Entre los olivos



Portugal. Vale de Gouvinhas, 11 de julio de 2008

Atardece en un solitario lugar del norte de Portugal de lomas cubiertas de olivos y una alameda de susurrantes hojas. A lo lejos ladra un perro. El cielo es cárdeno tirando a un gris plomizos; sobresale de entre las ramas de unos chopos que muestran altivos su plumaje contra el poniente.

Miro el mapa, Bemposta, Variz, Sampaio, Lagoa, … un reguero de pueblos que voy dejando atrás como se deja una estela en la mar, a un lado y a otro de una línea recta que tracé entre el Duero y Chaves. Los últimos días mis interlocutores son pastores; ayer uno de ellos me ofreció un bonito prado para pernoctar. Estaba cubierto y decidí poner la tienda; el pastor se vino a mi lado a seguir con la conversación que habíamos dejado a media. El trabajo del campo está muy mal, los corderos de aquí no pueden competir con los bajos precios de aquellos que vienen congelados de España. La lana ni merece la pena intentar venderla. Pero al hombre, que trabajó una temporada en Bilbao le gusta lo que hace. A veces duerme en el prado que me ha ofrecido, con lo puesto, ni se molesta en ir al pueblo, se arrebuja bajo un roble que hay en la parte alta y allí duerme junto a sus perros. Mañana le contará a su mujer que ha estado conversando con un caminante que viene a pie desde Madrid. Es un hecho extraordinario que ella gustará oír. Suceden tan pocas cosas aquí entre los corderos… Cuando me da las buenas noches retirándose a un prado cercano donde duerme el ganado, me advierte que no hay peligro allí, que es un buen sitio, que las únicas que suelen visitar el prado son las raposas, y que no hay cuidado. Oigo cerrarse la portilla de madera a lo lejos. Es completamente de noche. Doy cuenta de mi cena y me acuesto. Seis horas de un tirón. Me parece que cuando vuelva a casa voy a tener que dormir en el suelo; tanto se me está acostumbrando el cuerpo a dormir directamente sobre la tierra o los prados que seguro que echaré de menos esto.


A la mañana me perdí apenas comenzar a caminar. La incierta luz del amanecer hacía difícil orientarse y en algún lugar debí de perder el camino correcto. Vagué durante media hora entre el maíz y los olivos, por unas lomas en donde no era posible encontrar una referencia. Media hora después entraba en Vale de Lagoa.

-Bon dia.

-Bon día.

El hombre lleva una mochila de fumigar a la espalda. Me mira sorprendido pero con cordialidad. Piensa que soy fotógrafo. Cuando le digo que no, me pregunta si es que estoy cumpliendo una promesa. Me indica el camino de Murias. A la salida del pueblo dos mujeres caminan delante de un carro tirado por una mula. Con las mujeres es más difícil hablar, son susceptibles; también esta parte de Portugal vive encerrada en sí misma como si las últimas décadas no hubieran pasado por ellas. Cuando ayer pasé por Macedo de Cavaleiros, era notable contrastar la diferencia que puede haber entre una pequeña ciudad totalmente ubicada en nuestros días y alguno de los pequeños pueblos que la rodean que parecen aldeas olvidadas de la mano de Dios y como viviendo un montón de décadas más atrás. Esas aldeas en donde todavía se lava en el río, se va por agua a la fuente y las mujeres mayores visten todo de negro y llevan cubierto el pelo con un pañuelo también negro. En Murias tuve que esperar turno en la fuente para llenar mis cantimploras. Cuando pregunté por el camino del río, el hombre que me atendía, que creyó que no era capaz de explicármelo bien, llamó a una señora gruesa que venía cargada con botellas para llenarlas en la fuente. Estando en su explicación “acertó a pasar por allí” un hombre que por su aspecto parecía pertenecer a un rango social más elevado, o de mayor conocimiento, y entonces éste fue llamado para que volviera a su vez a explicarme el camino que debía de tomar para ir al río, que por demás consistía en seguir la carretera, atravesar el pueblo y después en un alto tomar una desviación a la izquierda. Desde lo alto la vista era hermosa, un caudaloso río discurría culebreando entre las lomas y dejando un rastro de verdor a su paso.



Me tumbé junto a la orilla del río y pronto descubrí que tenía un enorme cansancio encima y que me era imposible hacer otra cosa que tumbarme y dormir, dormir, dormir. Y es que cuando no echo siesta, las seis horas de sueño de la noche son realmente muy poco para las caminatas que me pego. Pero venían las moscas, cabronas y mordedoras y no me dejaban en paz. Me levanté a tientas, busqué unos pantalones, un jersey, el gorro e intenté protegerme de la agresividad de sus mordidas. Pero luego se despejó y hacía un calor de no parar. Total que tuve que levantarme medio zombi y arrastrar medio dormido todas mis cosas bajo un sauce a un centenar de metros. Fue un continuo luchar contra las moscas. No sé lo que me pasaba pero no podía moverme, el sueño tiraba de mí con tal fuerza que apenas tenía fuerzas para protegerme de las moscas. Cuando pude reponerme eran casi las ocho de la tarde. Reuní fuerzas y me incorporé. Comí. Escribí un rato. La historia de un gorrión que perdió a su amigo ayer mismo cuando yo caminaba por el asfalto hacia la atalaya de Penas Roia.
Al final de la tarde hice fuerzas para emprender la subida que me llevaría a Vale de Gouvighas por un paisaje de lomas cubiertas de olivos, por un paisaje de caminillos de cuentos donde de vez en cuando, a la vera del camino, crecía un manzano del que yo daba debida cuenta.

Ahora me pregunto si esta noche lloverá o no lloverá, si pondré la tienda o no la pondré. Preferiría que despejara del todo para tener la luna frente a mí toda la noche. Esto de dormir bajo la luna es uno de mis deportes favoritos.
Todas las cosas son un verdadero milagro.

Buenas noches.


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