El Papa hasta en la sopa

Undués de Lerda, 09/04/11
Sesteo bajo un olivo. Me despiertan unos pasos. Ladeo la cabeza. Un hombre grueso, de rostro redondo, grueso, tocado con un gorro en donde se lee Italia; lleva el caminar de los que andan dolidos de ampollas. Enseguida pegamos la hebra, viene de Fátima, de Fátima a Somport y desde allí la ruta del Camino de Santiago. Lleva nueve días caminando. El Papa le protege del camino, me enseña una foto que lleva colgada del cuello. Me asombran estas cosas, primero la fe en una institución como la Iglesia Católica, tan canallesca y cínica en tantos aspectos (no, por cierto, se puede decir lo mismo de tantos católicos que dieron o dan lo mejor de sí por los demás); después ese apego por el Papa, con su fastuosidad, su papamóvil, esos papas que jalonan la historia y que tan aferrados al poder o a los poderosos vivieron (quien se da una vuelta por el Vaticano y ha leído los Evangelios es imposible que no sienta un profundo ramalazo de vergüenza ajena. Si Jesús pasa por allí en algún momento seguro que no dudará en hacer lo hacer lo mismo que ya hizo con los mercaderes del templo); y después me asombra también esa creencia infantíl en un dios tan vanidoso y vengativo, tan infantil también él (esa maldad de tebeo del Dios católico va mucho más allá de cualquier cosa terrorífica que pueda concebir una mente enferma y malvada; ese fuego eterno, por ejemplo, que inventaron, no refleja otra cosa); y por último me llama la atención la facilidad con que tantos creyentes haciendo dejación de sus responsabilidades ante sí mismos se abandonan a la voluntad ajena, intentando librarse así de lo ineluctable de la realidad, de la muerte , haciéndose un dios a las medidas de sus necesidades. Cosas todas que me parecen de otro tiempo, tiempos oscuros en que la capacidad de pensar estaba mediatizada y maniatada. De todas maneras me cae bien Stefano, mi accidental compañero de camino es un hombre alegre pleno de energía. Quizás su Papa colgado del cuello y su elemental concepto de la religión contribuyan a ello un buen pedazo.

De todos modos, aunque ni mucho menos piense que todos los andarines que se dirigen a Santiago sean creyentes, no deja de ser atractivo que tanto unos como otros converjan en este largo y penoso y estimulante camino; la amistad, la belleza del recorrido, el placer de andar, la experiencia de completarlo, ya son razones más que suficientes para animarse a hacerlo. Quizás para muchos el Camino tenga algo que ver con esa idea de ascesis de la que hablaba en mi post de ayer: el camino es una buena oportunidad para la reflexión y la meditación.
Cuando el sol ha dejado de ser opresivo recojo la tienda y el saco que, había puesto a secar sobre la cebada, y emprendo de nuevo mi camino; diez kilómetros todavía para Undués de Lerda, un pueblecito donde espero cenar y acaso dormir. Cuando llego el sol está a punto de esconderse. El albergue, el bar, están cerrados, pero pronto aparece la chica que lo lleva, una mujer joven y parlanchina que me cuenta montones de anécdotas de viajeros -aquí utilizan ese termina, acaso más acertado-. Hablamos del amigo italiano, que paró aquí al mediodía, me cuenta de dos evangelistas en bicicleta que iban haciendo proselitismo y regalando evangelios por el camino, de gente que confundía la humildad de un albergue con las prestaciones de un hotel de cinco estrellas. Lo cuenta vivazmente, como si le fuera la vida en ello. El albergue está abierto todo el año, también cuando nieva.
El día terminó con todas las comodidades a mano, muchas más de las que el caminante acostumbra a tener. Después de la cena la posadera me acompañó al albergue, cuyo edificio servía también para la instalación del Ayuntamiento. Un lujo. Todo el edificio para mí solo. 






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