La soledad era esto

Logroño, 05/04/11
A la protagonista de mi nueva novela, La soledad era esto, de Juan José Millás, los días o las temporadas en que deja de escribir en su diario, le proporcionan una sensación de no existir. Algo parecido me sucede a mí con la escritura, más o menos; esos largos periodos en que nada, absolutamente nada sale de mis manos, parece como si fueran menos vida, como si las palabras, la densidad de alguna idea, necesitaran como en el caso de ayer, la constación de la escritura, un papel o una pantalla que sostenga, unas palabras apoyándose en las otras, una idea creciendo, echándo sus raíces en otra, para alumbrar algo, una especie de acta notarial que nos confirme que efecto existimos. Lo que no escribo se me va por los imbornales sin apenas darme cuenta. Remitirse a los papeles, aparte de que en ellos se fija la memoria, que ya mismo empieza a flojear alarmantemente, produce el recreo en el tiempo pasado, nos descubre a nosotros mismos en nuestras preocupaciones, nuestra imaginación, esas visiones que las largas horas de caminar hacen vislumbrar en el pensamiento.


Quizás por extensión esto de caminar constituya un antídoto contra el vacío, o mejor todavía, un medio para poner al organismo en estado de recepción que aminore esa sensación de vacío. Los paisajes atravesando la retina, el frío, el calor, el cansancio, el desfile ininterrumpido de las ideas, junto a la reacción del propio cuerpo frente a ellos, constituyen por sí mismos elementos estimuladores de nuestro adormilamiento anímico, de mi adormilamiento anímico, digo.

Sobre el cerrito donde dormía cayó un relente que combaba de humedad mi tienda. Sonó el despertador a las seis y medias, pero fui incapaz de levantarme. Hacía frío, todo estaba muy húmedo, mi cuerpo se encontraba entumedecido. Me levanté cuando el sol rasaba las colinas de levante. Encogido y con el cuerpo helado anduve por más de media hora antes de encontrar un cierto confort en mi caminar. Desayuno en Navarrete y a la hora de comer paso por un extenso pinar cubierto de césped. Me llama la atención algo que oigo en mi ipod, lo paro, rebobino, escucho: ¿tú crees que nosotros somos vulgares?, le dice ella a él. Tú no, dice él, pero yo sí. ¿Por qué tú no y yo sí?, pregunta ella. Porque yo siempre quise ser feliz, afirma el marido. Un poco más allá paro a comer algo y, mientras, pongo a secar mi tienda. Logroño queda ya a tiro de piedra.
Hoy por la tarde tuve la sensación de que no iba a ninguna parte; caminaba, simplemente eso. Me había echado la siesta en uin prado bajo la sombra de un álamo blanco en las afueras de Logroño y, cuando deperté y comencé a caminar, una vez pasados los primeros momentos de entumecimiento, sentí que mi estado era bastante satisfactorio; caminaba, no pensaba en nada en particular, lo hacía sin esfuerzo, como siguiendo un hábito adquirido de toda la vida. Me resultaba muy grato. Notaba el cuerpo tocado por los kilómetros, pero éste parecía no enterarse, ensimismado como estaba en su particular ritmo camino de Viana. Mi velocidad se había reducido un poco y era como si mi cuerpo caminara a su aire sin preocuparse del esfuerzo de mi voluntad por empujarlo hacia adelante. Mi novela llegaba a su fin, La soledad era esto; la soledad, algo mucho más presente en nuestras vidas de lo que solemos pensar. Uno de los aspectos más representativos de nuestro lucha, escondida, soterrada bajo el tráfago de los hechos y las obligaciones, pero viviendo bajo tierra una vida activa y lantense semejante a la del topo de la historia de Kafka. Nunca terminamos de hacernos, dice ensimismada la protagonista hacia el final de la obra. Algo en consonancia con mi estado de ánimo del final del día.
Llegué a Viana ya entrada la noche. Según asciendo hacia lo alto de la ciudad miro la luna chiquita que se levanta tímida a mi espalda. Bella ciudad. Cené bien en una de sus tabernas. Hoy me tocará buscar a oscuras el emplazamiento para el vivac.










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