En la cordillera de Pedro Duermes

GR-10. El Tiemblo, 7 de junio de 2008



¿Qué hace que un libro como Viaje a la Alcarria, de Cela, sea tan notoriamente conocido? No lo entiendo. En absoluto. Tampoco se entiende que dos libritos buenos que escribió hayan sido suficiente para alentar tanta suficiencia en el autor gallego; ni para que la oficialidad haya tenido a bien avalar esos aires de señor de que se burlaba con razón Italo Calvino.


Lo que leía esta mañana no era más que eso, librito. Y no es que se trate sólo de un volumen reducido, aunque el comienzo me gustara bastante, sino que su contenido me pareció de poca monta. Hay libritos que son grandes libros, lo que le sucede a Pedro Páramo o El páramo en llamas, de Juan Rulfo; y es que entre otras cosas hay una enorme distancia entre el sencillo y gran Rulfo y el fatuo que fue Camilo José Cela. Y eso también cuenta. Hay autores que de solo conocer algo su pensamiento, sus ínfulas de esto o lo otro a uno se le quitan las ganas de leerlo; pequeños detalles, algunas declaraciones, en fin esas cosas que hacen que a uno le sea algo rancio tal o cual personaje. Me sucede con Vargas Llosas, con Muñoz Molina; con el fallecido Umbral en aquel tiempo en que no pudo digerir que nombran para la Real Academia a José Luis Sampedro en lugar de a él mismo. A alguna gente que escribe y sale en los papeles a poco que se descuide se les ve en seguida el plumero.
Todo esto después de haber leído entre ayer y hoy el librito de la Alcarria, por donde, además anduve no hace mucho siguiendo esta GR que atraviesa España de parte a parte. Los tiempos en que fue escrito este volumen, el año cuarenta y seis o cuarenta y siente, ofrecían un materia tópico y típico del que Cela hace uso excesivo. Un libro de esos que se escribe en un plis plas sin prestar excesiva atención a la escritura. Las mujeres, la naturaleza, lo que se encuentra por el camino es bonito y poco más; debe haber doscientos o trescientos bonitos en el libro. Las frases cortas, la mayoría de ellas precedidas por las palabras “el viajero”, son de una monotonía y reiteración sin perdón; el verbo ser aparece cada renglón y medio. La reiteración de la palabra viajero, por demás, induce al lector continuamente a buscar la rima fácil del “ero”, algo que obviamente distrae de la lectura y le da un tono liviano. Mi impresión general es que se trata de alguien que fue tomando notas de lo que iba viendo por el camino y después no usó de mucho tiempo para ir enlazando unas cosas con otras. Probablemente no pretendía otra cosa que dar testimonio de lo que vio y oyó durante unos días; pero desde luego, después de las páginas introductorias, que me gustaron bastante, divagaciones de viajero en ciernes, la larga caminata por el Madrid de los cuarenta una madrugada de un mes de julio, después de eso uno se queda un tanto perplejo del vuelo superficial que poco honor hace a ese escritor de talla que él se empecina en promocionar.
Después de desayunar en San Martín de Valdeiglesias no quise cargar con comida ni agua y mal me fue por ello. El camino que no es recto ni mucho menos, y que se entretiene aquí o allá según las circunstancias o los parajes interesantes que atraviesa, a pocos kilómetros de San Martín le dio por subirse a un monte y divagar largamente por el valle de Iruela hasta el punto que a la hora de comer estaba todavía a años luz de un restaurante; y menos mal que al monte, en esta parte llamado cordillera de Pedro Duermes, le dio por tener agua en abundancia. En realidad el monte era respetable por el desnivel que salvaba, y el Alto del Mirlo, el punto más prominente se alzaba sobre el llano inhiesto como el mascarón de proa de un gran navío que fuera la sierra de Gredos.



La cuesta se hizo dura de puro imprevista, ya que cuando la senda arrancó desde la carretera un cartel indicaba ocho ridículos kilómetros hasta el Tiemblo, ocho kilómetros que yo tardé cinco o seis horas en cubrir y todo porque a mi caminito le dio por demorarse entre los pinos y las alturas para después, tras un larguísimo rodeo, volver a caer desde la otra vertiente de la sierra sobre el pueblo de El Tiemblo.
Por allí es por donde se me acabó el Viaje a la Alcarria, y por donde pude hablar por fin con mi padre, que estaba encantado, después de dos semanas de estar rodeado de sondas y aparatos, de haber podido dar un corto paseo. Esta mañana, después de probar un andador ya quería comprarse uno. Me pareció estupendo, pero ya veremos; ciego como está y sin los órganos peculiares de los murciélagos no sé como le va a ir ; se puede convertir en el terror de la residencia atropellando a todo anciano que pille por delante.
Esta tarde tocó riachuelo cantarín. Nada más oírlo, después de un largo descanso tras la comida, me dije: de aquí no paso. Y no pasé, y es que tengo que andar con cuidado porque a poco que me descuide siempre tiendo a ir un poquito más allá hasta querer plantar la tienda en la misma línea del horizonte.



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