Ermita de San Joan de Penyagolosa, 12/08/10




La mejor voz de Joaquín Sabinas suena en algún rincón ilocalizable del restaurante, restaurante ermita de San Joan. El espacio tiene el sabor de la mampostería secular, de las medias luces conventuales, de los viejos artesonados de roble o fresno en los que el tiempo ha dejado la marca de cosa con solera. La voz de Sabinas viene de la cocina, la cuina en estos pagos. El cocinero, un chico melenudo con media barba, que me sirve un consomé con algunas pincelada a lo Joan Miró de chocolate sobre la textura verde pistacho desvahído del consomé, que, cuando me he comido la sandía del postre viene y me pregunta si quiero melón, que está de muerte, que la sandía no está demasiado bien; el cocinero, decía, tiene pinta de hombre que está a gusto con lo que hace; es el cocinero, pero lo mismo saca sus platos y los sirve que se entretenie con los comensales; y mientras está en su chiringuito haciendo un tombé, una mousaka o preparando un conejo al ajillo, escucha a Joaquín Sabinas.



Estoy en el Maestrazgo, he entrado en él por uno de los valles más hermosos del recorrido, el barranco del río Corbo, estrechas paredes a ambos lados del camino, pozas para darse un baño, una cascada, algunos que otros excursionistas haciendo honor al lugar, una larguísima subida de setecientos metros de desnivel, que después de haber alcanzado el collado desciende levemente hasta tropezarse con la ermita, un lugar que atrae a turistas y caminantes, grandes bosques, un lugar apacible rincón para descansar.



Hace fresco en este lugar conventual, y más después de muy bien comer. Y ya para frío el que pasé esta noche. ¿Estará llegando ya el tiempo en que dormir a la intemperie con un liviano saco no sea posible? Sí, pasé frío, aunque me podía haber incororado y haberme puesto alguna ropa encima, pero pudo mi pereza y aguante casi en medio de una tiritona hasta el amanecer.

Cuando salgo del restarante-ermita el cielo está encapotado, con toda evidencia no tardará en descargar la tormenta; así que me voy derechito a un refugio que he visto unos metros más arriba. Construcción rústica de pìedra auspiciada por la Generalitat, refugio forestal, dice junto a las jambas de la puerta. Echo un vistazo: perfecto para echarme la siesta. En uno de los rincones, sobre la ancha sillería de piedra, dispongo el aislante y no tardo en quedarme profundamentemente dormido. Pero en seguida llega la tormenta, ostentosa, diciendo, aquí estoy yo, y el valle se estremece en el bronco y desproporcionado fragor de los cielos. Ay, si me pilla por el camino; así, calentito, con la tripita llena, me acurruco en mi somnolencia y escucho tronar desde el segundo plano de mi conciencia durante mucho tiempo. Me había propuesto cenar en Vistabella del Maestrazgo, a dos horas de camino, pero... me doy media vuelta y sigo durmiendo tan plácidamente, tan niño chico en los brazos del bienestar, que no me atrevo casi a moverme para no alejar de mí esa sensación de abandono en la que estoy flotando mientras los rayos, los truenos y el gran aguacero se desploman sobre el tejado del refugio.


















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