Camelle, 16/05/2009



Junto al débil chirimiri el viento trae retazos de voces lejanas. El graznido de una corneja cruza el aire. Debe de ser tarde; abro un resquicio en la puerta de la tienda; el espectáculo es gris, triste, enfrente unos escuálidos eucaliptos mueven monótonamente sus ramas; las pequeñas flores de los brezos enanos salpican el prado verde de mi campamento. El tiempo no invita a dejar el saco de dormir. No había dirección precisa esta mañana a la que encaminar mis pasos, quizás sólo la idea imprecisa de ponerme en marcha pensando en ver qué me traía el camino y aprovechar las pistas solitarias para continuar con mis lecturas.


Francisco, sentado en un poyo de piedra junto al camino, se comía unos gajos de naranja ensartados en un pedazo de pan. A su lado descansaba la hoz sobre un pequeño carrito. Francisco, con el pelo alborotado de no haber conocido peine alguno en muchas semanas, ha saltado pronto la consabida introducción del tiempo que hace y enseguida ha encontrado la manera de hablar del Madrid de cuando hizo la mili, cuarenta y tantos años atrás, de Tenerife donde atracó un tiempo un mercante en donde prestaba servicio, y se ha detenido profusamente en puerto Cabello, en tierra venezolana, dando antes un paseo por los quehaceres de marino y alguna que otra anécdota sobre un capitán que era capaz de arriesgar la seguridad de su barco con tal de encontrarse a la mayor brevedad posible con una novia reciente que tenía en Caracas.
Francisco, de profesión marinero, llegado a puerto, se hacía vendedor ambulante y buscador de cuerpos bonitos con los que pasar la noche. Uno de aquellos días de puerto Cabello, iba el con su quincallería colgada del brazo, cuando una moza de bien ver se le acercó y, con mirada zalamera, tiró de un collar que el otro dejaba oscilar en el brazo y se lo colocó sin más sobre el cuello.
-¿Me lo regalas? –dijo ésta haciéndole un guiño.
Y como todas las cosas tienen un precio media hora más tarde ambos se encontraban en casa de ella aprovechando la soledad matinal de la casa paterna. Pero apenas había empezado a desvestirse, contaba Francisco con los ojos jugosos y saltones mientras con las manos acompañaba la descripción con amplios movimientos, cuando date, el cerrojo de la puerta de la calle le hizo saltar de un brinco. El padre estuvo a punto de romperle la crisma, pero dado que el arma del delito todavía colgaba del caprichoso cuello de su hija y teniendo en cuenta que era gallego como él mismo, el padre se limitó a amenazarle con romperle los dientes si volvía a encontrarle en su casa. Las venezolanas no son como las de aquí, termina su relato, aquellas son más calientes.
Francisco vive con brazos, manos y cabezas sus historias; instantes después es otro puerto y otra cara bonita, y él que no tenía dinero suficiente para pagar el hotel y entonces ella llama a unas compañeras y ellas hacen un corro para burlar la mirada de los transeúntes y allí mismo bajo la vivísima luz del sol, en el calorazo de la tarde, previo a haber dejado todas sus baratijas sobre un bidón próximo, rinde la faena introduciendo la espada hasta la empuñadura.
Buena gente los venezolanos, dice; ahora, no les toques a su hembra porque entonces son capaces de rebanarte el cuello.
Sería cosa de pasarse un buen rato más escuchándole, pero está empezando a chispear. Le hago la foto de rigor y nos despedimos como si nos conociéramos desde los tiempos de la mili. En su mano derecha todavía esperaba su bocadillo de gajos de naranja.
El mercante en donde trabajaba, dijo en dos ocasiones, mide desde aquí al cruce. Camino y cuando llego al final del barco tuerzo a la derecha y me voy cuesta arriba entre los pinos.


Junto a Camelle el mar se mete entre los peñascos llenando los recovecos de espuma y rumor de olas. La luz difusa cae delicadamente sobre el paisaje mientras a lo lejos la mar gruesa rompe contra una fortaleza de granito que hace de malecón a una recoleta playa. Al prado donde estoy tumbado llega el olor penetrante de las algas, de la hierba húmeda.
La atmósfera se ha hecho más opaca; hace fresco. La historia del buscón llamado don Pablo ha llegado a su final después de que en un monasterio de monjas haya tratado de seducir a una de las novicias, y ahora, por dejar un poco de aire entre una historia y otra me entretengo en el espectáculo del mar, una parte de la costa gallega que aquí recibe el nombre de costa de la Muerte.

Mi vivac de hoy es un mullido jergón de hierba junto a la rompiente del mar.

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