Los olores del camino



Portugal. Macedo de Cavaleiros, 10 de julio de 2008





Los olores del camino. Heno recién cortado. Me viene el olor de lejos, lo trae el viento del oeste. Siguiendo las indicaciones del pastor encontré el camino y después fue ese inconfundible olor que me venia de tan lejos como de Cevo, en la Lombardía. Ya desde mi llegada allí, en un mes de septiembre en que se hacía el último corte del año, todo el ambiente estaba impregnado por el olor del heno. La hierba se volteaba a mano con un bieldo; era un olor profundo que conseguía hacer llorar los ojos. Yo había atravesado Europa en autostop dando un largo rodeo, pasando por París, Ulm, Munich, Innsbruck; y desde Trento, volviendo al oeste por la Valcamonica, llegué a destino al nido que es Cevo colgado sobre la ladera de la Val di Saviore. Todo el norte de Italia olía a heno. Después llegarían las lluvias, graves, intensas, interminables, cuando el heno ya estaba recogido en las baitas y almiares. El heno me huele a Italia, pero también me huele a Gedrez, un pueblecito asturiano cerca de Cangas de Nancea donde ejercí de maestro en una escuela unitaria durante dos años. En la cuenca minera el tiempo que dejaba el carbón se empleaba también en estas tareas, los prados subían hasta la cima de la montañas en cuyas entrañas se sacaba el carbón. Para mí todo aquello pertenecía al paisaje bucólico en el que ejercitaba mis piernas o recreaba mi vista.






Debería ser posible apresar los olores como apresamos un paisaje con la cámara, como retenemos la voz de la tormenta o el canto de los pájaros con una grabadora. Mi memoria para los olores no es del todo mala, pero no sabe discriminar; los olores tocan mis sentidos, y estos los conservan, pero se guardan en ella de manera anárquica, sentimental, bucólica; no sabría describir sus matices, diferenciar los sutiles perfumes que atravieso todos los días. Llevaba días persiguiendo un olor frecuente, buscándole el nombre, una planta que aparece a la vera del camino y cuyo olor, cuando se quiebra el tallo es agradablemente amargo, y esta mañana por fin recordé su nombre, se trataba del hinojo; una planta que cultivamos hace años en casa y cuya finalidad más notable era dar sabor a las conservas de berenjenas que hacíamos entonces; berenjenas de Almagro, una receta que nos pasó algún conocido. Ahora estoy tranquilo, ya sé ponerle nombre a un olor más.


No me educaron para discriminar las sutilezas de los olores. Mi olfato es tosco, primitivo; sin embargo es fácil que muchos de los lugares que me son queridos vayan asociados a algún olor en especial. Así, la Pedriza es el olor de las jaras en flor; el Guadarrama los pinares; Gredos las retamas con sus flores reventonas y amarillas y su olor algo amargo, que todas las primaveras inundaban los alrededores del Puerto de Menga y las riberas del Tormes cuando nos acercábamos a Hoyos del Espino. El camino que hago desde hace meses es sobre todo el olor del cantueso, de las jaras, del tomillo; y en las sierras del Teruel el del romero.


Aparte de estos hay multitud de plantas que identifico mal y que también salpican el camino con su perfume y que según atravieso asocio con aquel u otro lugar visitado tiempo atrás. Y metidos en las honduras de los hayedos, la descomposición de las hojas, el humedal de los arroyos que discurren bajo la alfombra foliar, la tierra ozada por los jabalíes, la tierra húmeda de los ríos donde de niño buscaba lombrices para usarlas como cebo en las mañanas de pesca.


También hay olores que viajan desde muy lejos en el tiempo; es el caso de la pelliza de cuero de mi abuelo Arsenio, que tenía un olor muy especial mezclado con el tabaco de pipa que usaba él desde que se levaba hasta la noche. De aquella época era el olor a humedad de la primera casa de mi infancia, el yeso con su mancha ondulante reptando por la pared de la pobreza.







Atravesando de mañana más allá de Paradinha de Moráis se pasa bajo el monasterio de Balsamao. La vida monástica en un lugar prominente, hermoso. En lo alto asoman los cipreses de la hospitalidad. Pienso en esta gente; se me ocurre que su vida, vida rústica y sencilla dedicada a la meditación, no se diferencia mucho de la mía; quizás mi vida de ahora cuadraría más dentro de los criterios de un monasterio que en el hacer cotidiano de una ciudad. A veces, cuando me despierto por la noche y miro las estrellas en la soledad de mi vivac, parezco más un orante que medita su comunión con el universo, que un simple ciudadano aficionado a ir de un lado para otro. Y de hecho creo que es así, porque mi caminar lo siento más como una ascesis que como un deporte. El hombre ha sabido desde siempre buscar las alturas para dedicarse a la oración. Basta recordar a los monjes de Meteora, en Grecia, lugar que visité hace un año; no se quedaron cortos ellos buscando un espacio para el retiro, picorotas inaccesibles en medio de un paisaje terriblemente hermoso donde el vértigo debía de acompañar continuamente su alianza con Dios. Esta simbiosis de la ascesis y la naturaleza más bella la practicaron los eremitas de todas las religiones.


Yo soy yo, yo soy Dios. Proposiciones que sirven tanto a Santa Teresa como a los budistas zen. Yo soy la naturaleza. Tú y yo somos la misma cosa. Se trata de la embriaguez de la unidad, la borrachera de San Juan de la Cruz en la noche oscura del alma. La cercanía de los monasterios aventa los olores del camino, habla de esa embriagadora unidad con la naturaleza, con eso que muchos llaman Dios. Junto al monasterio huele a hinojo y a heno recién cortado.


Todavía me falta un buen rato para Macedo de Cavaleiros. Hoy habrá una buena ración de asfalto en mi camino. Olores distintos, olores salidos de la civilización y el progreso. Hoy tengo la oportunidad de observar de cerca la enorme velocidad con que nos movemos; coches, camiones, motos, un poco más lentos algunos borriquillos tirando de su carro de heno. ¿A qué tanta velocidad? ¿A qué tanta prisa? ¿Para qué? ¿Por qué?


Ahora, sentado cómodamente en un bar, como una lejana mañana de principios de otoño en Rodas, la tarde huele a café. Portugal es también el encuentro con el buen café.





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