Santiago de Compostela


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Santiago de Compostela, 1 de agosto de 2008



Al final de la tarde estaba tan alegre el tema de Schubert, Fischerweiser, que invita a bajar bailando la cuesta abajo que lleva al río entre prados y eucaliptos. Mi línea recta a Santiago acaba por ser menos recta de lo esperado llevando la contraria a aquello de que el camino más corto entre dos puntos etc. Mi línea, obediente al planning informático, se tiró pa el monte que por esta parte del mundo vienen a ser todos transversales al camino que lleva el viajero, lo que hace del caminar recto un continuo bajar y subir de tobogán a gran escala en donde los encuentros más frecuentes son los elegantes molinos de viento, viejos conocidos que suelen andar siempre por las alturas, como un servidor.
Se ha equivocado, me dice alguien. Otro,
- Por aquí no es el camino. ¿De dónde eres?
Vocea desde la ventanilla, para el tractor. Un hombre grueso, joven, de los que están en el mundo como si éste fuera su casa.
-De Madrid –le digo.
-Andá; de donde mi equipo.
Al final comprende que no me he equivocado cuando le canto los pueblos que atraviesa mi camino de la mañana que, aunque va a Santiago no sigue el rastro de las conchas.


Mi camino perdió las conchas santiaguiles en el momento en que el asfalto y el tráfico rodado, mayor del acostumbrado, hizo acto de presencia. Lejos del mundanal ruido, je. Lejos, pero amigo, donde los perros de grandes caninos y ladrar aparatoso andan sueltos, porque por allí no anda ni Dios, y por consiguiente no se usan las cadenas. Joder con los perros, qué mosqueo; menos mal que resistiendo y aparentando no hacerles ni caso parecen que la cosa no para más allá que en ladrar. Pero por si acaso tengo a punto los bastones dispuestos a ser usados como bayonetas o como garrotes según venga al caso y vea yo en los ojos sanguinolentos de los canes signos de venir a agarrar entre sus mandíbulas algunas de mis canillas.


Pues sí, ahora con la voz de Fischer-Dieskau el camino se hunde hacia el río, mientras en la ladera opuesta en lo alto dan parsimonosiosas vueltas los molinos. Ahora contento, con todo seco, que nada más salir el sol puse todo a secar en un prado; con los brezos enanos poblando los lados del camino, con una temperatura agradablemente suave.
Y cuando acabo Schubert es Cela quien le sustituye, El primer viaje andaluz: “Moverse mucho e ir de acá para allá no es que aumente mucho el magín” (Pío Baroja, Canciones del suburbio). Y más sobre el camino: “•Se viaja no buscando un lugar al que se va, sino huyendo del que se parte” (Unamuno). La lectora del libro de Cela arrastra las palabras como si leyera en la hora de la siesta de un verano tórrido, pero tiene, sin embargo, un aire de las tierras del sur que me gusta, como quien mira la vida desde las gradas de una plaza de toros donde sólo se corre una novillada. Con ella llego a lo alto del cerro, al reino de los molinos; una buena idea de la Xunta la del Plan eólico gallego.

Él, barbudo, barba cana con mechones grises, grandote, de paso cansino, algo mayor, alemán o inglés, quién sabe; y ella pequeña, muy pequeña, como para llegarle al otro al plexo solar, japonesa, con carita de porcelana y ojos almendrados y chiquitos. Ambos cargados con voluminosos macutos; ella tocada con un gorro de paja, él con un pañuelo anudado a la nuca. Caminan de la mano al otro lado de la carretera. Él saluda:
-¡Buen camino!
Ella sonríe. Me vuelvo al rato, los veo allá arriba, en la cuesta, alejándose por la cuneta de la carretra con ese paso con el que es posible dar la vuelta al mundo, de la mano, tranquilos, alejándose como una nube hacia el borde del horizonte.

Uno puede ser tocado, porque está en nuestra naturaleza ser tocado,

Ser tocado

y seguir caminando
clesildra entre los prados
lanceolado y curvo
alfombra junto al río

más allá del arco de piedra
entre los robles
trepados de hiedra enana.
La concha se escurrió del asfalto
y vino a parar al río
entre los pájaros.
En la tierra húmeda
hizo ahora su nido
el camino,
en el espacio blanco de la niebla
corre un reguero,
por donde transitan
peregrinos y amigos del camino.




Santiago de Compostela. El caminante, que ha pasado cuarenta días y cuarenta noches en el monte entre las alimañas, frente al mar como una gaviota planeando por los cantiles, o atravesando las marismas
como un ave acuática, ahora, en el centro de la peregrinación de Occidente se siente un bicho raro, muy raro entre tanta gente endomingada, entre tanto turista veraniego.
El caminante llegó muy tarde y ahora la luz se va despacio; el oficio terminó, desanudan el botafumeiro, apagan las luces, se cierra el kiosco. Y él debe hacer lo mismo; dejar la plaza de la fachada del Obradoiro y seguir su camino, tierra adelante, siempre en tránsito, siempre más allá, hasta que el cuerpo aguante. Este loco caminar siempre adelante; vivir en el camino, en el movimiento, encontrar en las piernas, en las plantas de los pies sobre la tierra el sustento del alma, el descanso para el cuerpo. Mañana Santiago quedará a mi espalda, delante tendré otra vez la meta de un mar esperándome.

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