... Y fin


Valle de Canfranc-Madrid-Humanes, 12/04/11
Hoy me di el lujo de dejarme despertar por el sol en los ojos, algo inaudito para un caminante que se precie, pero los caprichos son los caprichos. Hacia el mediodía, en Candranc, daré por terminado mi Camino de Santiago, doce días de marcha en esta ocasión, que ponen el punto final a un recorrido que había comenzado años atrás. No mucho más que añadir. Estoy en el Pirineo, ocasión para tantos recuerdos y, espero, para tantos proyectos todavía. Nada más comenzar a caminar, esta mañana me encontré con una solitaria caminante, una señora menudita que no tendría menos de setenta y tantos años; nos sonreímos cariñosamente cuando nos dimos los buenos días. ¿Hasta cuánto años podré caminar? Es una pregunta que me hago a veces, y más cuando que me cruzo con algunos de estos hombres o mujeres, tan animosos, tan cargados de años; mi admiración para todos ellos. Poco más arriba concluiría mi camino, junto a la iglesia del pueblo de Canfranc.

La estación de Delicias, donde espero la venida del AVE, está llena de esa clase tan especial e inconfundible de individuos que se dedican a los negocios. Siempre me parecieron seres muy curiosos, sus trajes, sus formas de moverse, el teléfono en todo momento colgado de la oreja. Antes eran el alma de los aeropuertos, pero ahora que éstos se han democratizado, ya casi ni se les ve por allí; cosa que no sucede en este tren de alta velocidad. Y en el tren los quince primeros minutos la cosa se hace cargante por motivo de los teléfonos, cuatro o cinco alrededor hablando con un respetable tono de voz como si estuvieran en sus respectivas oficinas. El viajero de enfrente, un hombre de aspecto sufrido, mayor, desplaza la mano izquierda que sostiene su periódico y le da unos golpecitos a la ejecutiva de la izquierda, pantalón a rayas, chaqueta, pelo rubio sobre los hombres, voz resuelta, agarrada a su teléfono como si en él se le fuera el alma; la seña indica obviamente que debe bajar la voz. Cuando vengo con mi tónico con hielo desde el vagón restaurante, la cosa se ha tranquilizado, ahora es la paz del viaje, las voces mesuradas, los ordenadores, los periódicos, los ebooks, algunos que juegan con su blackberry.

Vuelvo a casa con la liviana sensación de haberme dado una vuelta por el mundo, ese mundo que cada vez se hace más pequeño. El mundo se hace pequeño con los años, con los viajes, con la experiencia. Bueno, no sólo el mundo; hacerse mayor es ir llegando cada vez más a la simplificación de la existencia, de la realidad. Cuando días atrás leía a Fernando Savatar, Pensamientos arriesgados, una especie de antología de sus libros, mientras disfrutaba de su jugosa prosa, lo que en realidad me cuestionaba era la prolijidad de los temas, la sutileza y la complejidad que todo rincón de la realidad comporta. A mí, que cada vez me parecen las cosas más sencillas, que van desapareciendo como temas controvertidos tantos que antes me preocupaban en exceso, me resulta gozoso encontrarme en los otros una sutileza, que siéndola, acaso me satisface más por su aspecto estético que por otra razón, aspecto estético de las ideas, aspecto estético de las palabras y su disposición. Creo, no puedo estar seguro. Debe de ser porque una vez que uno organiza su cabeza, no tanto racionalmente como intuitiva, experiencialmente, conforme se va haciendo con unas creencias que el tiempo ha ido modelado pacientemente en uno, este uno adquiere, va adquiriendo, una especie de certeza, que sin prescindir del pensamiento de los otros, de la filosofía, de la complejidad, lo va atrincherando en su yo, debilitando el juego de las interrelaciones y preparando al hombre en su última andadura, en esa simplicidad que es el camino hacia la muerte monda y lironda. Etapa nada pesimista, por otra parte, o al menos así quisiera que fuera, que sería bueno contemplar con esa ironía que Savater defiende como una de las mejores armas con que acercarse a la realidad.
Me he prometido estos días leer a Savater más despacio; el camino no siempre proporciona una lectura reposada y atenta, so pena que se quiera terminar entre las zarzas o metido de cabeza en el río, o se está a lo uno del todo o se está a lo otro; y teniendo, como es obligado, que repartir la atención, el resultado siempre es una lectura un tanto descuidada. De ahí la necesidad de repetir lecturas o dejar aquellas más complejas para la tranquilidad de la cabaña, estos días ya la lectura a la sombra de las acacias, frente al perfil de la sierra de Gredos que siempre aparece allá, a lo lejos, frente a nuestra parcela.
Se me ha ido el regreso entre estas líneas y una tónica con hielo; llegamos a Atocha. Fin de otro camino más. 





No hay comentarios: