Día de cumpleaños

Portugal. Lagoa, 9 de julio de 2008


En casa de mi hija se celebra hoy el cumpleaños de la mitad de la familia, un montón de gente que nacimos en junio o julio: Lucía, Mario, Victoria, Quique, Paula, mi padre, yo mismo. Yo estaré ausente a los brindis, así que desde aquí alzo mi copa por todos nosotros. Que cumplamos muchos años y que éstos sean bonitos.



Bajando en la incipiente claridad del alba desde el castillo al camino que lleva al río, siento subir el relente de la hondonada en donde el agua corre mansa y silenciosa. Los perros ladran a mi paso, el horizonte se va llenando a pocos de luz, pían los pájaros. Ahora sí, ahora que he atravesado el pueblo silencioso como un muerto, los pájaros despiertan definitivamente entre las zarzamoras. También hoy hace frío, aunque no tanto como dos días atrás. Huele a otro tiempo, a algún lugar que mi memoria no sabe localizar; quizás un rincón de la infancia. Huele a algo remoto, un olor que sale del inconsciente buscando asidero en el tiempo sin encontrarlo; acaso localizado en esa otra vida que vivo a costa de una interpretación del tiempo en donde todo sucede simultáneamente en un presente, pasado, futuro único. Han sido apenas unos segundos; quise retenerlo, olerlo intensamente, pero desapareció, quedó tan sólo el canto de un pájaro que acaso estaba también en un rincón del pasado, quedó el penetrante perfume de las retamas sobre las que nadaba el recuerdo que no se consumó.
Las campanas de la iglesia dan la hora del país, las cinco de la mañana. Del betún de la noche van saliendo los colores que se dispersan por ahí pintando pacientemente la mañana, restituyendo al día lo que es suyo, los amarillos, el tostado de los helechos agostados, el regaliz del asfalto, la banda de añil y color natillas con canela del horizonte.
Me alejo del asfalto por un caminillo que sale a la derecha en dirección noroeste, y en lo alto de la loma me alcanza el sol diluido en la vegetación tostada de las lomas; débil, como de mañana de invierno, riega el paisaje con el caramelo cálido de su abrazo.
El río Sabore, el rumor de la corriente, los pájaros, una playa como una pausa en el recorrido angosto del agua por laderas escarpadas donde las terrazas de olivos abandonadas trepan por la pendiente. ¡Cuánto se trabajaba antes! ¡Cuánto! Trabajos que da friolera pensarlos. Y recuerdo las terrazas de los arrozales de la península de Luzón, al norte de Filipinas, donde el pueblo Ifugao, dos mil años atrás, sustrajo con esfuerzo infinito a las montañas, a la naturaleza salvaje, un paraíso donde después espejeó el agua y las plántulas de arroz hasta nuestros días. Parecido aquí los olivares (las oliveiras, dicen en esta tierra). ¿Para cuántas terrazas daría la vida de un hombre? ¿Cuántos olivos sería capaz de acondicionar a lo largo de su existencia? ¿Cuántos metros de camino podrían tallar los brazos y manos de un labriego?


