Embalse de las Conchas

Galicia. Embalse de las Conchas (Orense), 16 de julio de 2008

Esta mañana un tanto monótona en que no hubo manera de evitar un buen puñado de kilómetros de asfalto, hago un recorrido por los tiempos posteriores a la adolescencia y me encuentro caminos por doquier: caminos de granito, verticales y atrevidos diseñados por mentes ágiles de imaginación y decidida voluntad; caminos de asfalto y motocicletas que llegaban hasta las puertas de Oriente en Estambul; caminos de los Alpes, Pirineos, Gredos, allí donde hubiera unas montañas que recorrer; caminos de bicicleta toda la familia con las alforjas puestas camino del mar o siguiendo el curso de los ríos que llevaban al norte; caminos también de agua en los cañones del río Vero o en el Tajo; caminos alrededor del mundo, de aire, de tierra, de agua, de lava. Me recreo en ellos. Hoy no leo. Reinicio una antigua ascensión al Mont Blanc por el espolón de la Brenva, un largo descenso en la oscuridad desde el refugio vivac para dirigirnos hacia un corredor que lleva al resalte de hielo del espolón, donde Piero, mi compañero de cordada de aquella ocasión, debe colocar los estribos sobre algunos tornillos de hielo. La vertiente italiana del Mont-Blanc es agreste, oscura, un reino de atrevida rutas en donde destaca la aguille de Peteuret, donde mi admirado navegante Julio Villar, el autor de ¡Eh, petrel!, vio finalizada su carrera de alpinista después de un accidente. Hoy recorro este hermoso espolón; los primeros rayos del sol iluminan de ambar la cumbre como si fuera la copa de un helado de cucurucho. Dos hombres, insignificantes puntos moviéndose afanosamente en la arista, ascienden hacia la cumbre. La mañana, apacible y tranquila, de asfalto pero de tráfico nulo por una carretera de un ancho no superior a cuatro metros, da para otros viajes y ascensiones. Viajo, camino, recuerdo.


Mi camino de hoy da para desempolvar los rincones de la memoria, para limpiarles las telarañas al pasado y encontrar pequeñas claves, reliquias de un tiempo que son la raíz de uno, las instancias bajo cuyas actividades hemos crecido y madurado.
Trasiego constante guiado acaso solo por el instinto del camino que hace que uno se ponga en marcha hacia alguna parte, lo que vale decir acaso tambien hacia ninguna parte, ya que el viaje es constantemente un merodeo en torno a uno mismo, un intento de ver, oler y gustar nuestra propia naturaleza (esa palabra…). Y es verdad, porque no se me parece otra cosa todo este trajín. ¿Cómo saber de nosotros, de nuestras capacidades, si no las experimentamos, si no nos ponemos en camino abiertos a lo que éste pueda traer? ¿Cómo saber qué es el amor, cuán profundo, cuán tan terriblemente forma parte de nosotros, si no lo experimentamos? ¿Cómo saber si en nosotros hay materia de artistas si no cogemos un pincel, una plumna, un papel pautado y nos disponemos a escuchar lo que pueda venir de dentro de nosotros?
Un merodeo que unos lo hacen caminando, ayudándose en el hecho de la contemplación, que el esfuerzo y la atención pueden ver nacer a la vuelta de cualquier recodo y otros mirando la realidad con la mirada intensa de quien confia ciegamente en algo que no se sabe lo que es, pero que terminará por aparecer siempre y cuando estemos preparados. Sí, como aquellas esposas del Evangelio.
El ensimismamiento de la mañana termina por ser un buen servidor de verdades y me desliza al oído algunas equivocaciones, me tienta con recrearme una vez más en una dichosa y triste historia, me da una vuelta por la infancia de mis hijos, me hace dudar un tanto de este largo vagar continuo y sin fin de que he hecho una parte de mi vida; y me hace dudar después de oír la lectura de Cabrera Infante rematando aquí y allá en la noche tropical de La Habana historias de un mundo que yo apenas conocí, que quise conocer, que intenté conocer y no terminaba yo de adaptarme a él o él adaptarse a mí; porque parecía que cada uno tiene su mundo y uno no puede vivirlo todo ni estar en todos los sitios. Pero aun así. Yo salí escapado de Cuba porque sentí que me estaban tomando el pelo, porque me sentí un monedero lleno de dólares donde el sistema metía mano descaradamente desde que me levantaba hasta que me iba a la cama. No soportaba ese doble precio, uno para los cubanos y otro para los turistasmonedero. Pero yo creo que me perdió mi amor propio. O acaso mi temperamento no estaba preparado para sumergirme en aquel desparpajo erótico y musical; sí, acaso estaba demasiado envarado para disfrutar de los aires del trópico. Me pregunto: ¿Por qué no probar otros mundos? Tú que siempre estas discurseando, haciendo metafisica casera sobre el viaje o el camino, ¿por qué no ensayar otros caminos, en la calle, en la noche, en ambientes que no fueron los tuyos? Sí, como quien hace un viaje al otro lado del planeta, es decir, tan lejos como al lado de casa. Tarea ardua se me parece, aunque no imposible; pero tomo nota, quizás haya un recorrido esperándome cuyas características todavía no conozco. Hace un par de años excursioné por las webs de los encuentros y no fue mala experiencia; lo probé y ahora estoy lejos de aquello otra vez, pero quizás por aquello de que en la variación está el gusto, que decía mi madre, quizás por ello debería probar.


Embalse de las Conchas. Merece la pena llegar algo derrumbado a este pequeño mar solitario que es al mediodía el embalse de las Conchas, pequeños remansos de agua lejanos donde todavía se reflejaban los últimos rastros del atardecer, cuando hace un par de días lo veía desde las cumbres de la sierra de Loureiro. Pero todavía, antes de bañarme, debo permanecer un buen rato tumbado sobre el aislante reponiéndome del esfuerzo de la ultima hora de camino bajo la solanera. Hora ya de no caminar, pero que no encontrando ese trozo de agua que yo anhelaba tuve que prolongar más de lo esperado. No me queda apenas comida y en el pequeño pueblo junto al embalse, A Quintas, no hay nada, ni fuente siquiera. Debo golpear en la puerta de una casa para conseguir un poco. La pobreza de esta parte de Galicia sigue siendo hiriente.
Después sí, después es agradable hacer un prolongado baño en medio de este paisaje rodeado de colinas y una escarpada crestería hacia levante. El agua está tibia, no hay un alma en los alrededores. Disfruto de una pequeña playa donde una paloma me hace compañía sin extrañar mi presencia. Me deja acercarme hasta cosa de un metro; está anillada, no parece herida. Hoy probablemente tenga que introducir modificaciones en mi itinerario para hacer provisiones de comida. En los dos días siguientes no aparece una sola aldea en el mapa; un tirón hasta el río Miño. Todavía me oigo cantar: “El Miño nace en Fuente Miña, provincia de Lugo, pasa por Lugo y Orense, y desemboca en La Guardia”. No sé bien para qué servía todo aquello a no ser que fuera para desarrollar la memoria, que no es poca cosa, pero ahí está la cantinela infantil acompañandome de por vida.

No hay comentarios: