Fuente de la Tejería, 10/08/10




Suena el despertador, lo apago, me pongo boca arriba, trato de desperezarme, miro las estrellas; el paño negro de la noche es espléndido; muy lejos se oyen los ladridos de unos perros; todo está en calma; las ruinas que me rodean, invadidas por las zarzas, son fantasmas silenciosos sumidas en el sueño.
Al fin no llovió; en previsión que descargara una tormenta que relampagueaba a lo lejos, busqué en el gps alguna casa cercana y me dirigí a ella; entre toda aquella ruina encontré una cuadra que sí podría protegerme en caso de lluvia. Dejé todas mis cosas en la cuadra y me salí a dormir fuera, entre las altas hierbas; un lugar un tanto sospechoso, pero bueno; había visto el día anterior cruzarse en mi camino una víbora y mi retina debía de retener todavía la imagen de aquel pequeño reptil. La hora mágica de la noche que precede al alba, como cada día, algo misteriosa, siempre tan agradable de andar; sólo fue necesario encender la linterna en un pequeño tramo que bajaba a cruzar la vía del ferrocarril, después mi itinerario sigue una antigua vía abandonada que han convertido en la ruta de la Minería. En cierto punto aparece un poste con las indicaciones del GR-7, enciendo la linterna, señala hacia el lado de donde vengo: Tarifa: 2132 Kms.; me sonrío; salí esta primavera de Conil de la Frontera, así que debo de llevar andados unos 2400 kms. No está nada mal, no imaginaba tantos.


El largo amanecer transcurre por un altiplano cubierto de pinos, de vez en cuando me encuentro con la ruta de la Minería que atraviesa, como los antiguos trenes, por largos y estrechos corredores de roca, que en otros lugares que se alza como la espinazo de una morrena sobre el terreno circundante. La inercia del camino permite que deje atrás mi ruta sin advertirlo, tengo que retrocer; remonto una breve pendiente y me meto en el pinar a hacer mi desayuno: pavo con pistachos, almendras, pan, chocolate y un gran tazón de muesly con leche. Son las nueve y media de la mañana y ya estoy casi a mitad de mi camino, veinte kilómetros de los cuarenta que me separan de Montarejo cuando salí de Bejís.

Es mediodía. He descendido de junto al cerro de la Mina hasta la masía del Tamborero, un largo descenso, y ahora, en vez tirar el camino a la derecha como esperaba, resulta que señala hacia las cimas más altas, hacia el collado del Zurdo. Empiezo a sudar tinta, el sol pega fuerte y llevo más de seis horas caminando; no me apetece en absoluto, pero no hay otro remedio; mi provisión de agua escasea. La pista, ancha, da dos revueltas y después el sendero tira directamente hacia el collado; mi paso es lento, como quien dosifica sus fuerzas para una larga ascensión. Más arriba lo que era ya un camino ocupado por la vegetación, se convierte en un estrecho sendero donde cada vez es más difícil abrirse caso. Tengo la impresión de que la mayoría de estas laderas fueron pasto del fuego hace décadas, algunos testigos de ello, tótemes solitarios como trozos de carbón dando cuenta de la historia de estas montañas; la están repoblando, pero la masa compacta de lo que allí crece hace en la práctica intransitable el terreno. Pese a mi buena forma física, aquello me supera, el sol cae sobre la piel como si estuviera próxima una fogata; si me paro me va a ser difícil continuar, así que hecho fuerzas y sigo con fatiga la ascensión; noto que mis pulsaciones están muy por encima de lo que el cardiólogo me aconsejó no superar, pero aun así mi impongo la táctica de los momentos difíciles, resistir, no parar; los brazos y piernas van dejando parte de su piel en el camino, cerrado, lleno de espinos, de zarzas. Veo un poco más arriba una línea que hace pensar en una pista que atraviesa la ladera. Cuando llego a ella tengo que tirarme al suelo, no puedo más; con la cabeza sobre el macuto, escucho mi acelerado corazón; el sol quema; cierro los ojos, me tapo la cara con el gorro; al poco rato noto un brescor balsámico, una nube ha tapado el sol, una muy ligera brisa sube por la ladera; pero vuelve el sol, el calor sofocante mientras trato de dar tregua a mi corazón disparado; los ratos de leve benevolencia se alternan con el escozor de la fogata sobre mi cara, con mi cansancio. Pero debo continuar; mi camino cruza la pista y sigue derecho hacia el collado; me propongo subir al ritmo más lento posible, parando todo lo que sea necesario para mantener unas pulsaciones controladas; el sendero está algo mejor. Arriba, en el collado se ven dos altos pinos, los únicos árboles de la ladera; doy los últimos paso, llego al collado, me tumbo bajo la sombra de los pinos. Descanso, es como salir de un pequeño susto. Antes no me sucedían estas cosas, pensar en los límites del propio cuerpo, del corazón, me preocupa; ya me dieron un palo hace unos años cuando me descubrieron la hipertensión y una hipertrofia cardiaca; recuerdo un cartelito que me hizo mucho daño, un día subía en la isla de Borneo, en Indonesia, hacia un pico de cuatro mil metros, el Kinabalú, una ascensión simplemente larga, de muchas horas de subida, la cumbre más alta de la isla. A mitad de camino, cuando la selva empezaba a desaparecer para dar lugar a la alta montaña, sobre las paredes de un refugio, en grandes letras, escrito en tres, cuatro idiomas diferentes, pedían desistir en seguir subiendo a partir de aquel punto a todos aquellos que tuvieran, entre otras cosas, pero ésta en primer lugar, hipertensión. He subido en varios lugares de los Andes hasta los cinco mil metros y alturas mayores de cuatro mil metros en los Alpes; nunca tuve problemas con estas cosas, pero saber que tu corazón tiene sus límites es algo demoledor, más cuando notas que te estás haciendo mayor; el trabajo de adaptación es algo que te duele en lo más hondo. Pero viajaba solo, había atravesado la selva desde antes del alba, sentido el profundo temblor de lo exótico, de lo desconocido, de ese mundo y misterioso en donde la soledad es todavía mucho más penetrante, y esa experiencia tan intensa vivida por la mañana, me consoló de mi frustrada ascensión. Al otro lado del collado del Zurdo, se extendía un alentador valle cubierto de pinares, el barranco del Pinar.


