Saliendo de Santiago. Crónica del Camino.

Camino de Santiago. San Paio, 2 de agosto de 2008

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Saliendo por la mañana de Santiago me cruzo con riadas de peregrinos, gente entera la mayoría, pero otros, ay, los pobres, arrastrando sus pies y sus ampollas como si cumplieran una larga penitencia. También los hay que pasan cantando o coreando un estribillo como se hace en la guerra para dar bríos al soldado. Por edades, aun llevando la ventaja los jóvenes, todo está bastante repartido; por formas de cuerpo también, gordos, tripones, delgados, bajitos, a nadie arredra estas minucias; hasta señoras de pueblo encontré a las que sólo imaginas dando de comer a las gallinas desde su delantal a modo de cestillo, eso sí, derrumbadas, paradas, apoyadas con una mano en el bastón y la otra en los riñones interrogando al caminante por el albergue próximo con una lamentable voz de no poder más, de las que salieron de su pueblo efectivamente para cumplir un deber religioso, acaso una promesa por un favor recibido. Estos seguro que van al cielo directamente sin pasar por ninguna antesala. Y recuerdo, cómo no, a mi madre con su conflicto de conciencia por no haber cumplido una de estas promesas precisamente a causa de mí. Un tiempo en que contaba yo cinco o seis años y estuve a punto de morir, ganglios, pleuritis, trepanación de oído. Tres operaciones de gravedad en distintas partes del cuerpo que no terminaron con mi vida de milagro. Mi madre prometió, si me curaba, llevar un hábito violeta por no sé cuantos años. Recuerdo haberme parado muchas veces ante el escaparate de una tienda cerca de la plaza Mayor, en la que vendían estas cosas. Yo iba al colegio todos los días y pasaba precisamente por ahí; me dio dolor de cabeza aquello durante mucho tiempo; me parecía un mal disfraz para la semana santa.

Terminé cambiándome al otro lado de la carretera para ver el panorama más en su conjunto.

Sigue nublado. El cielo está encapotado, quien lo desencapotará… Sólo dos días de verdadero calor he pasado, así que nada de miedos infundados de estepas y calores insufribles; el verano va acompañando delicadamente al caminante, y más hoy después de lavadito, planchadito, bien dormido en el cómodo colchón de un hotel.

Esto de que el caminante tenga que cruzar autovías y caminar por ruidosas carreteras antes de dejar atrás suficientemente La Meca, no me gusta. Debería exigirse un respeto a la tradición que haga pasar a las autovías por los Cerros de Úbeda o por Alcorcón; y el camino para los caminantes y peregrinos; un terreno blindado para uso exclusivo de los andarines, como las extensísimas fincas de los terratenientes de Sierra Morena, por donde ya le sería difícil caminar a Don Quijote y a su amigo Sancho, a no ser que fueran provistos de buenas cizallas para cortar vallas y violar propiedades privadas haciéndose un derecho de paso a la medida. Eso me cuenta mi amigo Ignacio que anduvo por ahí no hace mucho caminando con un burro que le llevaba los pertrechos. Así ya se puede, amigo Sancho; amigo Ignacio, digo. Hablaré con él, me prometo un burro para mi próximo viaje por tierras hispanas; una nueva experiencia.

Y mira por donde, mientras tomo nota sobre la varanda o veranda de la autovía, me sobrepasa una rubita gordita y solitaria que parece que también deshace el camino como un servidor. Allá va ahora en la curva de la carretera. Daría un reino por saber qué va pensando esa moza rellenita y algo pecosilla. Uno es curioso y lo que se ve lo ve y no hay más cáscaras; así que lo que alenta ahora su curiosidad es lo que no ve, lo que se mueve bajo la tierra o bajo el pelo de los otros caminantes, que también sería cosa digna de ver, que diría la santa de Ávila.

Pasa una tipa, y diré ahora por qué tipa, una más bien feuchita de treinta y tantos. Hola, la digo, y la tía ni abre la boca. Unos pocos metros más allá acaso me encuentro con la explicación, ese letrero que aparece al otro lado del camino que señala la desviación a Monte do gozo. De ahí venía la moza; quizás tanto gozo y tanto monte le dejaron el alma tocada y ahora lo que buscaba era dormir y dejarse de pamemas y de ir saludando a todos los mochileros que se encuentra.

