Al norte de Sant Lorenç de Morunys, 03/09/10


De nuevo el placer de caminar, sentir, comprobar la fuerza que guardan mis piernas, mi cuerpo entero; placer sensual de la propia experimentación del cuerpo, disolución de las dudas, empuje, incluso nuevos proyectos. Ayer llovía cuando sali de Solsona, también aquello era placentero, la lluvia que acompaña, la lluvia amiga, los caminos escondidos que se van abriendo, húmedos como una vagina, a mi paso, lentamente, saboreados con el deleite de un tiempo desvaído, sin fronteras precisas, en donde es posible recrearse sin la premura de la apresuración, de la temporalidad devoradora. Fue una tarde tranquila de lenta ascensión hacia la visión de las legendarias tierras del Cadí, de grata memoria, de recuerdos que vienen a mí con su ventolera de nostalgia y agradecimiento. Un año que de regreso de un largo viaje a las tierras del norte, la solitaria Laponia donde nunca se ponía el sol, con mi amiga Raquel, recalamos en estas montañas en un tiempo en que mis neuronas no pudieron resistir más después de tantos kilómetros, tanta compañía femenina a mi lado, día y noche, siempre mi cuerpo clamando el no convenido pero lógico encuentro; y era una noche de muchas estrellas y de larguísimas conversaciones metafísicas, y llegó la mañana y se produjo la explosión esperada, ese cortometraje a cámara lenta que yo narraría después, creo que con bastante acierto, en mi novela El último verano. Allí la Maite reconvertida de mi compañera de viaje se defendió bravamente, demasiado bravamente acaso. Luego recogimos nuestras cosas y anduvimos largamente hacia los altos del Cadí. Se nos hizo de noche mientras preparábamos el vivac. El agua andaba escasa y mientras caléntabamos la última que nos quedaba para un té, el infernillo dio un traspiés y todo se fue al carajo. Ni gota de agua. A la mañana siguiente, después de algunas horas de camino, cuando Raquel vio a lo lejos un paisano en un pequeño tractor, salió corriendo como Caperucita perseguida por el lobo pidiendo al paisano, con la boca seca, sedienta, la bondad de un sorbo de agua. Poco rato después las penalidades habían pasado, las ventanas de nuestro hotel de Tuixent daban a la plaza en donde a la tarde se bailaba la sardana. Mi amiga, siempre ella muy viva y llena de alegría, corrió sin falta a unirse al festivo corro de los payeses que bailaban bajo los farolillos y los banderines de colores.


Fue una apacible ascensión desde Solsona, quizás lo haya dicho ya. Me encontré con alguno de esos grandes cilindros en los que empacan ahora la paja, les daba el sol dorado del atardecer; me entretuve en tomar algunas fotografías. Y más arriba tornó a llover, tuve que montar precipitadamente la tienda sobre el plano inclinado del camino.
Y así, después de Sant Llorenç de Morunys, fue cuado volví a encontrarme la goia da vivere, inesperada, caprichosamente rebosando en todo mi cuerpo. Acaba de hablar por teléfono con mi amigo Santiago, a quien quería pedirle algunos datos sobre cierto recorrido del Pirineo, cuando la sentí llegar e instalarse en mi cuerpo. El caso es que llevaba días intentando aclararme sobre qué haría después de llegar a Solsona, si tomar el GR-1 que me llevaría a Ampurias, al mar, al cabo de Creus, o si por el contrario me iría simplemente hasta Andorra para regresar desde allí a casa; pero ay, esta mañana estaba inspiradísimo y en algún momento, sintiendo el aire del Pirineo, su vegetación, sus caminos, sus bosques en las cercanías de Sant Llorenç de Morunys, presentí que me estaba llegando una irresistible intuición. Andorra hacia el este, Puigcerda, Nuria, etc., el paisaje no es excesivamente atractivo, para mi gusto; las lomas del GR-1 con su recorrido por el románcio catalán, tampoco me convencían aunque en sí rememoraban cierto viaje con el amigo Ignacio que acaso hubiera gustado resucitar, pero, maravillas, no había caído en la otra posibilidad, el oeste, las alturas de Andorra, la Pica de Estats, el Chertescán, San Mauricio... quién sabe hasta dónde sería posible caminar si el tiempo no se ponía excesivamente cabroncete. Fue, creo, de ahí de donde nació mi efuroria, este colofón a mi largo recorrido por España se me aparecía como una verdadera aparición en la que antes no había reparado. Tendría que comprarme algo de ropa de abrigo al pasar a la alta montaña, pero... ah, el Pirineo, ese dilatado amor, tan constante, tan entrañable, tan formidable en su entrega y en sus compensaciones; amante paciente, lleno de tantos y tantos encantos. Tenía yo dieciocho años cuando emprendí mi primera aventura por ellos, Ordesa, el monte Perdido, el valle del Cinca, un mes de junio de mucha nieve; inexpertos, esa pareja de novatos que éramos mi amigo Emiliano y yo entonces. Cuánto esplendor la de aquellos montes que descubría, la cascada del Cotatuero, Ordesa, las Tres Sorores, la inmensa desgarradura de la tierra del valle de Añisclo a nuestros pies, la inmensa concavidad nevada de Tucarroya, la afilada cresta de la Munia, cubierta de nieve, afilada, sugerente, que recorrería muchos años solo, y en otra ocasión con Victoria. Aquello era para mí como la inmensidad de un Himalaya por descubrir, virgen, solitario, inexpugnable. Unos compañeros de ocasión nos ayudaron a descender con sus cuerdas, de las que nosotros desconocíamos su uso, desde el helado col del Cilindro hasta la cuenta alta del Cinca. Cuando llegamos a Bielsa nos creímos regresados de una larga ascensión similar a la del K2. Tiempos aquellos, Dios, qué hermosos. En tiempos así se basa con frecuencia esa sensación que siento de vida plena de sentido.



Así que estoy como si comenzara a caminar de nuevo, esperanzoso, animado, con muchas ganas de pasar a la alta montaña, con el risueño regusto de volver a encontrarme otra vez con caminos conocidos, ese GR-10 que ya hice hace tantos años, todos los caminos de la Pica de Estats o del Chertescán, en donde tantos días y tantas tormentas constituyeron un arsenal de hermosas experiencias que recordar durante el resto de la vida; acaso incluso hasta San Mauricio, donde escalé con mi amiga Nena las retadoras agujas de Amitches, un mes antes de que muriera, cuando cien metros detrás de mí, se desprendió una inmensa roca mientras avanzábamos hacia alguna cumbre del Ortles en el norte de Italia; quien sabe si hasta la mismísima casa de Ignacio que vive en una pequeña aldea del valle de Arán. Y dejo de especular, porque así andando la cosa sería capaz de llegar a Roncesvalles o a Jaca y emprender el Camino de Santiago hasta Burgos, que fue donde lo dejé, viniendo de Finisterre, hace más de un año.
Me parece que es hora de que siga caminando un poco. Espero llegar a la tarde a Tuixent.























No hay comentarios: