Tormenta en el Tormes


GR-10. Un prado solitario junto al Tormes, 23 de junio de 2008


Los ríos, como el mar, y a su modo, deben de guardar algo del misterio atávico entre sus aguas; de lo contrario sería inexplicable este atractivo que ejerce sobre mí cuando ambos nos encontramos en la soledad de los parajes poco frecuentados, esos momentos en que uno se pierde o en los que obedeciendo a una intuición inesperada se abandona el camino, los geerres o las indicaciones de la brújula y, entrando en el mundo en donde niunguna cartografía indica la existencia de un camino uno empieza a creer que eso de la intuición debe de ser el campo abonado de algún duendecillo que nos quiere bien y dirige ocasional nuestros pasos para encontrar todavía ese lugar encantado que estando en las cercanias de nuestro recorrido no serìamos capaces de descubrir por nuestra cuenta. Esta tarde sin ir más lejos, que después de comer en el único bar de Navalperal de Tormes, decidí abandonar el camino para investigar la orilla opuesta del río, precisa y únicamente porque por allí no señalaba camino y yo necesitaba un lugar tranquilo junto a la música del agua para pasar el resto del día y la noche. El río aquí es ancho y de corriente agitada como; grandes robles pueblan su orilla y los prados, abandonados desde un par de generaciones tienen el aspecto salvaje de los terrenos abandonados y no accesibles a los vehìculos. La torrentera del agua cumple su función de sonajero. Llevo tres días caminando y mi cuerpo ya nota los efectos de este nirvana de soledad que aquieta mi ánimo en la silenciosa comunicación con la naturaleza.

He contado alguna vez que hace tiempo tuve una novia de aficiones muy similares a las mías, solitaria y amante de las cosas del campo. Todavía la echo de menos en ocasiones; hoy, por ejemplo, en esta magnífica soledad, que amenaza lluvia y compone un paisaje de nubes grises y perezosas que inesperadamente contradiciendo las predicciones metereológicas han venido a invadir el cielo de la cuenca del Tormes con su tronar lejano de tuba constipada. ¿Qué pensará un ocasional lector sobre estas reiteraciones mías como de alguien que ha quedado anclado en el pasado, como si navegando por el río que nos lleva, hubiera quedado enganchado en algún saliente de la orilla, un tronco, una piedra, un vado arenoso. Junto a la orilla de un río paso la tarde y es de cajón que el río se convierta en metáfora de las resonancias internas. Qué pensará porque aún atado a la piedra de molino durante tanto tiempo ya, uno no acaba del todo de aprender a ver en la cosa. Ayer mismo, leyendo a Suzuki, me encontré con esta rotunda afirmación: “Despojaos de toda enmarañada relación y reducirla a pedazos, a fin de que no perdáis vuestro tesoro interior”. Sin embargo esto estaría en flagrante contradicción con eso otro que constituye el alma de la cultura oriental, la intuición; la creencia precede al razonamiento. Los razonamientos tienen poco valor junto a la inmensa sabiduría que alenta una fe, una convicción que se nos impuso, pese a tener todo los argumentos en su contra.

No creo que en definitiva sea cosa tan rara esa de vivir atado a creencias que no se sostienen como realidad tangible. Ahora precisamente que camino por un escenario que fue para mí entre la adolescencia y los treinta años campo de batalla de aventuras muchas veces extremadamente peligrosas. ¿Por qué escalaba montañas? ¿Por qué me jugaba la vida fin de semana tras fin de semana intentando subir por las paredes más peligrosas, qué me llevaba a escalar en condiciones de rigor invernal algún empinado canalón de hielo? ¿Por qué esa “inútil" conquista de imposibles cada domingo en vez de quedarme tan ricamente compartiendo un cabrito asado con unos amigos? No, había que subir la noche del mismo sábado hasta la misma laguna, aunque fuera con la nieve hasta el culo, o tan peligrosamente helado todo como para necesitar los crampones hasta la misma laguna; y además pasar un frio del carajo a la mañana siguiente… ¡Qué locos estábamos, Dios! Como ahora, más o menos, cuando el olfato me dice que tengo que ponerme a caminar o cuando echo de menos a esa chica imposible que decidió sepultarse en vida.

