La eternidad en una ola




Arribes del Duero. Saucelle, 04 de julio de 2008

El camino, tras la ermita de Puerto Seguro, se hunde en la profunda quebrada del río Águeda. Tengo un encuentro agradable, un panel que indica la nueva ruta que cruza los Arribes, el GR-14.1, la ruta del río Águeda. La señal blanquirroja me resulta cara a estas alturas, ver la marca sobre el leño del camino, me hace el efecto de encontrarme con un buen amigo; amigo que juega al escondido conmigo con cierta frecuencia, un amigo que vive en ocasiones más sobre los papeles que sobre la realidad, como tantas cosas. Llevaba días sin verle el pelo, o acaso apareciendo tímidamente en una señal apenas perceptible sobre el poste de un vallado; así que bienvenido; ahora, nuevecito, como recién estrenado, lo miro agradecido.
El cielo y los campos se han vestido de verano, de nubes gordas que flotan algodonosas sobre los sembrados, avena y trigo. El campo tomó el calor del llano de Castilla ondulado por la brisa. Un día tibio acompañado por el rumor de la avena que se mueve delicadamente sobre el fondo de los encinares, con un paisaje que se hunde en la depresión del río Águeda.
La superación del dualismo, Dios y yo somos la misma cosa, yo y la tierra, yo y los otros, y las mujeres, estas flores amarillas que espigan como un motivo de Van Gogh frente al paisaje. Medio ambiente ha sembrado hoy mi camino con hitos de leño barnizado que ostentan en su alto la señal rojiblanca.
Hace fresco.
Un par de lagartijas que se aparean al sol salen pitando cada una por su lado cuando me ven aparecer tras unas jaras.
El zorrillo se acercó nada cauteloso como a cuatro o cinco metros de donde estaba sentado. Miró con los ojos tímidos y curiosos qué es lo que había ahí sentado bajo el fresno, yo mismo, y de golpe volvió grupas y salió corriendo pies para qué os quiero, con su larga cola agitándose sobre los rastrojales.
¿Por qué ir de aquí para allí, de uno a diez, para luego tener que volver de diez a uno? No lo sé, pero es cierto que cuando volvemos somos otros. ¿Para qué tenemos hijos? ¿Qué nos mueve a partir o tener un hijo? ¿Es eso parte de nuestra propia naturaleza, una naturaleza que no se explica aunque quizás se puede indagar? Si nuestra naturaleza no se explica, se entiende mal, como sugieren los budistas zen, que sólo puede vislumbrarse, y ello con gran esfuerzo, ¿cómo poder seguir eso que llamamos nuestra naturaleza, eso tan íntimo que parece constituir la esencia de nuestro ser?
Hoy los ríos quiebran el terreno, lo compartimentan en tajos que la erosión ha ido matizando en lomas que desaparecen en la hondura de los cauces. El río, el Duero, millones de años la tierra modelándose a sí misma, ajena al tiempo, no esas treinta mil mañanas que decía el maestro zen, millones, infinitas mañanas en que la tierra y sus habitantes respiran el hondo fulgor de la vida sin finalidad, día a día creando y destruyendo. Tener hijos o hacer una larga caminata para luego volver, transcurrir amorosamente si puede ser, ir de un lado para otro, caminar.
La lucha contra el dualismo, que implica dejar a un lado las definiciones para hacer posible que la intuición haga su trabajo depositando en nosotros la clarividencia de lo que es, pide de nosotros una desnuda contemplación de las cosa; nada del juicio subjetivo a que nos empuja constantemente los mecanismos de un cerebro deseoso de porqués. Las esquilas de las vacas tañendo sin tiempo entre los carrizos, ajenas a los porqués que un cerebro más desarrollado se esfuerza por alumbrar confundiendo el dedo que señala a la luna con la luna misma.
Ahora sí que la vegetación se agostó, los verdes de la ribera del Tormes o de los valles de Las Batuecas se hicieron quebradizos tallos de avena loca, de cantueso amojamado y quebrado. Los abrojos y la cebadilla se pegan a mis calcetines y debo demorar cada día un buen rato en desprender todos los pinchos de ellos. Hoy son almendros, encinas, majuelos, algún que otro escaramujo; y más tarde, en las laderas más desierta, chumberas. También los gordolobos perdieron sus arracimadas flores amarillas. La elegante avena se asoma a los bordes del camino elegante y espigada, balanceando sus espiguillas sobre el fondo de laderas desérticas.
A veces sí tengo esa sensación de aproximarme a esa idea de la supresión del dualismo. Esta noche me desperté un par de veces. Dormía bajo la copa de una encina; el silencio era absoluto, me desperté y me sentí, salido de un sueño intenso, parte de esa encina oscura, parte del firmamento cuajado de estrellas, parte del calor del saco que me abrigaba; me sentí también relente y amanecer cercano. Yo estaba en el centro del mundo, la noche y el bienestar me embargaban, ovillado yo en mi propio cuerpo. Cuando sonó el despertador, había una muy débil claridad por levante; otra más de las treinta mil mañanas comenzaba y yo estaba al comienzo de ella dispuesto a pasearla y vivirla intensamente como si hoy fuera mi último día. Me sentía bien. Quizás parte de ese bienestar venía de la gente amable y comunicativa con la que había tropezado el día anterior: Asunción, la secretaria de la Mancomunidad de los pueblos del Abadengo; el chico que tenía su oficina en la Torre del Homenaje de Hinojosa de Duero, que me resolvió entre otras cosas el problema de las gafas; el dueño del restaurante de Las Tinajas con el que converse de los divino y humano durante un par de horas; su mujer, que cocinaba muy bien y preparó un tiramisú exquisito; Mabel, la encargada del Centro Codel donde fui a colgar mis dos últimos post; la tendera y su esposo, que abrieron fuera de hora su tienda para atenderme y darme montón de explicaciones y consejos sobre el camino a tomar; la gente, por último del todoterreno que pasó por el camino cercano y se interesaron por mí y por mis necesidades. Estas cosas también ayudan a sentirse uno bien.
Después de que saliera el sol anduve bien un par de horas, pero luego el asfalto fue inevitable, sólo me quedó el consuelo de mi lectura:

Ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre
sostener el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una ola.

En Saucelle, Carlos Alberto, el dueño del hotel restaurante, un portugués de la otra parte del Duero, me enseñó un buen puñado de fotos de los alrededores en su ordenador, charlamos, comí bien y abundantemente y mi anfitrión me ofreció el regalo de una ducha que me dejó nuevo. Todo perfecto.

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