
Andar con la fresca, tumbarse bajo una sombra durante las horas de calor y dar otro estironcito a la caída de la tarde cuando la agresividad del sol decae hasta hacerse suave y acariciadora; e incluso, si se tercia y el camino no es muy abrupto, aprovechar la luz de la luna para estirar todavía más la jornada y el camino.
Hacía calor y la noche anterior había dormido poco, así que no tardé en quedar transpuesto como un bendito a los pocos minutos. El lugar era unos aseos colectivos de un hotel de una lejana ciudad de Oriente. Cuando salía de los servicios, reparé en los pies desnudos que asomaban por debajo de la mampara opaca de una ducha. Se oía el chapoteo del agua al otro lado. Supuse que se trataba de mi vecina, una chica joven que en el trayecto del aeropuerto a la ciudad había hechos ostentación de una desenvoltura edulcorada y empalagosa, como de quien tiene necesidad irreprimible de hacer un buen papel frente a los viajeros con quienes recién coincidió en la cinta de recogida de equipajes del aeropuerto, una pareja de catalanes que andaban un poco perdidos en un país que pisaban por primera vez y que la escucharon durante todo el trayecto hasta la ciudad con admirativa complacencia. Yo, que recién aterrizaba también en un país extraño, había escuchado, escondido en el anonimato de mi silencio, a la chica, y miraba mientras tanto el tráfico tumultuoso de la calle; pese a aquella terrible facundia con que envolvía su gesto, no dejé de pensar que una mujer sola tan cabeza loca como aquella y además hablando el idioma de los madriles, aunque le envolviera aquella manera de hablar, quién sabe si podría venir a desentumecer esa melancolía repentina que se me había metido por dentro desde que habíamos despegado en Zurich; unos miles de kilómetros de casa a veces producían el efecto de volverme algo locuelo y desenvuelto. Por lo que fuera había sentido un repentino deseo de tener una mujer a mi lado; indagaba, pensaba en cualquier bobada que se le pudiera ocurrir a mi timidez para pegar la hebra más adelante y acaso encontrar compañía para las largas horas de calor bajo un ventilador. La cosa no llegó a más, hice saber a aquel trío que éramos vecinos de la misma tierra, charlamos algo y, llegados a la ciudad nos despedimos sin más. El caso es que después de encontrar hotel, cuando salía a la calle para tomar contacto con el lugar, me los encontré en el vestíbulo; la pareja tenía su reserva en un hotel próximo y ahora andaban buscando habitación para la chica. La única que quedaba era algo cara para su presupuesto, como quien no quiere la cosa le dije que si quería podíamos compartir la mía, así, como una cosa normalita, no más. Ella hizo un gesto indefinido y yo aparenté tener prisa. Nos despedimos. Cuando volví de la calle, la habitación libre ya estaba ocupada; no me cupo la menor duda de que la ocupante era la chica de desenvuelto aspecto de hacía rato.
Así que una vez dentro, colocado bajo el chorro de aire del ventilador, no pude dejar de montarme mi propia película; ya me veía sumergido, pese al sofocante calor que envolvía toda la ciudad, en el nuevo paisaje del cuerpo de aquella mujer.


¡Eh, Eh!, me despertó insistente una voz. Me incorporé desorientado, intentando todavía saber en dónde estaba. La voz venía desde el otro lado de la valla. Era un hombre joven con cara de propietario de propiedad privada y aspecto soliviantado de dueño de prado en que un extraño había venido a descabezar un sueño. Me le quedé mirando en silencio, él no dijo tampoco nada durante unos segundos, como esperando que yo hablara. Por fin dijo: esto es propiedad privada. Un pradito el mitad del monte, sí, señor, que le podía yo ensuciar la hierba con mis botas algo llenas de polvo, o tumbar las hojitas o robarle algo del frescor de la sombra del roble bajo el que me había refugiado. Al propietario de la propietario de la propiedad privada, una vez satisfecha su necesidad de hacer valer su derecho y comprender que mi siesta en nada iba a perjudicar a su propiedad, se le bajaron los humos de dueño y señor y me dejó continuar con el sueño interrumpido; ahora, eso sí –genio y figura hasta la sepultura-, siempre y cuando no le aplastara toda la hierba del prado… que es que después no se puede segar, ¿sabe?, añadió.


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