Indagar la propia naturaleza

Arribes del Duero. Puerto Seguro, 2 de julio de 2008

La propia naturaleza. Lo que recibimos de patrimonio biológico, fuerzas, potencias dirigidas a la supervivencia y la reproducción, y más tarde, cuando llegamos a un mayor grado de complejidad, el conjunto de potencialidades que fueron desarrollándose y diversificándose más allá de su especididad elemental para convertir al hombre primitivo en algo complejo e inexplicable, necesitado, desde su adquirida conciencia y razón, de una explicación que hasta entonces no había existido. Con lo que la búsqueda de la razón de las cosas y de la existencia surgen al mismo tiempo que la razón misma. De ese intento de explicación, estando el hombre atónito ante tantas cosas que no entendía, surgen los dioses y las explicaciones más o menos fundadas de tantas cosas, y cuando no hay fundamento simplemente alguien en algún lugar lo inventa; así se proyecta el arquetipo de la madre en otras naturalezas, vírgenes, diosas, etc. La sociedad hace otro tanto para imponerse en la conciencia del sujeto desde el momento en que la lucha por el poder y el control del individuo se hace imperativo; establece sus normas de juego y orienta a la comunidad hacia aquí o hacia allí según las ideas y los intereses dominantes del momento.
Todo se hace tremendamente complejo, la multiplicidad de las relaciones aumenta y el individuo que antes se movía en torno a unos pocos referentes, pierde el control y queda inmerso en el fuego cruzado de orientación diferente que tiende a disgregar su personalidad en la sociedad o en tramas que le son ajenas y que no están orientadas al esclarecimiento de su condición y persona.
Me levanté un poco metafísico hoy. Dado que con tanto énfasis el zen intenta penetrar la naturaleza del yo, lo que me parece que con zen o sin él y con nombres diferentes, es algo que ronda las inquietudes más profundas del hombre, y acorde con esta vaga ambigüedad que rondaba en la mañana nublada del amanecer, donde especialmente hoy las cosas parecían moverse de manera menos palpable que en otras madrugadas; dado que todo era en las primeras luces del alba tan poco tangible, me sentí más dispuesto, mientras el día levantaba, a especular sobre lo que se me aparece como un interrogante sumamente relevante durante estos días: ¿Qué coño es eso de nuestra propia naturaleza? “Cien años, treinta y seis mil mañanas, esto, amigo, sigue adelante por siempre” El zen no pierde el tiempo en el intento de explicar estas cosas, hace de su primera finalidad la aproximación a esa comprensión de la naturaleza, pero lo hace de una manera elíptica, paradojal; algunos maestros zen responden a preguntas fundamentales de sus discípulos o con algún koan, un breve pensamiento de comprensión casi siempre imposible que tan sólo trata de mostrar por vía intuitiva un pensamiento, o bien la respuesta consiste en descargar sobre el discípulo un garrotazo que para muchos resulta a la larga más esclarecedor que si leyeran a todo Kant de un tirón.
Era tan bella toda la ribera del arroyo de Dos Casas, salvaje, apenas sólo restos de caminos que resultaba un lástima no estar plenamente en el camino, los cinco sentidos puestos en la mañana, cubierta, como dispuesta a aguar el paisaje en cualquier momento. Avanzo con la ayuda de la brújula; los caminos, allí donde los hubo, se llenaron con frecuencia de zarzas, retamas y brezos que forman barreras infranqueables y que me obligan a saltar las vallas a izquierda y derecha para sortear esta selva de espinos. El río, que surge aquí y allá entre la espesura de la vegetación, se remansa en algún recodo y se cubre de lentejuelas verdes, creando parajes umbríos de gran belleza. La luz, suave, tamizada por un cielo de ceniza clara, le presta una tonalidad de pastel calinoso a la mañana.
Hoy, aparte de perder las gafas, como estaba cantado, atravesando algún vallado de espinos, no termino de moverme más allá de Pessoa y el satori zen. Dice un personaje de aquel: “La certeza es el dominio de los locos, sólo ellos no tienen dudas. Y no es que no tengamos dudas, es que uno está sumido en la ignorancia (¡coño! , ayer eché la mano a la espalda para sacarme una de esas hormigas grandonas que muerden sin misericordia, y lo que saqué era una garrapata; y ahora me vuelvo a echar la mano a la pierna y por allí andaba otra. También sucedió un día que queriendo quitarme distraídamente del cuello una mosca, saqué de allí una cucaracha de esas de diez centímetros de longitud, de esas que habitan la nocturnidad de algunos hoteles asiáticos. Qué empeño el de algunos bichos en chuparle a uno la sangre. Hace años, en un parque nacional, junto a Puerto Montt, al sur de Chile, anduvimos todo un día por un terreno hermoso de una belleza espectacular. Durante la marcha notamos alguna molestia en las piernas y tobillos pero no le dimos demasiada importancia. Bueno, pues tan despreocupados éramos que sólo cuando estábamos desvistiéndonos a la vuelta en el hotel, caímos en que teníamos las piernas llenas de repugnantes y negras sanguijuelas. Uno está acostumbrado a sentarse en el primer sitio que pilla y cuando no le despiertan las hormigas por la noche porque puso el aislante en uno de los caminitos que acostumbran a hacer estos bichitos y entonces te pasas la noche quitándote hormigas del cuerpo, lo hace el agua porque puso la tienda en una bonita hondonada que durante la tormenta de la noche acumula agua como para salir remando en barca a la mañana siguiente. De todos modos los únicos animalejos que me imponen respeto realmente son las víboras, el miedo a pisar una distraídamente como estuvo a punto de suceder el otro día. En Pirineos recuerdo haber caminado durante días con los guetres puestos por miedo a encontrarme con estos bellos ejemplares). Uno está sumido en la ignorancia, decía antes de que la garrapata intentara hincarme el diente; todas las aspiraciones del budismo zen se centran precisamente en salir de la ignorancia y alcanzar la iluminación (satori); un paso que nunca se produce bajo los auspicios de la razón y que puede ser objeto de consecución durante una vida entera. Estado de plenitud, de autoconciencia, de visión omnisciente de la realidad que sólo parecen alcanzar unos pocos ahondando en la naturaleza de su propio ser.
Usar de las palabras para expresar lo que sólo a medias se nos aparece con perfiles desdibujados, complejos, de por sí, fuera del alcance de la razón, no deja de tener en sí cierto grado de cosa grotesca, así que de entrada ya las expectativas que le acometen al ignorante cuando quiere aclarar qué sea eso que llaman nuestra naturaleza son realmente limitadas. Vamos, que sobraría toda esta cháchara; pero… esto es lo que hay en el camino de esta mañana, y como esto viene a ser, más o menos, una crónica del camino ahí queda como idea y como elemento de reflexión para mi día de hoy.