Un pequeño llano sombreado me esperaba más abajo. Como ya me había sucedido en otras ocasiones, descargué, saqué el aislante y el mosquitero y me tumbé derrumbado; las dos de la tarde, el sol seguía pegando fuerte, no tenía ganas de comer, me dormí inmediatamente. Me despertó el agua de la lluvia; en las alturas tronaba; puse el macuto encima de las botas, atraje hacia mí algunas cosas que andaban sueltas, me hice un rebujo sobre la mochila, tapé todo con la capa de agua y traté de seguir durmiendo; llovía con cierta intensidad; dormí apaciblemente en posición fetal bajo la lluvia; la tormenta sonaba aparatosa aunque no precisamente encima de mí. Ah, mis gratos recuerdos pirenaicos, y sobre todo sus tormentas, siempre tan aparatosas, tan tremendas, algunas con mi pequeña tienda de vivac en alguna cumbre de más de tres mil metros; tan hermosas; ese espectáculo inigualable que nos regala la Naturaleza en la alta montaña. Cierto día, por ejemplo, en la cumbre del Perdiguero, estaba solo, había logrado colocar la tienda en un exiguo espacio en la misma cumbre; fue uno de los espectáculos más grandiosos que he vivido. A la mañana, despejada y lleno el valle de Astós de la calina matinal, aquello parecía un paisaje de otro mundo. Media hora después cesó la lluvia, se me había pasado el sueño; cubierto hasta los hombros con la capa, porque la temperatura había descendido agradablemente, y protegida la cabeza con el mosquitero, tantas y tan insidiosas mosas son a veces un verdadero incordio, me dediqué al ejercicio de no hacer nada, esa actividad que tanto me gusta y en la que tanto tiempo empleo cuando se tercia.


Bajando el barranco del Pinar todavía tuve que ponerme la capa, llovía intermitentemente, un estrecho sendero atrevesaba aquel barranco que tanto me recordó alguno de los valles más cerrados de la travesía de los Alpes. El sonido del agua me indicó en seguida que estaba llegando a la fuente de la Tejería: agua abundante, mesas, un techo para pasar la noche. Estaba otra vez de suerte. Esta noche dormiría con la sonaja de la fuente en los oídos; la sonaja de las fuentes, de los ríos, de la olas, del viento... jo, qué bonito es este mundo. 








2 comentarios:

Noches de luna dijo...

Pichón, cuídate de coces, víboras y arritmias, que tienes que seguir segando el césped y arreglando la rampa. Y ánimo que Andorra está cada vez más cerca.

Leyéndote me acordaba del primer día en la travesía de la cordillera Cantábrica, años ha, los dos espanzurrados, agotados por culpa del tiempo que llevábamos sin caminar.

Más besos

Noches de luna dijo...

Más. Hablando de nuestra insignificancia a la que hacías referencia en otro post. Me acabo de enterar que el terremoto de Lisboa de 1775 fue uno de los motivos que llevó a Voltaire a escribir Cándido. Puras hormiguitas somos ante la Naturaleza; te copio:

"Ahí tenéis, señor, una física muy cruel. Ha de costar mucho trabajo adivinar cómo las leyes del movimiento provocan desastres tan espantosos en el mejor de los mundos posibles. Cien mil hormigas, nuestro prójimo, aplastadas de golpe en nuestro hormiguero, y la mitad pereciendo sin duda en angustias inexpresables en medio de cascotes de los que no se le puede sacar. (...) ¡Qué triste juego de azar! (...) ¿Qué dirán los predicadores?"
(de una carta de Voltaire)

Otro