Mi cuerpo se queja, dice que no le trato bien, que no le doy suficientes horas de sueño, que los caminos al mediodía son horriblemente calurosos. En fin que las cosas no van como a veces nos gustaría a los dos. Un día le quito la siesta y le doy lo justito por la noche y, al día siguiente, como fue el caso de ayer, no hay quien pueda con él. Ya desde los primeros pasos, tras abandonar el vivac, lo veo venir; anda perezoso, desganado, le falta fuerzas al motor. Y cuando las cosas empiezan así, malo; los kilómetros se me hacen eternos, interminables; veo despuntar el sol con temor; y después, cuando el sol se ha instalado sobre mi cabeza no tengo otra cosa que hacer que aguantar. Ni para leer me dio el ánímo ayer, cuestas y más cuestas, sin el regusto ese que me suele dar el camino, los caminillos que atraviesan los bosques por un túnel de apretada vegetación, los que se suben a los cerros y rastrean larguísimas lomas llena de pinares, los barrancos, que intrincados dejan caer sus caminos hacia el fondo en pendientes excesivas, y luego lo hacen remontar de igual manera con impiedad, casi con sadismo; aunque, también es verdad, llega el momento en que lo lleva por rincones de gran belleza, lo protege del sol, lo oscurece bajo el palio de los bojes y los pinos.
Mi cuerpo se queja con razón, desde hace días surgió un imponderable que le obliga a estar el domingo por la tarde en Igualada, y el lunes a mediodía en Madrid, y ahora, con la expectativa del tiempo corriendo tras el trasero de uno, no sé por qué el camino ha perdido algo de la gratuidad con que suelo encontrármelo. No se puede caminar estando pendiente de la hora o de los kilómetros, hacer esto no es caminar, es otra cosa. De todos modos anoche lo tendí en un lugar muy bonito, bajo una higuera, la espalda contra el macuto y el muro y le di un poco de conversación, le enseñé el valle, las estrellas, le conté que la luna saldría un poco después de que se durmiera, pero que cuando se despertara por la noche a beber un poco de agua o para cambiar de posición estaría ahí encima, delante de nosotros en mitad del cielo; le dije que se acordara de mirarla, de recordar así que esto no era una carrera sino una reunión con los amigos de siempre, luna, cielo, tierra, bosques, montañas. En fin, le animé para que dejara a un lado las preocupaciones, durmiera bien y estuviera a las cinco de la mañana con una disposición más animosa. Y parece que me hizo caso. Realmente era hermoso el lugar, me dije cuando me desperté con la luna enfrente asomando por debajo de las hojas de la higuera. El valle dormía bajo la tenue gasa de luz lunar. A lo lejos barrían la carretera los faros de algún automóvil, ladraba algún perro.
Pasamos casi a oscuras por Lilla; a Prenafeta lo dejamos a un lado tomando una variante que acorta un gran rodeo; y ahora, desayunados, aligerados de peso, ya que en el macuto sólo quedan dos lonchas de jamón, un poco de pan y una pizca de agua, vamos a darle el estirón, a ver si llegamos a comer a Villespinosa sin demasiado calor.
Mi cuerpo debió de agradecer la perspectiva del aquel yantar de la señora de Villaespinosa; sin embargo, lo más curioso es que metí la comida en el macuto, me puse en marcha de nuevo bajo el sol, una cuesta que subía monte arriba hacia el noreste, y no dijo ni mu. Otra vez estábamos él y yo en armonía, él contento, yo admirado de su fuerza. Eché cuentas: cinco y media a dos, menos media hora del desayuno, eran ocho horas sin parar. Bravo, mi chico. Y nada, como le veía tan bien, pues adelante, hasta que encontremos una buena sombra, un buen prado, lo que no sucedió hasta que avistamos Pontils. Eugenio Trías había recién terminado con los capítulos de Bruckner y Mahler. Eran más de las tres de la tarde. La hora de dar cuenta de las rebanadas de pan de la señora, de su lata de atún, y de un par de lonchas de jamón que me quedaban. A ello le podré añadir un buén tazón de café con leche.
Bueno, pues llegué a Pontils y naturalmente no había tampoco nada de nada; sólo me quedaba Bellprat, donde la señora que atendió a mis necesidades alimentarias me dijo que allí encontraría tienda y bar. Así que con la hora que se me echaba encima, y más por una razón bastante prosaica, y es que las pilas del gps estaban a punto de pasar a mejor vida. Y esa sí que podía ser gorda, porque mapa no llevo más que en el portátil. Así que apreté lo que pude con la idea de llegar a las ocho al pueblo. A unos cientos de metros me encuentro una pareja, no, nada, nada de nada tampoco; el pueblo está que se cae, aunque por el aspecto de alguna casa aislada parece que lo están levantando poco a poco. Me indican donde está la fuente. Esta noche me toca ayunar. Resignado tomo la pista adelante siguiendo las indicaciones del GR-7 y voy pensando en lo que me queda, tres rebanadas de pan de molde y un poco leche, eso es todo. Cuando la noche se está viniendo encima mi cuerpo me da un golpecito en el hombro y me dice que observe la aparición que se ha producido junto al camino, unos racimos de frutos negros cuelgan de las zarzamoras. Es una buena noticia, me convierto en un recolector del Neandertal por un buen rato; las moras directamente a la boca, estamos a principio de temporada pero ya va habiendo algunas maduras. Me lleva su tiempo la tarea, hasta que se hace de noche; algo ha satisfecho mi apetito. Vuelvo a echar cuentas, ahora de los kilómetros; la falta de aprovisionamiento por el camino, pueblos todos ellos tan grandes o más que otros que tenían de todo, me han obligado a hacer una jornada de cincuenta kilómetros. Y nada, aquí estamos mi cuerpo y yo más contentos que unas pascuas disfrutando de un ligero vientecillo, de las estrellas, del silencio, de los grillos grilleando en la hondonada. No va a pasar nada porque esta noche ayunemos un poco; mañana nos desquitaremos. Los tres cuartos de luna que corresponden a la noche de hoy, ya están sobre la líneas de los árboles iluminando mi vivac.
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