Monasterio del Miracle, 01/09/10

Camino del refugio Mas del Tronc aparece Montserrat sobre Levante

Me duermo desayunando. De nuevo esa falta de sueño que me deja baldado y con flojera en las piernas. Anoche me entretuve un poco con Guillem, el guadian del refugio Mas del Tronc, donde pernocté; ambos teníamos ganas de charla y no fue fácil marcharse a la cama a la hora conveniente. Las primeras horas de la mañana camino como un autómata, me cuesta despertarme. Está cubierto y el itinerario discurre todo el rato por pistas de tierra que rozan a veces algunos caseríos donde los perros ladran mesuradamente. En uno de ellos el perro está suelto, pero tiene aspecto pacífico; lanoso, bonachón, me acompaña incluso un rato en el camino; luego se vuelve silencioso hacia el caserio en medio de la oscuridad. Una hora más tarde, saliendo de un grupo de casas, veo venir corriendo a otro perro, éste negro con cara de malas pulgas; pero el simple hecho de agacharme a coger una piedra obra un efecto milagroso, pone pies en polvorosa mosqueado con la piedra que le puede caer encima; se ve que tiene experiencia. No le vuelvo a sentir. Llego amaneciendo a Sant Pere Sallavinera.



Termino con los versos de José Hierro, Cuadernos de Nueva York. De mi biblioteca volante elijo a Houellebecq, Las partículas elementales. Con un camino de lomas y larguísimas pistas los kilómetros pasan con rapidez. Al mediodía estoy en el monasterio de Pinós, donde pensaba llegar a la hora de la cena. Esto de encontrar restaurantes notorios en los monasterios es una gran ventaja y tiene, por demás, su punto de gracia, suelen ser lugares construidos con buen gusto, con un aire de cosa antigua que me gusta. Creo que necesito inmediatamente un prado para echarme la siesta, no termino de reponerme, y con más razón ahora después de una comida que estaba bastante bien.



Después de la siesta corre un fresquillo, se dora el campo de tal manera que me hace pensar que efectivamente esto ya es septiembre, y remoro así algunos versos de Carlos Marzal, que empezaban así: Ha cambiado la luz, esto es septiembre, y que ya en otra ocasión, estaba yo en Rodas por entonces regresando de un larguisimo viaje, me sugirieron otros versos (aquí están para el que lo quiera); sólo que aquellos tenían olor a mar y a bandadas de turistas comiendo helados en pantalón corto, todo un ejército que paseaba su ociosidad por aquella perla del mar Egeo. Septiembre sabe ya a vuelo de pájaro inquieto que huele en el frescor de las mañanas, en las moras negras, maduras, apetitosas, el final de un largo verano, el tiempo de ir pensando en el sur. Y creo que lo mismo me sucede a mí; con todo lo a gusto que estoy en la compañía de los grillos, haciendo mis largas siestas bajo la copa de los pinos, viviendo en las horas previas al amanecer el mágico encuentro entre la noche y la mañana; aun con todo eso siento un no sé qué hoy que debe parecerse a esa instintiva comenzón que sienten las aves cuando empiezan a preparar su regreso hacia otro hemisferio. De hecho comienzan a pasarme cosas por la cabeza en las que antes estaba lejos de reparar, algunas reformas en casa, algunos trabajos en la parcela, la construcción de un invernadero que habrá de guardar nuestros geranios durante el invierno; cada vez que paso por una casa de campo construida con gusto, llena de arriates y flores, no dejo de mirar aquí y allí por si encuentro una buena idea para mi propia casa; quizás un viaje a Medio Oriente cuando estas tareas hayan finalizado. Hoy se me pasaron las horas diseñando el taller, la habitación que ocupaba nuestro hijo Mario, el cabrero, y que está pidiendo ya que nos ocupemos de ella. Esta mañana la vestía de piedra y cal, le ponía un suelo de madera y adornaba el techo con grandes vigas de roble al modo del artesonado que remataba el techo del restaurante del monasterio de Pinós donde comía. Por cierto que es curioso que en las dos novelas japonesas que he leído en los últimos días, en ambas, los traductores confundieran el techo con el tejado; el protagonista de Kawabata debía de subirse al techo para arreglar unas tejas, mientras que el de Ishaguro contaba cómo se veía el techo de su casa desde la colina próxima. También yo tendré que sustituir algunas tejas, aunque no, claro, en el techo, donde por el contrario sí tendré que cavilar cómo disponer el artesonado.



Hace fresco esta noche. He puesto la tienda en previsión de que llueva, pero sin embargo dormiré fuera. Voy a echar de menos esto de dormir al fresco todas las noches. Aunque con ciertas ausencias, alguna larga como las semanas en que enfermó y murió mi padre, llevo caminando y durmiendo al sereno desde primeros de abril; así que es lógico que mi cuerpo esté perfectamente adaptado, aunque no me sucede como cuando era muy joven, que después de pasar dos meses en la montaña durmiendo simplemente sobre un trozo de plástico, cuando regresaba a casa debía a veces de transcurrir una semana antes de que el colchón no me resultara incómodo.



El mundo de Houellebecq, de los años cincuenta a los setenta en lo que llevo leído, es un mundo de una dureza extraordinaria, es el mundo en que nos movemos hoy con pocas variantes. Un mundo de gente segura de sí misma, liberada, competente profesionalmente, con recursos, pero a la vez gente centrada en sí misma, en sus proyectos personales, sus placeres; familias y parejas desarticuladas que van dejado un triste rastro de hijos para los que los padres no tienen el tiempo que un crecimiento armónico y afectivo requieren. Una selva en que los hijos quedan de hecho expuestos a su propia suerte en el laberinto social, sexual, afectivo. La libertad sexual y sus corolarios, unido a la enormidad de tiempo que el trabajo, la profesión, los negocios ocupan, son uno de los grandes problemas de nuestro mundo actual todavía sin resolver. Todas las situaciones de uno u otro rango plantean problemas que en algún momento dejan en la estacada a los individuos. En la película de Ozu del otro día, El sabor del sake, era la inevitable soledad en la que queda el padre viudo, cuando éste, consciente de que su hija debe hacer su vida y no perder la oportunidad de casarse; era la consecuencia de su larga reflexión cuando ve el drama de la hija de su antiguo profesor el Calabaza, viudo, al que ella dedica amargamente su vida desde su papel de solterona. Yo y los otros. ¿Dónde estará el equilibro, por ejemplo, entre la lógica libertad de los padres, la realización de sus propias vidas y el también irrenunciable derecho de los hijos a gozar del afecto, la cercanía de los padres, a criarse en el calor de un ambiente familiar propicio? El equilibrio no debería ser tan difícil de encontrar, pero de hecho el rastro que dejan todas estas familias dislocadas parece ser una de las características notorias de nuestra “avanzada” sociedad. Y, por supuesto, no es que haya que abogar por una vuelta a la familia indisoluble de parejas hastiadas en donde unos y otros están aburridos hasta la saciedad de una relación que se cae por su propio peso desde muchos años atrás, pero sí sería necesario ejercer una muy difícil responsabilidad para que, la situación dramática que viven muchos hijos como consecuencia de nuestra progresiva libertad de relación, fuera minimizada al máximo.
Pensando en esas situaciones familiares que ofrecen las novelas japonesas recientemente leíadas, o su igual el cine de Ozu, es inevitable encontrarse en la tentación de compararlas con aquellas otras que surgen en la novela de Houellebecq, pero me temo que sea algo complicado para la horta que es y necesito recuperar fuerzas para tener a mi cuerpo en condiciones a las cinco de la mañana.














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