Los rostros del camino

Villamayor de Monjardín, 06/04/11
Treinta kilómetros desde el amanecer, y al final una respetable cuesta que me dejó echo un trapo a las puertas del bar de Viilamayor. Si alguna vez vuelvo al Camino de Santiago, creo que volvería a hacerlo como en esta ocasión, empezaría en Santiago y seguiría cualquiera de los itinerarios radiales que parten de la plaza del Obradoiro para terminar en Cádiz, en Francia, en Madrid, en Oviedo o en Montserrat. Constituye un atractivo muy agradable el encontrarte continuamente con tantos rostros de frente a lo largo del día, una diversidad que no es neutra, que se me antoja, por el empeño que requiere el camino, por el esfuerzo, por el animo que implica, una diversidad selecta. Desde antes del amanecer uno se empieza a tropezar con rostros que en todo momento suponen un leve interrogante para mi curiosidad. Bastante a menudo me veo obligado ante la interpelación de algún peregrino, extrañados siempre de que camine al revés de ellos; y no faltan graciosos que me indican con una pantomina que voy errado, que Santiago está para el otro lado; me veo obligado a charlar con la gente. Hoy esta fila desperdigada es más selecta de lo común; está constituida por mucha, mucha gente mayor, mucha gente con más de setenta años que, exhibiendo una formidable disposición, paso a paso se dirigen hacia Santiago de Compostela; una mujer mayor sola, ya no sé puede hablar de ancianos o de viejos, arrastra su macuto con ruedas por un empinadísima cuesta; muchas de estas mujeres solitarias me regalan una amplia sonrisa con su buen camin0; un matrimonio de aspecto centroeuropeo, que toma el sol frente al restaurante en Los Arcos, y al que nunca imaginaría en una aventura como ésta; decenas de ejemplos durante todo el día. No sé por qué, pero cuando uno piensa en el hecho de hacer grandes distancias caminando, no llega a meter en esta idea un porcentaje grande de gente que por su físico poco deportivo, por su edad sobre todo, no parecería ni dispuesta ni capaz de caminar cientos de kilómetros. Vamos, que son cosas que me reconcilian con la humanidad, que echan abajo el argumento de que esto de caminar largo y tendido es sólo cosa de unos pocos. Maravilloso mundo de caminantes que yo tengo el privilegio de ver a lo largo de todo el día, de frente, animosos, adustos, alegres, hermosos, casi siempre con la sonrisa en los labios. Una confraternidad planetaria, creo que no exagero, que raramente se puede dar en cualquier otra circunstancia.

Los aforismo de Nietzsche vertreban las primeras horas del día: Prometo no leer más autores que dejen entrever su intención de escribir un libro; en los sucesivo leeré sólo a aquellos cuyas ideas formen impensadamente un libro. De donde los libros han de hacerse a sí mismos de la aletoria concurrencia de ideas que, como el agua del pozo en donde después dormiré la siesta, más allá de Villamayor de Monjardín, una especie de capilla de aspecto románico con unas escaleras que llevan hacia una piscina desde donde acaso el agua se repartía hacia otro lugar; venga como el agua acumulada por su volumen o consistencia a convertirse en un libro. Una idea fructífera que debió de servir a muchos autores como método de trabajo. Libros que se hacían solos día a día como pequeños riachos que van a engrosar un amplio embalse de ideas con el tiempo. Y pienso en una de las obras más notorias de la humanidad, Los ensayos, de Montaigne; o la Biblia, acaso; o en El Quijote, que debió de ser para Cervantes una manera de ir haciendo camino al andar, tanto como para perder Sancho el rocín en un capítulo y no recordar el autor en el capítulo siguiente que al susodicho rocín lo había hecho desaparecer en el capítulo precedente. A mi me anima de algún modo una idea similar, no escribo un libro, pero sé que día a día él se va escribiendo poco a poco sin que apenas ni él ni yo nos demos cuenta.
Cuando el campo se hace campo. Cuando el campo se hace campo y desaparece en el horizonte el asfalto y el paisaje se llena de pájaros y del rumor de los arroyos, y las cebadas brillan restallantes de luz, hechas de brisa y viento, o las lomas se vuelven intensamente verdes, brumosas en la distancia; cuando la mañana se llena de piar de pájaros y ruido de motores lejanos, de una delgada luz en la que se adormecen lejanos campanarios recostados bajo las verdes lomas alternadas de viñedos.



Ahora leo a V. S. Naipaul, Semillas mágicas. Leyendo las ideas del protagonista me interpelan a su vez, el mismo leitmotiv que recorre Las Meditaciones de Marco Aurelio durante toda sus páginas, la misma inquietud moral que tarde o temprano viene a las puertas de nuestro encerrado yo. ¿Debe, puede uno dedicar única y exclusivamente la vida a sí mismo? ¿Debe el hombre dedicar una parte importante de ella a la comunidad? ¿Puede uno conformarse, como tertigo de piedra, a ver la realidad sin implicarse intensamente en ella? ¿Puede uno dejar de hacer esto en alguna edad? ¿Es de recibo hacer como el Cándido de Voltaire, que desengañado con los acontecimientos del mundo, dedica el final de sus días a cultivar su propio huerto? Como se ve al camino no le faltan interrogantes, arduos interrogantes a veces que me acaompañan junto a los pájaro, junto a los espinos en flor, las olorosas aulagas.
Esta noche vine a caer en un encinar, coqueto, recogido, acogedor. No llevaba comida encima, pero me dio lástima desperdiciar este ofrecimiento que me hacían las encinas, el prado solitario, una bandada de pájaros que revoloteaban a los alrededores del camino.















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