Esta mañana, brújula en mano, atravesé algunos montes; llegué a Sampaio. Desde la noche anterior no me quedaba nada de comida. Hablo con un grupo de aldeanos que me encuentro en la calle, y que, desconfiados en un primer momento, se tornan amables e incluso cariñosos en el curso de una amigable conversación en que doy respuesta a su curiosidad. Me miran con preocupación cuando les digo hacia donde me dirijo.
-¿Y el río, cómo pasarás el río? –comenta una señora gruesa con cara de pan candeal.
-Si no lo conoce es imposible que pueda llegar allá -dice un hombre tocado por una gorra a cuadros.
En mis fotocopias aparece un río zigzagueante metido en la quebrada de dos laderas empinadas.
-No, no hay tienda en el pueblo. Tampoco bar –me contestan.
Intento que me vendan algo de sus propias provisiones; pan, un poco chorizo, algo. El que parece ser el jefe de familia llama a alguien dentro de la casa. Sale una mujer regordeta de pobladas cejas y ojos interrogadores; se seca las manos en el delantal, me da los buenos días y escucha al marido. Se hace cargo de la situación y vuelve a meterse en la casa saliendo al cabo de unos minutos con un cuarto de libreta de pan y un pedazo de queso. Me lo pone en la mano sonriente. Trato de pagarle pero se niega decididamente. Me mira como si fuera su hijo. Alguien me coge del brazo y me lleva cien metros carretera arriba y desde allí me muestra algunos puntos por donde pasa el camino que lleva a Lagoa; otro me acompaña más abajo, me muestra una lejana loma amarilla en donde debe de haber una capilla. ´
-Desde allí al pueblo son sólo diez minutos –dice.
Junto a nosotros se ha juntado una numerosa concurrencia. Nos despedimos. Gracias. A la salida del pueblo vuelvo a preguntar; es un procedimiento, al final uno llega a hacerse una idea más aproximada de por dónde debe caminar. Ahora son un hombre con aspecto de jubilado y dos señoras que me miran con curiosidad y benevolencia. Me encanta esta gente. Los tres se quitan la palabra. El hombre termina por hacerse cargo de mí y, tomándome del brazo, dice que me acompaña un rato. Sebastiao trabajó treinta años en Francia como electricista y después se volvió al pueblo; un pueblo pobre que no tiene nada, pero que es su pueblo, el lugar de donde ya no se moverá. Sus dos hijos trabajan ahora también en Francia. El camino pasa junto al cementerio y trepa después hasta lo alto de la quebrada. En lo alto vuelve a explicarme el camino que debo seguir. Se agacha, dibuja con el dedo en el suelo dos pequeños olivares que tendré que ver desde la otra ladera. Cuando los vea tendré que bajar hasta el río, vadearlo y subir derecho hasta encontrar el camino que sube hasta lo alto de la loma en donde hay una ermita. Desde allí ya no hay pérdida.
Ahora, tras una caminata por un paisaje accidentado de olivos colgados sobre la montaña, he vadeado el río con agua hasta arriba de la pierna y encontrado en la otra orilla una acogedora playa donde puedo desnudarme, lavar la ropa, hacer un largo y prolongado baño y dar cuenta de las provisiones que me han regalado en Sampaio. Hoy como de la caridad ajena.
Yazgo al sol como Dios me trajo al mundo devorando el pan y el queso de la fraternidad. Como se ve hay todavía lugares en el mundo en el que suceden estas cosas. Y no se crea que esto no lo había previsto yo, que ya me lo había olido cuando vi el tipo de pueblos que me iba tocar atravesar… porque tampoco iba a dejar que me muriera de hambre… Desde que abandoné la frontera, dos días ya, todavía no he encontrado un lugar en donde pueda comer o comprar algo.
Nada que objetar a los caminos marcados, a las rutas homologadas, pero cuando uno empieza a pasearse por un lugar del planeta con la única ayuda de unas fotocopias, siente que la aventura, las novedades, la gente, pueden depararle el grato placer de lo inesperado, amén de un hermoso paisaje probablemente nunca atravesado por un caminante foráneo.
Mi cuerpo agradece el sol de la mañana; mi cuerpo echa de menos en este instante otro cuerpo junto al suyo; una pausa dedicada a los encuentros. Pero la soledad es formidable, no se me concederá el don de un encuentro, un trozo de naturaleza a la medida de mis necesidades. La arena está cálida; deliciosamente acogedora. Acaso cierto rumor de sirenas la habite. Quizás del río surja alguna ondina; quizás. Nada de anillos, ni de Sigfridos, ni de penar errante tras el oro del Rhin. Ondina o sirena, lo mismo da, el vuelo de la imaginación sobre una ladera femenina. Mejor hacer una pausa. Ahora vuelvo.

