El aire hace al águila

Galicia Algún cerro en las cercanías del Miño, 17 de julio de 2008


A través del pequeño hueco que dejan las hojas del bosque allí en lo alto, no acierto a distinguir si está cubierto o no. Sí lo parece; al menos el ambiente es, o parece ser, de día de lluvia. Hoy no me puse el despertador, era muy tarde cuando me acosté. Déjalo estar, me dije. Había buscado a tientas entre la prieta vegetación de la carrasca un lugar para extender mi saco, porque salí ya de noche del bar de Bande en el que había cenado algo, y me eché allí sin más.
Hoy, que he dejado a mi cuerpo darse cuenta de su cansancio, noto que me dice que está un poco hasta allí mismo de hacer lo que a mí me da la gana con él, que sus músculos están doloridos, que… en fin, para mosquearse. Es peligroso darse estos regalos de no madrugar, enseguida mi cuerpo empieza a insinuar unas vacaciones, lo cual no sería injusto dado ese mes que le traigo y le llevo de la mañana a la noche por montes y bosques obligándole a darme satisfacción en mis caprichos.
Sí, el cansancio esta mañana me hace más consciente de mi cuerpo. Con estas cosas comienzo a caminar; algo doloridas las piernas, los miembros nada ágiles, la niebla suspensa en las laderas de los montes de enfrente.
Después intento llamar al orden a mis disposiciones; por fin me veo caminar metido ya en el ritmo, el plas plas de mis botas sobre el camino. Sigo la lectura de mi libro. El descapotable de Arsenio Cue frena frente a un semáforo y su amigo, sin venir a cuento, cita a Goethe, intentando una parodia. Yo me quedo sólo con la cita: El aire hace al águila. Me gusta, lo tendré en cuenta.


Siempre en todo caminar hay el momento de la duda, del porqué esto o lo otro y por consiguiente por qué no marcharse a casa y tomarse un respiro. Sucede también en los viajes, un momento en que uno está verdaderamente cansado y desearía hacer clac con el dedo medio y pulgar y aparecer en otro sitio, mecido en las cosas cotidianas de siempre, en el refugio materno que es el hogar en donde los esfuerzos son menores, en donde uno puede echarse una larga siesta y no levantarse hasta que el sol apenita está de nuevo sobre el horizonte aliviando al día de calor; donde a la noche si te apetece puedes repantigarte frente a una película o contar estrellas, así, a gusto de cada uno; donde… no, no sigo, que va a parecer esto una cosa de trabajos forzados a los que uno se ve forzado por mor de alguna circunstancia que induce al masoquismo; y no, no es eso. Simplemente sucede que hoy estoy cansado, muy cansado; creo que lo estuve nada más abrir los ojos esta mañana en esa hora desacostumbrada para el caminante en que el sol debía ya de andar de punta en blanco asomándose al horizonte para hacer su ronda diurna por estas tierras de Galicia. Y sucede, además, que el camino de hoy fue especialmente largo, una larguísima ruta por las alturas, lomas desnudas de otra vegetación que no fueran retamas, retamas apretadas formando bosques impenetrables, o brezos igualmente impenenetrables y acaso unas pocas vacas con su tilín tilín, vacas de cuernos enormes y retorcidos como los de una diosa o dios egipcio que ahora no recuerdo, unas pocas vacas y otros pocos caballos que, siempre asustadizos huyen nada más verme aunque lo que estén haciendo sea dormitar en el polvo del camino; dormitar, no fornicar que fue lo que mis dedos a vuela pluma casi lograron escribir en este miniteclado escribidor de disparates con tanta frecuencia, que eso ni soñando con el calor que hacía. Un despertar siestero un tanto freudiano, porque el dedo se me va a la pantalla del ratón y entonces el cursos se va a donde quiere y yo que sólo miro un poco porque estoy en lo que estoy, es decir escribir, me encuentro con que ahora éste ha saltado a otra palabrota y me rompe el discurso; y la palabrota en cuestión es esa de im-pene-trable, como si lo que no pudiera penetrar fuera eso mismo, no más. Y para más inri, después de comerme el bocadillo del desayuno no me quedó una gota de agua; y aquello subía y bajaba, bajaba y subía, subía y bajaba y no había fuente que ni por casualidad se me apareciera en el camino; ni fuente, ni arroyo, ni regato, ni un mal abrevadero que todo ganadero que se precie debe tener para regalo de sus animales. Y así, después de pasado larguísimamente el mediodía y habiendo descansado un par de veces tumbado, derrengado tendría mejor que decir, sobre el bendito suelo, atravesando lo que pudiera ser un collado, se me apareció allá a lo lejos, lejísimos, como en un mar verde tendido a mis pies, la extensísima tierra baja del Miño a donde un largísimo camino se dirigía atravesando un desierto en cuesta abajo de más retamas y más brezos con apenas unos arbolitos aquí o allá como por casualidad.


