año debe de ser un peso terrible para un escritor, a no ser que sea éste un medio de vida, que así lo parece, lo que al final viene a verse con excesiva frecuencia, sobre todo en aquellas páginas que no salen del impulso de lo vivencial sino de la necesidad de llenar páginas que cierren con un volumen adecuado el diario del año correspondiente.
Aquí los pueblos siguen llamándose de Tajo, pero el río queda algo alejado; ya es campo abierto y venteado; incluso con cobertura telefónica, con lo que después de cuatro o cinco días vuelvo a tener comunicación con el mundo.
Esta mañana, cuando Teresa de Jesús empezaba a glosar las palabras del Padre Nuestro, tropieza en seguida con la necesidad de situar geográficamente a Dios (Padre nuestro que estás en los cielos...) y, ni corta ni perezosa va y se sale por la tangente de la mano de San Agustín diciendo que Dios está dentro de nosotros. El problema de la localización espacial lo resolvió tan en un periquete y lo ilustró tan profusamente que al final quedé encandilado con la idea e imaginé que la propuesta podía ser muy fructífera precisamente porque uno está muy acostumbrado a leer textos de procedencia muy heterogénea donde ese dentro de uno, pozo misterioso, cielo e infierno de la mismidad, ser interior, fin y objeto de nuestro hacer porque de ser nosotros mismos se trata; ese dentro de uno, decía, parece ser el centro del universo hacia donde caminamos todos. Y siendo así que Dios está dentro de nosotros y nosotros dentro de él, se colige malamente tanta caterva de intermediarios que como en los transacciones comerciales lo único que hacen es engordar a costa del prójimo. Un asunto totalmente personal; así se debería entender, se llame éste Dios, ser interior o de cualquier otra manera.
De ahí y de hacer de una elevada contemplación cosas esenciales para la vida podríamos pasar a ser ateos sin necesidad de vivir la sospechosa contradicción de la santa, que por muy santa y altruista que parezca no deja en definitiva de aflorar en sus razonamientos un egoísmo paranoico dado que todos sus actos están dirigidos a conseguir un bien personal eterno. Y así, junto a ese tenebroso sadismo, esa inconcebible maldad de un Dios que se va a cobrar venganza por toda la eternidad, por toda la eternidad, ahí es na, ella, la santa contempla impasible desfilar ante sí la cámara de los horrores con toda naturalidad sin que en ningún momento a su caridad se le ocurra preguntarse que en aquellas circunstancias ella y su Dios, en el consentimiento de ese horror, en su pasividad, en su falta de caridad para todos los condenados, se convierten en los seres más malévolos del universo. ¿Cómo una santa de tales amores divinos podría vivir en las delicias del paraíso eternamente mientras sus hermanos, sus hermanas, como ella dice, permanecerán cociéndose a fuego lento, sufriendo las mayores torturas que un sádico demente puede inventar para ahondar en su deseo de venganza?
Se va la luz. Esta tarde me produce un poco de asquito esa “solidaridad” de mi santa de estos días con su Dios, ese carnicero vengador que inventaron los mismos energúmenos que avivaron las hogueras de la Inquisición y se instalaron en el esplendor del Vaticano. Me da lástima encontrar que esta mujer con la que he conversado estos días, y de la que tantas cosas interesantes se puede aprender, termine, al modo en que se hace hoy en tantas instancias, descubriendo que de lo que al final se trata es de buscarse el bienestar propio, en su caso junto a su Señor, el poderoso, el dador de contento y felicidad... Y a los demás que les parta un rayo; qué le vamos a hacer, es ley de vida, parece decir tácitamente ella. Sin embargo esas “malas personas” a las que Dios destina una eternidad de sufrimientos no deben ser probablemente otra cosa que pobres infelices que no supieron, no pudieron encontrar ese camino de la perfección que enuncia el libro de Teresa de Ávila.
Evidentemente en estas cosas cree ya bastante menos gente que en el siglo XVI, pero aún así es notoria esta hipocresía católica que diseñaron los seguidores de san Pablo en donde la bienpensante feligresía contempla un futuro de felicidad tras la muerte perfectamente compatible con ese otro invento del Infierno.
Las matas de espliego y tomillo, agitadas por la brisa, añaden un bienestar más a esta tarde que amenazaba lluvia pero que se quedó tan sólo en delicados matices de colores y en campo perfumado. Sobre el campo se ha echado la noche y sólo el perfil de los picos y las formas alargadas y grises de las nubes colgando en el tibio azul ocupan el horizonte. Hay una gran sensación de soledad en el ambiente. EL caminante, recostado en el tronco de un pino, piensa EN en lo mucho que le gusta esta vida.
Es hora de meterse en el saco de dormir.





























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