En el Monte do Gozo, a todo lo largo de su ladera regordeta como las mejillas de mi predecesora, era ya riada bajando de lo alto, todos con su cayado, con su bastón canónico, quien algo espatarrao por las escoceduras, quien pisando huevos por las ampollas, quien fresco como una lechuga como una señora con pinta de jubilada que caminaba decidida como si hubiera salido de su casa esta misma mañana. Una cosa que me alegra montón es que con toda seguridad ya no voy a pasar hambre ni sed; este chorreo de gente preludia chiringuitos y lugares en donde darle el gusto al estómago a discreción. No hay mal que por bien no venga, ya se ve.

Y así oyendo al vagabundo Cela, cruzándome con los peregrinos y escuchando al propio caminante que viste y calza, la mañana va discurriendo bajo este cielo de ceniza que vela el cielo y hace el caminar más cómodo, porque calor hace y se suda montón aunque estemos en el monte del gozo, lugar en donde a veces el follón que organiza el peregrinaje es morrocotudo.

Los pies se ha hecho para caminar, pero como cabe verse esta mañana, ello rige, como para todas las cosas, la sabía norma de la moderación que ya elogiaran largamente los sabios griegos, porque al final nada es malo y mucho menos el sexo, si se hace con moderación, como Dios manda, o como es debido. Ah, sí, esas palabrejas, como es debido, también eso lo decían los sabios de la antigüedad. La madre del borrego es saber qué o quien determina lo que es debido. Para las mozas que se curaban los pies con las que me acabo de cruzar, evidentemente sobrepasaron el lo que es debido, la moderación que en persona les correspondía y, en consecuencia, sus pies lo pagan. Un servidor por el contrario lleva más de una España caminada y sus pies están intactos. De donde se colige que no hay norma debida general, sino que la moderación es algo que corresponde al ser propio del individuo, a su entrenamiento o a su capacidad para lo que sea. Con lo cual la palabra moderación es eso, como todas las palabras, un modo de orientarse un poco, sólo un poco, como guiarse por el sol en vez de hacerlo con la brújula o el gps, como caminar de oído, que también es un modo de caminar, lo que se dice usar el instinto siempre que éste no sufra atrofia notable. Después es cosa de que la timidez o el hábito de caminar le dejen a uno hacer.

Como se ve en la foto de al lado, peregrinos hailos de todas las edades. El más pequeño iba como un rey repantigado en su asiento, mientras su padre tiraba de él, contento y satisfecho como un maharajá.

-Buen camino, familia.

Definitivamente el camino se ha humanizado, los lobos huyeron al monte y la senda se quedó sola con sus peregrinos y la gente de buena voluntad que quiera transitarlo. Aquí, como en un maratón, existe la fraternidad de la común afición, o devoción para otros. Los lugareños que lo cruzan son otra cosa, pertenecen a otro mundo; sólo los peregrinos y los caminantes están en la misma cofradía. Éstos ahora son ciudadanos de este pequeño país alungado entre Santiago y Roncesvalles.

De la vera del camino, de bajo la sombra de un inmenso fresno, salen las voces de un numeroso grupo de jóvenes que entonan alguna canción de hosanna; lenta, como una ola sin prisa cruzando por la mañana, se oye una canción que habla del Jesús del Evangelio. Es una melodía cargada de tristeza y vigor juvenil, dulce y algo enfermiza.


Más allá un rostro como el de nuestro amigo Eduardo, el de Adriana, hombre chiquitín de aspecto mongoloide que muestra los dientes sonriendo suavemente, dice un hola expresivo y sigue su camino embozado en su pañuelo de tuareg bajo el sol ya algo inclemente de las dos de la tarde. La presencia de los caminante se espacia buscando cada uno ya el refrigerio del almuerzo, o la sombra pertinente, mientras Cela, que pasó ya de La Carolina, se enzarza en los pormenores de la historia de la construcción de la catedral de Jaén. Es hora de acogerse a los beneficios del camino, un caldo gallego con berzas y jamón asado con patatas, más tarta helada, café y hoy, como excepción, una copita de anís con hielo, el consabido refrigerio de mi padre para los días en que comemos juntos.

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