Embalse de Cortes de Pallás, 03/08/10




Me he bañado en las aguas del Júcar, un enorme embalse que habita el fondo de los altos y quebrados farallones que recorrí por la mañana, y en seguida me he metido bajo el mosquitero. Un artilugio realmente útil, especialmente adecuado para un quisquilloso como un servidor que no sabe dormir la siesta si algún insecto volador le da por posarse reiterativamente sobre su cuerpo; además, la verdad es que hoy se veía el mundo de otra manera, no eran aquellas jornadas en que caía frito nada más arroparme con el ropaje negro contra las moscas; hoy me había bañado, había comido bien en el cercano pueblo de Cortes de Pallás y por tanto no tenía la premura de querer sumergirme a toda costa en el sueño; el cansancio, aunque no poco, se había diluido entre tónicas y tintos de verano. El aire bamboleaba la tela negra y yo miraba los árboles, oía clapear el agua junto a mi oreja, me entretenía un pájaro que había venido a posarse en las cercanías. Era un estado de verdadera beatitud. Un hueco entre apretada sombra que había encontrado junto al agua me garantizaba sombra hasta el día siguiente si fuera necesario. No obstante no tardé en dormirme.



Cuando estoy de caminos nunca tardo en dormirme; rara es la noche en que me dé tiempo a contemplar por un rato las estrellas, como fue el caso de anoche. Después del collado de Caroch había sido una medio jornada larga a caballo de extensísimas lomas en donde el camino, siguiendo el trazado de un hipotético acueducto, se mantuvo siempre a la misma altura hasta el momento en que el cielo se puso de oro, esa bella fotografía que encabezaba mi post de ayer; luego, desde allí, describiendo grandes bucles el camino se fue hundiendo en el valle y en la noche hasta alcanzar la amplia llanura que se abría entre dos altos farallones, al este y al oeste respectivamente. A la vera del camino, sobre un campo de labranza abandonado, establecí mi vivac; el cielo había empezado a cubrirse sospechosamente, pero no le di mayor importancia. Cené, me preparé mi capuccino y, en el saco, mientras daba pequeños sorbos a mi bebida, escuché a los grillos y contemplé largamente las estrellas. Estrellas de verano, las cambiantes y conocidas constelaciones del verano. Si camino hacia el norte me siento incómodo cuando me veo obligado a disponer mi vivac en otra posición que no sea mirando hacia la estrella Polar; si por el contrario camino hacia el sur la Osa Mayor debe quedar de manera que echando hacia tras la cabeza la vea allá, tras mi espalda. Así Casiopea la tengo un poquito a mi izquierda; como dormir me duermo a una hora más o menos similar, cada constelación ocupa un lugar familiar preciso cada noche. Imagínate lo incómodo que sería si cada noche al irnos a la cama, encontráramos la estantería, los cuadros, la mesilla de noche, en lugares diferentes. No, no, hay que ser un poco ordenado en la vida, de manera que resulta agradable, cuando uno se va a dormir poder encontrarse con las constelaciones en el lugar acostumbrado.



Me despertó un atisbo de lluvia. El agua hacía tac tac sobre mi saco de dormir. Salté y encendí la cámara para ver qué hora era; se tratraba de saber si me quedaba mucho tiempo de sueño y me decidía a aguantar aquello acurrucado bajo la capa de agua o si por el contrario, cercana la hora de levantarme, sería preferible recoger y salir pitando. Pero no fue necesaria la consulta, en aquel mismo instante sonó la alarma del teléfono. Tampoco hubo lluvia. Un tranquilo camino atravesó de parte a parte aquel llano hasta toparse con los barrancos del río Júcar, momento en que de camino serio y coqueto entre olivos, pinos y tierras de labranza abandonadas, pasó a transformarse entonces de un brusco giro hacia levante, en agreste y poco practicable sendero; eso sí, bien señalado, el blanco y el rojo de siempre apareciendo a cada instante. Los romeros, los espinos y todo tipo de vegetación habían invadido la senda; el paisaje era espléndido, agreste, grandes farallones se alzaban a mi derecha; a la izquierda la pendiente se hundía abruptamente hasta caer sobre el agua del embalse que retozaba solitaria y verdosa a mis pies como un enorme fiordo noruego. Mientras tanto yo seguía con atención las interesantes distinciones que hacía Lou Marinoff entre daño y ofensa, te hace daño el que te pisa sin querer, pero no te ofende, y te ofende aquel que te insulta, por ejemplo; para que la cosa llegue a ofensa nuestro yo debe tomar parte activa y aceptarla. Marinoff hacía depender de esta diferencia una parte importante de las calamidades de la vida personal que pueden colársenos de rondó. La cantidad de nimiedades que perturban nuestra vida porque nuestra educación moral, mal informada y a veces de aspecto patibulario, nos impele a una desproporcional respuesta cuando nos consideramos profundamente ofendidos por algo que acaso pudiera haber sido salvado con un acto de sentido del humor. Una altura moral conveniente, debería entrenarnos suficientemente para las ofensas dejen de serlo. En estas cosas andaba metido mientras mis brazos y piernas se iban llenando de arañazos de todos los colores, mientras saltaba entre las zarzas, me abría paso entre la garriga y las coriaceas hojas de algunos arbustos. Je, el día anterior me había encontrado con un letrerito que decía, tres horas a Cortes de Pallás. El que puso el cartelito se lo debió de inventar pasando el ratón por el mapa de la zona. La verdad es que el paisaje era de excepción. En conjunto, esto que llevo andado desde Vallada, constituye la parte más salvaje y solitaria desde que comencé a caminar allá por Conil de la Frontera.







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