En fin, tronó, pero la cosa no fue a más e incluso ha aparecido un tímodo rayo de sol que acaso seque mi saco de dormir; porque la noche pasada fue de gran relente y, pese a que me cubrí, yo y mi macuto, con el doble techo de la tienda de campaña, todo amaneció mojado como si hubiera estado durmiendo bajo la lluvia. Hacía más que fresco esta mañana; los prados estaban empapados; sin embargo, después de meter todo en el macuto a mogollón y caminar por un buen rato con las manos en los bolsillos por un ancho camino entre los pinares del Tormes, la cosa se hizo agradable en extremo. Mirando hacia atrás se veía la gran hondonada del puerto del Pico, y a su izquierda el sol que apuntaba sobre un cielo plano sin rastro de nubes. El camino, al norte de Navarredonda, siguiendo el cordal del puerto del Pico, me traía otros recuerdos agradable; entre aquellos pinares había transcurrido uno de tantos campamentos de scouts que organizamos en el barrio en los años setenta. Recordaba especialmente las largas noches de revisión; así las llamábamos, ver cómo había ido el día, repasar niño a niño sus actividades, los objetivos propuestos. Y después la programación para el día siguiente. Todo frente a una gran fogata con una botella de Carlos III yendo y viniendo entre nosotros hasta a veces ver apuntar las luces del alba (nueva tronada, coño, si todavía me mojo… Tengo que salir disparado, gruesos goterones han empezado a caer ruidosamente y ahora tamborilean sobre el techo de la tienda acompañando su música con la tronada que baja desde las montañas más altas de Cinco Lagunas. Ahora tengo que dedicar un rato a la caza. Dejé la puerta de la tienda abierta y su interior ha sido ocupado por un millar de moscas. Me lleva diez minutos desalojar a las todas las intrusas de este hogar particular de kilo y medio que es mi casa de campaña). Eran jornadas demoledoras; durante el día no parábamos, organización de actividades, la comida, los juegos para el fuego de campamento, la atención individualizado con los niños más problemáticos. No sé cómo resistíamos aquellas jornadas de casi veinticuatro horas de entregar a la apasionante vocación de educar. Bebíamos de las fuentes de Paulo Freire, Herder Cámara; nuestra convicción apostólica desde las comunidades de base cristiana nos daba una fuerza que en otras condiciones nadie habría podido resistir. Cuando terminábamos aquellos campamentos, que incluía además una larguisima excursión de dos dias al Circo de Gredos con mas de un centenar de niños que oscilaban entre los cinco años y los catorce, necesitábamos una semana de descanso para volver a ser personas.

Atravesé emocionado los antiguos prados que nos sirvieron entonces para desarrollar los años más intensos de toda mi actividad pedagogica, que se prolongaría después por más de treinta y cinco años. También recordé algo más chusco, porque eras cristianos de base, pero también nos gustaban otras cosas que en nada estaban reñidas en nuestras conciencias con nuestra labor apostolica. Un fin de semana vinieron a visitarnos nuestros amigos X, Y y Z y coincidió que en un prado no muy lejano habían acampado unas chicas suecas, que en aquellos gloriosos tiempos del franquismo eran la quintaesencia del liberalismo sexual. El caso es que estos amigos, cuando nos dejaron con nuestras actividades no tardaron en hacer amistad con las chicas. Pepe, el cura, que participaba como uno más en el trabajo con los niños, tomó nota en seguida del asunto y nos convocó a todos los jefes en reunión de urgencia como si en aquella situación viera aparecer un gran cataclismo en la grey que apacentaba desde su posición de cura joven de entonces, que en aquellos años eran una institución con mucha credibilidad. La verdad es que se puso un poco borde, había subestimado nuestra capacidad crítica y se comportó como si él mismo estuviera estado poseído por el tabú alucinatorio del sexo. Nos plegamos a sus exigencias. Nuestros amigos aquella noche la pasaron con las suecas. Qué pena, yo eché de menos aquella experiencia, saber en qué consistía eso, probarlo habría estado en primera línea de nuestras muchas otras experiencias que en aquellos años explorábamos como sedientos de vida. Eran los tiempos de lucha sin cuartel contra el régimen franquista, los instantes en que había que quitar de las manos de la Iglesia el monopolio del Evangelio, tiempos en que experimentar la libertad allá hasta donde fuera necesario.

Por mi memoria pararon rostros y personas olvidadas, gente anónima que dedicó un puñado de años de su tiempo libre a los niños, amistades que se perdieron en los caminos del tiempo. U otros, como el amigo Ignacio, al que recuerdo entonces como niño estrenando ropa nueva de domingo entre aquellas mozuelas de las frías latitudes del norte. Qué envidia me daba.

Cuando los pinares desaparecen, el Tormes se hunde en escarpadas laderas pobladas de retamas en flor; el fuerte olor de las retamas también estaba en mi memoria, cuando los fines de semana, tras atravesar el puerto de Menga, después de pasar por Ávila, la carretera se sumergía en aquel paisaje amarillo de olor dulzón que acompañaba el zumbar el motor del seiscientos a cuyo alquiler le sacábamos el jugo viajando en el cinco persona y otros cinco enormes macutos llenos con todos los atavíos de la escalada, más los esquís si era invierno. El seiscientos arrastraba los bajos sobre el asfalto. Cosas dignas de ver, como decía Santa Teresa, allá cuando la leía siguiendo el cauce de otro río, el Tajo.

En fin, llegué a Navaperal, me tomé dos botellines de cerveza, contemplé admirativo cómo un puñado de adulto seguían boquiabiertos las instancias de un programa especialmente gilipollezco que la teletonta emitía por encima de mi cabeza, comí bueno, bonito y barato y como en todo el pueblo no era posible encontrar nada para cenar, ni siquiera un churrusco de pan, tuve que convencer a la moza del bar para que me vendiera un par de litros de leche que serán mi cena y desayuno para las horas venideras.

Tronó, llovió durante un largo rato y quedó al fin la tarde tranquila y en paz llena con la música del río. Por hoy mi caja de Pandora quedó dispuesta, lista para encontrar su sitio entre las otras huellas de este largo caminar.

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