Vistabella del Maestrazgo-Cullá-Valencia-Madrid, 13/08/10





 Son las cinco de la mañana, todo está como boca de lobo, llueve. Imposible caminar sin la luz de la linterna, todo el espacio que me rodea es negro carbón; ni siquiera soy capaz de encontrar las señales que deben de salir a la izquierda del asfalto para seguir a cierta distancia la carretera. Opto por continuar por ésta sin perder en el gps la señal verde fosforito que indica mi camino. Voy ligero de equipaje, tan sólo un puñado de almendras me queda en el macuto. Diez minutos más tardes trato de caminar sin la linterna. Una curiosa sensación de nadar en el espacio indeterminado me embarga, pero haciendo de mi bastón un bastón de ciego, para evitar salirme de la carretera, logro habituarme poco a poco; las hileras de los árboles forman a los lados una oscura referencia. Amanece lechoso y turbio sobre el paisaje del altiplano; cercas de piedra abandonadas, encinas, pinos, sabinas, las nubes arrastrándose perezosamente por las lomas. A las siete y media encuentro un bar abierto en Vistabella del Maestrazgo. Vistabella, Villahermosa... bonitos nombres para el camino. Pueblos acaso menos perdidos de lo que me parece a mí saliendo de la noche o de los caminos remotos de los barrancos, por los que atravieso apenas para tomar un piscolabis, cruzar unas pocas palabras con un vecino.  
Saliendo de Vistabella llamo a casa, Victoria me dice que Guille, mi hijo, su chica, Rosa y la pequeñaja, mi nieta Ainara, están de paso por Benicarló, a setenta kilómetros de mi próximo destino, Cullá. Le llamo por telefono y les invito a comer allí. Me va a dar mucha alegría encontrarme con ellos. Quedamos en vernos para la hora de la comida.
Escribo en el tren, camino de Valencia, las montañas que he atravesado, a veces penosamente, durante estos días, son ahora el paisaje de fondo de una mañana con cierto aire otoñal tras las tormentas de ayer tarde; sombras de un gris ceniciento, lomas azuladas, pequeños pueblos blancos sobre alguna que otra ladera adormecida en la distancia. El haber hollado con mis pies tantos caminos de esas montañas les confiere una cierta proximidad empática que produce una sensación de bonanza en mi ánimo.



Pero ahora estoy todavía por los barrancos del Maestrazgo. Al norte de Vistabella el paisaje es adusto, con la solera de las tierra en las que el hombre dejó sus huellas durante siglos. Los caminos, a veces autenticas calzadas en miniatura, hacen pensar en una cultura para la que el tiempo no existía; me asombran el largo y ancho sistema de terrazas que se agarran a los profundos barrancos intentando sacarle a la tierra el pobre fruto de una olivas, algunos cereales; en los lugares con agua, algunos productos hortícolas. Casas, caseríos solitarios, ahora abandonados, alrededor de los cuales el trabajo de generaciones dejó su huella en forma de parametos, vallas y caminos de piedra, breves terrazas sobre el abrupto terreno que se pierde en el fondovalle entre el boscaje. Naturalmente no tengo más remedio que acordarme del sistema de terrazas que construyeron los ifugao al norte de la isla de Luzón, en Filipinas; un pueblo que durante dos mil años oradó la roca de la montaña para convertir una tierra inservible en una de las plantaciones de arroz más fértiles del mundo; y sobre todo, más bellas. Cuando estuve allí escribí un post sobre mi visita a aquel remoto valle (aquí está el vínculo). Es probable que en sus mejores tiempos estos valles y sus terrazas constituyeran un paisaje agrícola de gran belleza. Hoy son como esos cuadros en los que la pátina del tiempo ha puesto su huella de austeridad y como cosa de otro tiempo. Está nublado y todo esto resulta especialmente atractivo en su lejanía. En cierto momento pierdo el camino y voy a parar a una casa perdida en las laderas. Me encuentro a un hombre mayor sentado en el vano de la puerta con el perro echado a su lado; en seguida sale su mujer. Charlamos, les hago una foto; tienen ganas de charlar, pero al cabo de diez minutos debo dejarlos, tengo una cita en Cullá. Una pareja de ancianos animosos que prefieren terminar sus vidas donde probablemente vivieron desde niños. Se interesan por la cobertura de mi teléfono; ellos tienen que caminar un rato desde la casa para tenerla, para poder comunicarse con el mundo.



Ángel González me acompaña por el laberinto de los barrancos, Áspera tierra; y yo pienso en aquel verso de Elliot, ásperas garras, cuyo contexto olvidé pero que constituyó con su imagen sonora un leitmotiv para los momentos en que los cielos se tornan turbios y la arena se te mete en los ojos cuando caminas por el filo de una penosa duna. Áspera tierra, el primer Ángel González, suena candencioso mientras bordeo las terrazas y sus cultivos abandonados bajo un cielo plomizo que hoy es una bendición para la cosa del camino, fresco, perfumado de espliego y romero, agradable de andar.



Entrando en Cullá comienza a llover; mientras ando tomándome un refresco junto a una fuente aparecen Guille, Rosa y Ainara a la vuelta de una curva. La nena está dormida; despierta somnolienta y poco amistosa, pero al cabo de un rato ya corretea con su ramo de romero y espliego que le traje como regalo de las alturas del Maestrazgo. Retiene el nombre: romero; pasa la mano por las hojas puntiagudas y se la lleva a la nariz. Sí, aquello huele muy bien. Y entre un incidente y otro en mi regreso hacia casa, no vueles con Ryanair, es una bazofia, voy reconstruyendo esta crónica, diario de los caminos, al que me agarro con la esperanza de seguir manteniendo vivo el rescoldo de la escritura; no la abandones, me advierte mi sentido de la supervivencia, no dejes viejos amigos, no te dejes ganar por la pereza, busca entre las horas de los días un rato para la reflexión, para volver a vivir el fugaz presente, intenso y amoroso y al que no alcanza la lentitud de mi conciencia sobresaturada por las imágenes, por las sugerencias que los caminos y la soledad provocan en el caminante. Y mientras comemos, llueve, y miro el tiempo en Internet y anuncia tormentas para la tarde y lluvias para mañana y pasado mañana, y sólo tengo un saco liviano y la tienda se quedó en casa. Después de un rato de darle vueltas, decido que mejor me vuelvo a casa y me equipo para las lluvias y para un descenso de las temperatura camino de los Pirineos.


Terrazas en las cercanías de Vïstabella del Maestrazgo

Isla de Luzón, Filipinas









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