Madrid-Barcelona, 31/08/10


Con qué facilidad y sencillez se acerca uno a veces a la comprensión del mundo. Esta mañana de viaje, por ejemplo, la solitaria calle de la Encomienda, de Mesón de Paredes, una poca gente madrugadora, el camión cisterna en la plaza de Tirso de Molina y el señor de la manguera, las señoras limpiando los portales; esta misma cafetería, la mujer joven haciendo la previsión del tiempo en la televisión, algunas excenas de goles memorables; las mujeres no ya como en otra no lejana ocasión en que marchaba hacia mi GR-7 en Levante, en esta circunstancia como compañeras de viaje, ni muy llamativas ni indiferentes, ahí, parte integrante de la vida misma, un fragmento en la distribución de funciones y quehaceres, de nuestro ser, muestra heterogénea y vivaz de nuestra complementariedad biológica, anímica, afectiva. Este rumor de conversaciones en el vagón del Ave, el sol sobre el cielo plano y sin nubes augurando en el ángulo ascendente de levante un nuevo día de calor. Es verdad que uno no se acerca a la comprensión de ese mundo realizando grandes y sesudos esfuerzos racionales, que la cosa viene así, sin buscarla, como lo hace la felicidad, que se presenta de repente en algún intrincado vericueto de nuestra vida, como por arte de magia; que aparece entre los rostros de los madrugadores viajeros del metro, en la luz blanda y acariciadora de la mañana, en la crujiente textura del croissant que acompaña al café con leche en la cafetería de la estación. Ah, si pasando los años fuéramos capaces de ralentizar el movimiento precipitado de nuestra vida diaria y, dispuesto así nuestro cuerpo y nuestro espíritu a la receptibidad de las influencias cósmicas, al dictado de nuestra llamada interior, siempre tan envuelta, como en casi todo sistema de comunicación, en los ruidos de las interferencias, en la bruma que se interpone entre el emisor y el receptor.
Anteayer vi El sabor del sake, de Yasuhiro Ozu. Nada más empezar la película me pareció estar visionando la novela de Kazuo Ishiguro, Un artistas del mundo flotante, de la que hablé aquí hace unos días, el mismo protagonista en esencia de la película, las circunstancias similares, los temores, la necesidad de reconocimiento por parte de los otros, la soledad, el amor filial, la impronta que va dejando en el alma la ilusoria ficción de un Imperio, el perfume de un amor que pudo sentirse entre los abigarrados motivos de un garito en donde beber sake o whisky era una disculpa para encontrarse con la curva de un cuello, los expresivos ojos de una mujer que recordaban otros ojos y otro cuello. Y el hijo que asiste con el padre a aquel garito para tratar de confirmar si realmente aquella joven barman se parecía, como decía el padre, tanto a su madre muerta, su padre anheloso de la imagen de su esposa, perdido acaso en el solitario camino que ya le estaba llevando a una ancianidad no querida, el tiempo arrasando imperturbable hacia la decrepitud, como sucedía a aquel viejo profesor suyo venido a menos, el Calabaza.
¿No es curiosa esta circunstancia de, encontrándose con dos obras diferentes, película-novela, lleguemos a comprobar en ellas que la línea que lo vertebra, el ambiente que lo envuelve, los modos de los personajes, el silencio penetrante con el que hablan los objetos, que se comportan como bodegones dignos ya de nuestra admiración y gozo, aisladamente del argumento, como una de esos bodegones de Zurbarán o Cézanne, que por sí mismos nos hacen deternos y gozar en nuestro interior del íntimo placer del encuentro inesperado con una parte de nuestro yo que el pintor, el director de cine, ha sabido provocar reuniendo colores, objetos, música en un conjunto armónico que provoca nuestro agradecido placer; dos obras de distinto soporte que hablan el mismo lenguaje, nos cuentan de lo simple, lo esencial de la vida, con la sencillez y la maestría de la que los grandes hombres entre tantos y tantos, saben sacar la dulcísima música que duerme entreverada en los intrincables estratos de la existencia, del mundo, de la naturaleza, del alma humana?
Este ir y venir del centro al norte, anteayer al este, hace más tiempo al sur; ir y venir del camino a la casa, de la casa al camino, a los montes, a los barrancos, a los pasos solitarios del caminante en la madrugada. La casa, mi casa, no ese ostentoso my home is my castle, de los ingleses; ni ese mi hogar nuestro que parece encerrar connotaciones de blanda dependencia entre unos y otros, la familia, el lugar donde, aislados del mundo, en recogida cotidianidad, pasamos gran parte de la vida; simplemente mi casa, donde se reposa mi ánimo y van, como las uvas, madurando a base de sol, agua y nutrientes de la tierra, los pensamientos, donde se reconstruye el ser y los afectos toman el color ambarino oscuro del fruto en sazón. Este ir y venir -las lomas plateadas, los álamos del río, conmigo vais, mi corazón os lleva, el glauco rumor del río-, sí, también los poetas, el austerio don Manuel y su vocero don Joan Manuel, el que al cantar, al decir de Sabina, le hace gorgoritos la garganta; el paisaje y los recuerdos, estos colores de la paleta más suave de Degas que aparecen pasando los escarpados ocres de Catatayud, los molinos de viento como espigados brotes de la huerta sobre el páramo de las lomas, adustas, pacientes, echas de tremenda sed, de soledad y silencio; la cuadratura ajedrezada de los campos de cereales, rastrojos que robaron sus colores a los cuadros de Brueghel, que sobre la piel de las mieses de Vang Gogh fueron desgastado sus amarillos hasta dejarlos en la suave luminosidad con que las dunas se visten a la caída del sol, ardientes, sazonadas por la pátina cegadora del silencio y la soledad.
Este ir y venir por la vida, buscadores de oro de ocasión entre los abetales y los meandros, la noche y el día, el norte y el sur, el mar o la tierra. Buscar, reencontrarse, soñar, comprender, huir -a veces-, llenar el cuerpo de melancolía, drenarlo, bañarlo en la luz y en la noche.
Ya estamos en Zaragoza.





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