Castilla a la vista

Camino de Santiago. Foncebadón, 8 de agosto de 2008


Subiendo y bajando por las montañas de El Bierzo, una mañana ya plenamente castellana en donde han desaparecido los verdes profundos y las nieblas matinales velando el espacio y cubriendo de misterios los caminos y las aldeas, ante este paisaje que muestra bellas y bien puestas aldeas con sus tejados de pizarra oscura, comienzo la lectura de un libro de Karl Kraus, La tercera noche de Walpurgis. Y es tanta la fuerza de las ideas y de la prosa de este autor que en seguida lamento el haber demorado durante años su lectura a la con tanta frecuencia remitía la obra de Canetti y de otros tantos escritores o músicos que tuvieron en él una referencia en la Viena de la primera parte del siglo pasado; y es llamativo cómo las palabras, “Todo es voz, de cerca o de lejos, omnipresente banalidad, pero qué eco, qué grandiosidad, la banalidad se hace apocalipsis, la fraseología explosión, la jerga de la prensa se convierte en bramido de cañón, la cháchara de un folletinista en tralla de trueno final”; cómo las palabras asumen un papel insospechadamente regio y lleno de resonancia desde el principio; tanto como para uno sienta la merma, la sensación de caminar acuclillado en vez de hacerlo erecto y con disposición viril. Y quizás esta disposición viniera reforzada porque la otra parte de la mañana la había dedicado blandamente a recorrer asuntos irrisorios, cosas de chiquinabo con las que uno camina durante horas sin caer en la evidencia de la pérdida de tiempo que supone rizar el rizo con asuntos inicuos.


Uno necesita que le espabilen con cierta frecuencia; las exigencias pueden llegar ser tan pocas como para que una vez dentro de esa tensión de mínima exigencia uno se sienta realmente tan poco capaz de una elasticidad mental o tan lejos de una disposición ante la vida combativa y de seria consideración que de no mediar circunstancias que lo remedien o el firme convencimiento de que uno puede llegar más allá de un voluble discurrir con el tiempo, uno terminaría caminando lastimosamente en vez de hacerlo con el brío que el hecho de vivir requiere. Vivir es militar, Seneca dixit.
Viene bien oír una voz potente y bien articulada que recuerda verdades universales, que no permite que uno dormite, que invita a revisar los propios supuestos, que apuntala nuestra debilidad, que aviva la memoria del combate y renueva el entusiasmo más allá del discurso. Sentirse uno erecto, atento, altamente sensible al encadenamiento de las proposiciones, a la sutileza de los planteamientos, al vigor de las metáforas, es a veces favor que le debemos a un texto y a la disposición con que enfrentaron su tarea de vivir algunos personajes centrales de la última parte de la historia de Europa. El círculo de Viena constituye por sí mismo un mundo que recorrerlo medianamente podría suponer emplear unas décadas de intensas lecturas. Hay algo en aquellas lecturas, Musil, Canetti, Freud, Kraus, Kafka, más la música que la acompañaba, Mahler, Schomberg, que es un acicate para cualquier tipo de ñoñería que nos pueda pasar por el majín en momentos de decaimiento.
Éste es el estímulo matinal de mi andar camino de Astorga. No importa que el contexto cultural del libro esté algo alejado de las circunstancias actuales. Karl Kraus arremete con la expresión que se acuñó entonces de prensa canallesca contra los males de aquella sociedad, arremete contra la sociedad adormilada sometida por la prensa, los políticos o los intereses particulares, contra la moral de rebaño; su lectura despabila al lector, lo vapulea, le hace tomar partido. Juan Goytisolo, en la lectura del libro de Gonzalo Navajas, tenía ayer un cierto parecido con Kraus, ambos incombustibles, ejerciendo de por vida una literatura encaminada a resistir la voracidad anuladora de un sistema cuyas prácticas habituales consisten en llevar de un lado para otro a las personas a las que hacen caminar por intereses que en el fondo les son ajenos.
El individuo vapuleado, traído, llevado, haciendo con él la masa que un día será la del III Reich, otro la de los seguidores de Castro en Cuba, más allá los bolcheviques, más acá el consumidor compulsivo, en casi todos los sitios la democracia constituida y zalamera buscavotos. El otro día mi amiga Raquel me recordaba un libro clave que estaba releyendo: El miedo a la libertad, de Eric Fromm. La concomitancia de los temas se reúnen esta mañana en mis lecturas y mis recuerdos.


Paré un rato para descansar, pero las moscas han empezado a morder y no me dejan parar. Vuelvo al camino y a mi lectura. Un par de horas después me detengo. Son las cuatro de la tarde, el sol cae a plomo sobre el camino desnudo; campos de brezos pueblan el monte. Al sur y al norte largas filas de molinos giran parsimoniosos bajo el calor de la tarde. El Bierzo se asoma en su último promontorio a lo ancho y llano de Castilla. El maravilloso infierno de la estepa estaba ahí a mis pies en el momento más duro del día. La frase no era mía. Unas horas antes me había parado a charlar con una pareja de italianos de Torino. Lo dijo ella brillándole los ojos: el maravilloso infierno del llano de Castilla; ella estaba enamorada del giallo castellano, ese inmenso llano de los rastrojales que se doran al atardecer convirtiendo los sembrados en uno de los paisajes más bellos del mundo.

El Camino de Santiago baja definitivamente de los montes a buscar las sombras aisladas de los chopos, la piedra rosada de las catedrales e iglesias, las viñas, los rastros de El Cid. ¿Cómo no comparar Castilla con el mar, el horizonte plano perdido entre las nubes de levante en la inmensidad igual, plana?


Hoy me duelen los pies. Pierdo la noción de las horas. Cuando miré el reloj pensé que todavía andábamos por el mediodía. El camino subía y bajaba constantemente por un paisaje sin muchas variaciones, yo escuchaba mi libro y podía adaptar mi respiración al ritmo de las cuestas… y pasaba el tiempo y mi libro, que no tiene número de página, que sólo es la voz continuada de un lector, parecía formar parte del paisaje. Kraus defiende a Nietsche de las imputaciones que algunos le hacían de simpatizar con las ideas del nazismo, execra a Gobble y pone al descubierto sus mañas ideológicas, arremete contra la prensa que se ciñó a fürer y sirvió fielmente los intereses fascistas.

Era como si el tiempo hubiera huido y mis pies fueran el reloj de arena que avisa desde su puesto de control de que estaba siendo hora de comenzar a pensar en parar. Más abajo, posadas sobre la loma, se veían unas casita de piedra y tejado de pizarra. Era cosa de concentrarse y convocar a la ley de la atracción para que allí hubiera algo de comida para un servidor.
La hubo, un refugio de los de mejor raigambre montana. Un lugar ideal para pasar el resto de la tarde hasta que el sol dejara de apretar y volviera a tomar el camino de Astorga.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En mi lista de libros pendientes está Los últimos dáis de la humanidad, de Karl Kraus. Espero mucho de él. De momento la relectura de Sin novedad en el frente y la primera lectura de Oblómov, de Goncharov y El cuaderno dorado de Lessing me llevan por caminos totalmente diferentes cada uno a una visión clara de lo que realmente importa, de lo que tenemos muchas veces oculto, escondido por debajo de nuestras conversaciones triviales aunque aparentemente interesantes y concienzudas: nuestra sensibilidad salvaje hacia nosotros mismos sea en unas circusntancias trágicas como la guerra, sea en la vida cotidiana luchando equivocadamente por ser quienes no somos ni seremos aunque lo que nos rodea se empeñe en ello.