En el pantano del Burguillo

GR-10. Pantano del Burguillo, 8 de junio de 2008

Comienzo a leer según camino a la vera del pantano del Burguillo. Mañana fresca de silbo de pájaros entres jaras, en las ramas de los pinos, en la blanquecina copa de los álamos blancos que ya han perdido su tez albina y se han hecho rugosos y adustos, llenos sus troncos de canaladuras verticales que afean su corteza. Mañana de tibia brisa que riza el agua del lago entre las ramas de los pinos. Comienzo mi lectura y ya siento el placer de la sensibilidad de Colette entrándome por el cuerpo como un sugerente regalo para mi yantar de caminante ávido de lectura. Claudina se va. El marido parte hacia Buenos Aires en busca de una herencia, una estancia llena de reses. Ella recuerda con el alma rota aquel tiempo de los trece años, tan lejos ya, en que su guapo chico empezó a llenar su vida. El relato corre suavecito, como quien contara una historia en una habitación oscura apenas iluminada por el fuego de la chimenea. Como debía hacerlo Isak Dinesen en Kenia para su amante al final de una larga jornada de correrías; siempre el arte de contar historias. Ignacio Aldecoa solía decir que si por algo le hubiera gustado que le recordaran en el futuro habría sido así: como el narrador de historias.
Mi lectora de hoy es vaporosa, llena de calor; no tiene prisa, lee al ritmo que le marca la partitura de la situación; su voz llena de sugerencia los rincones de las palabras, las hace vibrar o silbar, según los casos. A veces se oye como un murmullo entre las hojas de los árboles; es cálida, amable; se llama María Teresa Jiménez Navarro.
Sigo caminando. Las hojas de los álamos, levantadas contra el azul del cielo, mueven sus manecitas produciendo un maravilloso gorjeo musical sólo interrumpido por el piar de los gorriones. Mientras habla Claudina y Anita debo apagar mi mp3 porque el ruido aparatoso de un arroyo cercano no me deja oír. Valle de Iruela; me suena pero no sé de qué, quizás es el nombre de otro valle en el Pirineo. Es un lugar bello, lleno de calveros verdes rodeados de pinos; poco transitado, como si estuviera a cientos de kilómetros del tumulto que rodea al pantano de San Juan. Al Burguillo llega menos gente; esto tira ya para Gredos, el valle sube la corriente del río Alberche camino de las aguas frías del Tormes. Más adelante volveré a leer a Cela, Judios, moros y cristianos, otro libro de un viaje que hizo por tierras del Tormes... cuando llegue el momento. Ahora todavía estoy en el Alberche, el río de mi infancia, el lugar donde vivimos como los apaches junto al río en tiendas de campaña durante muchos veranos, allá por Aldea del Fresno, cuando todo era menos anodino y la gente no se veía obligada a “esparcirse” en lugares expresamente fabricados para ello, de cuando había menos normas y el día dieciocho de julio llegaban camiones llenos de gente a celebrar el Alzamiento Nacional. Entonces vivíamos junto al río en una especie de poblado de apaches. De allí no salía más que los domingos, y por dos razones; una para asistir a misa cuyo justificante de asistencia debía recabar del párroco para después entregar a mi regreso de las vacaciones en colegio de los Salesianos; y otra para vender porras y churros que nuestros vecinos hacían en un gran caldero y que vendían por las calles de Aldea del Fresno. De entonces data mi primera experiencia de equitación. Todavía conservo en casa una foto sobre las grupas de un caballo tordo que nos llevaba a mí, a los churros y algunas verduras que comprábamos en las huertas circundantes y vendíamos también en el pueblo.
Me siento junto al clap clap del agua. Abandono por un momento mi novela. El día se ha nublado y me obliga a ponerme el jersey. El lugar es apacible. Las colinas surgen del agua como un paisaje gallego que prometiera un poco más allá el ancho mar. Este clap clap del agua se parece mucho al océano que visité el pasado invierno en Lanzarote y Fuerteventura, cuando me paraba junto al agua, sin otro quehacer que llenarme de su apacible y contagiosa intemporalidad. Mañana volveré a Madrid a ver qué tal está mi padre y a arreglar algo la parcela. Quizás me vuelva en seguida a estas tierras, a dormir bajo las estrellas y a demorar largamente junto a los caminos llenos de amapolas y chupamieles, a dormir como un bendito sobre el duro lecho del suelo.
Atravesando el pantano, primaveral, amortiguados sus colores con la luz difusa del cielo encapotado, habla Anita, la protagonista de mi libro, buena esposa, obediente, adoradora de un marido algo hierático cuya mejor cualidad es su rigidez moral. Anita, de la mano de Claudina y su cuñada va descubriendo un mundo del que antes nada sabía, se va desunciendo poco a poco de la carga que una sumisión enfermiza ha arrojado sobre ella hasta no poder ver más que a través de los ojos de su marido. Durante el tiempo que éste está de viaje ella se encuentra con otro mundo que días antes le hubiera parecido impensable. Es una historia que me suena. Algo escribí el otro día en Pies de foto sobre el asunto.
A quien quiera darse una vuelta por el pantano del Burguillo que venga hasta La Rinconada y que camine después hacia Navaluenga por la orilla meridional: es un paseo delicioso.


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