Caminar en el agua


GR-10. Béjar, 23 de junio de 2008



¿Qué no habrá de miedo en la actitud agresiva de mujeres que por más de mujeres y en disposición de estar enamoradas ponen por medio un orgullo que siendo a primera hora disforme, instintivo, en un segundo momento se hace malahostia sin remedio, y que aun siendo malahostia debe aún plañir desde su interior por el anhelo que momentos antes despacharon con los desaires más grotescos? ¿Qué no habrá de amor propio mondo y lirondo en todo esto? Esta mañana siento cierta disposición misógina que viene de ese no dejar títere con cabeza de Quevedo en alguno de los sueños del Infierno , allá tanta mujeres penando pecados comunes en relación con los hombres. En general en mis últimas lecturas el alma del delito no queda muy bien parada; si bien haya que decir que es propio de la ignorancia hacer generalizaciones uno se queda con las ganas de convertir los piropos en una fusta que ayude a los seres celestiales de este mundo a comportarse, ¡ea!, como Dios manda.

Con estas andaba yo mientras atravesaba los lagos de la mañana después de El Barco de Ávila. Después de caminar cuatro horas en tales condiciones preveía que me iba a estropear los pies, tanto si seguía el camino, estrecho entre dos muros de piedra, continuamente ocupado por grandes charcos que me obligaban a meter la bota en el agua hasta por encima del empeine, como si me decidía por continuar hasta Béjar, ya a mitad de camino, por el asfalto. En un cruce pregunté a un paisano; mal asunto el camino, está todo igual, las tormentas de días atrás había dejado el campo hecho una ciénaga. Opté por el asfalto.

Mientras tanto Quevedo seguía a los suyo, soltando una agudeza tras otra, ya fuera sobre la mujer o sobre escribanos y alguaciles. Lo oía a intervalos, porque cada vez que pasaba un coche perdía un par de líneas de lectura, lo que me obligaba a pausar continuamente el mp3.

Digo yo, ya que esta mañana andaba tras los rasgos de la psicología femenina que aparecían en mis lecturas, si no habría concedido yo demasiada importancia a estas cosas dejándome embaucar por la muy fértil capacidad mujeril para producir ciertos desaguisados en el otro sexo. Anulados como quedamos cuando caemos en el amor, que dicen en las Islas Británicas, ahora me preguntaba que si acaso tras el esplendor, esos tantos años que contemplé el hálito femenino desde mi deslumbramiento, desde la timidez, desde la condición de ellas de seres angelicales, no me habrá dejado algo tarado para percibir la realidad del otro sexo en su justa medida.

Tarado porque eso de enamorarse está bien, pero no tanto para que uno se resista tan contundentemente a persistir enfangado en la cruda realidad, en la tomadura de pelo, pensando que tras eso no queda otra cosa que la estepa y el rincón en el Infierno que Quevedo destina a esta clase de individuos que fueron tocados por el céfiro autoflagelante de sus sentimientos exaltados.

Aposté por la carretera en medio de estas divagaciones; olor a gasolina quemada, al tufo de los tubo de escape; conductores apresurados; el piar de los pajaritos mezclado con las turbulencias de aire que dejaban los camiones.

Si hoy me hubiera gustado tener algún interlocutor éste habría sido mi amiga desconocida. No sé por qué. No sé por qué sus palabras me invitan con frecuencia a razonar sobre esto o aquello, lo cual es un ejercicio de gran salud; lo decía Sánchez Ferlosio cuando le criticaban su excesiva costumbre de irse por peteneras y alargaba el discurso ateniéndose únicamente a los derroteros por los que le llevaban sus propios razonamientos. Igualito que su primo hermano el sabio Montaigne. Sánchez Ferlosia decía que lo que a él le gustaba era tejer no hacer jerséis. Independientemente que a uno le guste tricotar o hacer bufandas, si no tiene con quien discutir o un modo de sacarle la punta a los argumentos, está perdido. Hay quien se fue a la guerra a ver si allí, entre el silbar de la metralla se le despertaba la inspiración y arrancaba a escribir sobre esto o lo otro; lo que fuera, escribir. Ahora tengo varios temas pendientes con ella. Quizás este ir a salto de mata por los caminos pueda servir de referencia.

Lo que esperaba, el asfalto y el agua que chorreaban mis botas me han destrozado los pies. Cuando llego a seis kilómetros de Béjar soy incapaz de dar un paso más. Me desvío de la carretera para volver otra vez a la ruta y a los robledales, pero antes caigo derrumbado bajo la sombra de un enorme álamo que crece frente a la ermita de Navacarros. Hacía tiempo que no tenía encima un cansancio tan fenomenal. No soy capaz de hacer otra cosa que despojarme de botas y calcetines, ponerlos al sol y tumbarme bajo el álamo. Durante tres horas sólo me despierto para huir del sol y desplazarme unos metros hacia la sombra de la ermita. Creo que estoy algo pachucho. Soy incapaz de comer nada. Después de las seis atravieso el pueblo y bajo por un caminillo que cruza un robledal umbrío; no tengo fuerzas para llegarme a Béjar y comer algo caliente.

Por último, cacé esta línea en Suzuki: “Tenemos dentro de nosotros todo lo que necesitamos”… y añado yo: para qué coño entonces tanto trasiego de un lugar para otro. Mi amiga desconocida no está de acuerdo con esta afirmación; ya me lo dijo en una ocasión. Tampoco yo, necesitamos al otro. No querría yo hacer ostentación de un orgullo tan subido, como le sucede a cierta persona que conozco y aprecio. No obstante, no perder la afirmación de vista, por aquello de que las verdades nunca son absolutas, sino que dentro de ellas hay sitio para un antagonismo creador; algo que puede no entenderse pero que es tan real como la vida misma.

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