Llego a Puerto Seguro antes del mediodía. El pueblo no existe, el pueblo pertenece a la pajarera imperturbable piando desde las tejas, los aleros, las ramas de tres árboles que acompañan los muros solitarios y cubiertos por la herrumbre de los líquenes de la iglesia. Estoy en los Arribes del Duero, una región de la que mi memoria guarda dos o tres recuerdos significativos de cuando la familia en pleno viajabamos por España en bicicleta con las alforjas llenas siempre de ilusiones y deseos de patear el mundo. Los Arribes son en mi memoria un pueblo perdido en fiestas una tarde que llegamos molidos de pedalear por un terreno ondulante y adusto, una noche de baile y tomar cerveza, una alucinante aterrizada de mi hijo Mario, que fue siempre algo más despistado que su padre, que ya es decir, y al que un día que pedaleaba delante de mi, llegado a una curva, vi desaparecer por un desmonte, cayendo por un talud que le seguía. El tío iba tan a su bola que se olvidó de tomar la curva, con lo que la bicicleta, siguiendo una ley universal de la física continuó en línea recta. Si en la curva hubiera habido un salto de cien metros habría tenido que emprender el vuelo como en la película de Spilberg. Por cierto, y aunque sea de refilón y no sucediera en los Arribes, no tengo más remedio que acordarme ahora de Guille y el cabreo que me pillé cierto día que le llevamos al cine a ver precisamente ET; él, que debía de tener por entonces cinco o seis años, no paraba de decirme durante toda la proyección que quería irse a casa, ajeno por completo a lo que a todos los niños entusiasmaba; precisamente ET y precisamente cuando yo tenía el alma en vilo emocionadísimo como un niño cuando aquella banda que era perseguida por norecuerdoqué, en el límite de ser alcanzados, emprenden el vuelo en las bicicletas. Por lo que fuera, una de las escenas cinematográficas que recuerdo con más emoción. El cabrón del Guille, que después sería un buen cinéfilo, como su madre, estuvo a punto de arruinarme uno de esos ratos de emoción que todo el mundo guarda en su historia personal.
En fin, que di por último en Puerto Seguro con un bar y allí pude cargar el portátil y dar salida a lo que esta mañana me pasaba por el caletre. Seguiré en otro momento dando la vara con eso de averiguar qué sea eso de la propia naturaleza, que se me presenta esta mañana como cuestión tan relevante, tanto acaso como para animarme a dedicarle una parte importante de este peregrinaje en que me ha pillado el principio del verano.

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