Sensaciones para no parar; hace un rato entre la arena incubando como las tortugas un rato de placer, ahora la inmensa cuesta bajo el sol inclemente del mediodía, las pulsaciones a tope hasta caer derrumbado en la cima a punto de reventar bajo la sombra de un enebro. Y para un tractor y charlamos.
-Español, ¿no?
-¿Cómo va a trabajar con este calor? –le digo.
Y se encoge de hombros. Es un hombre menudo, enjuto, con una barba entrecana de una semana.
-¡Qué mismo da!, en verano siempre hace calor y en casa no tengo nada que hacer; así que a arar las olivas.
Me asegura que en Lagoa sí encontraré comida.
Las sensaciones. Ahora la delicia de estar tumbado oyendo el zumbido de las moscas; dulce cansancio, placentero, suave como una cantinela venida de lejos. Ya no hay solanera, ahora es la brisa acariciando mi rostro, refrigerando mi cansancio, agitando las retamas y moviendo las secas hojas de los cantuesos que perfuman el aire. Sensaciones. El budismo se equivoca en algunas cosas, y una de ellas es ésta, su decidido propósito de ahogar las sensaciones. Pero ¿qué seríamos sin sensaciones, sensaciones blancas, negras, azules, vaporosas como un helado de vainilla en un rato de calor, como una mirada cargada de ternura cayendo sobre nosotros? Placer y displacer, eso es la vida; ¿por qué huir, encerrarse en un monasterio, en el no deseo? ¿No sería mejor predicar aquello de que cada uno aguante su vela, sólo o acompañado según se tercie y se dedique a hacer de buen hortelano en esa su huerta de las sensaciones?
Somos un manojo de sensaciones. Nuestro cuerpo y nuestra alma las buscan, van tras ella a cada momento. ¿Qué hago yo aquí sino intentar recolectar sensaciones a lo largo de las veinticuatro horas del día; dormir como hoy al pie del castillo sobre la atalaya del llano en medio de una emoción, para despertar al alba en el comienzo de la siguiente, la torre alzándose contra la aldaba del alba; desnudar mi cuerpo junto al río, bañarlo, hacerle trabajar duramente bajo el sol inclemente, echarlo bajo la sombra, hacerle cambiar de ritmo, someterle al calor y al frío, a la fatiga y al descanso? ¿Qué hago yo aquí sino mimar mis sensaciones, echarlas al vuelo, soliviantarlas, empujarlas para que me rueden en cascada por los rincones del alma?


5 comentarios:

Unknown dijo...

Muchas felicidades y también brindaremos por tí y por las buenas gentes que te encuentras por esos caminos de Dios.
Besos.
Ana Raul Sergio Victor Andrea

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias Ana, Raul, Sergio, Víctor y Andrea. Brindo también por vosotros, con un riquísimo licor Beirao que fabrican en esta tierra para los caminantes.
Desde Macedo de Cavalleiros un beso

Colectivo Punto y Coma dijo...

Pues si te decimos el menú y lo bien que lo pasamos te olvidas del licor Beirao...

Un beso.

Sigue disfrutando.


(Me encantó la historia de la patata, tienes que ver Las Espigadoras de Agnes Varda)

La Gorda
(ya sin bicicleta...en tiempo de reflexión)

Colectivo Punto y Coma dijo...

¿Por qué no admites comentarios anónimos?
...Es que así tengo que usar la cuenta de un blog que está extinguiéndose y con el que no me siento muy a gusto ahora...además de ser colectivo.

Besísimos

(La gruñona)

Alberto de la Madrid dijo...

¿Por qué no me mandas esa imagen de Las espigadoras?
En el local, junto al licor, que todavía dura, ahora en forma de otro café con hielo, soma música porguesa. Dejo pasar el calor entre sorbo y sorbo, mientras termino con Los olores del camino.
Un beso, Gorda