Total, que me fui hacia ese mar verde y lejano por la línea criminalmente recta y monótona del camino, que cortaba el monte en dos pareciendo más un cortafuego que un sendero. Y ya no podía más, y aunque el camino me lo aliviaba Cabrera Infante, que con su amigo Arsenio Cue iban de un lado a otro de La Habana y sus alrededores en un descapotable hilvando en el recorrido disparates, bebiendo mojitos y cervezas y haciendo juegos malabares con las palabras, el calor y la sed estaban ahí martirizándome lo que podían. Con el sol ya colocado en el zenit, lo único que buscaba era la liviandad de una sombra que dejara medio metro sin sol a la vera del camino, lo que sucedió media hora más tarde. Dejé caer mi mochila y me tumbé procurando que los pies no me salieran de la sombra. Me quedé transpuesto, el lector de Tres tristes tigres seguía sin embargo imperturbable con su lectura; pero no tuve fuerzas para apagarlo hasta media hora más tarde cuando ya había perdido totalmente el hilo y me despertaba de una de esas inflexiones de la consciencia en que saliendo del interior meloso y abotargado de mi sueño podía comprobar que más allá de mi cansancio estaba el campo verde y el flequillo de las retamas que me servían de techo; y en una de esas, apagué definitivamente el mp3 y me quité el auricular. Y estaba a punto de dormirme una vez más cuando reparé en un ruidito conocido que en un primer momento creí que venía del sueño y no de la realidad, por lo que me incorporé y agucé el oído; no, no venía del sueño, el ruidito estaba por ahí, en algún lugar de entre las retamas. Me incorporé más todavía, volví a aguzar el oído como si fuera un expedicionario en el desierto que busca agua que sospecha de sus visiones porque sabe que pueden ser espejismos, y encontré que no cabía duda, que el ruidito era un chorrito de agua. Agua. El deseado líquido, la sustancia por la cual en algún momento de privación todos estaríamos dispuestos a ceder la península Barataria a aquel que nos lo pidiera a cambio, estaba ahí cantarina, diciéndome: ven, bébeme, soy tuya. Como se ve mi subconsciente está hoy en las yemas de mis manos. De verdad que no soy yo.
Sí, me había tumbado accidentalmente junto al agua deseada. La verdad es que esto no se da ni en las películas. Comí, bebí, me acurruqué en la sombra.

Desperté cuando ya una larga hilera de sombra se acostaba sobre el camino. Casi tenía fresco. Me desperté con las ganas de no moverme de allí hasta el día siguiente por mucho que el lugar fuera poco atractivo, allí tirado como un menesteroso a la sombra de unas retamas en un feo camino sin ningún interes. Decidí que mejor me incorporaba e intentaba hacer otra cosa; y la cosa que hice fue escribir. Probablemente cuando el sol se vaya a poner sobre ese mar verde que hay a mis pies, haya reunido ganas para levantarme y caminar un ratito hasta las cercanías de alguno de los pueblos que siembran el paisaje allá abajo.

Al final encontré una tronera frente al atardecer, un mirador sobre el mar verde de Galicia en el que se pintaba sobre el lienzo de la tarde un bonito crepúsculo.


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