La vida al desnudo y mi reencarnación en cabra

Gallegos, 09/06/11

Para la family, con cariño.

Más allá sólo está el mar, ceniciento, adormecido y triste; el viento zarandea las ventanas; hay una grisura atravesada de viento que barre mis primeras disposiciones dejándome en el ánimo el poso de una aventura que llama a su fin. La mañana se echa agresiva contra mi ánimo. Atravieso El Tablado, solitario y como abandonado ya desde hace décadas, aunque algún gallo dé su santo y señal de la habitabilidad en algún corral de las pocas casas que pueblan el lugar, intentando calentar mis piernas que tan torpes se encuentran siempre a esta hora; está francamente desapacible. Los barrancos, en los que tanto he disfrutado estos días, me parecen hoy abismos infranqueables; el primero al que me asomo, que se abre de imprevisto tras una loma, es impresionante; veo perderse peligrosamente los zigzags del camino en sus fauces.

La vida al desnudo. Esta mañana siento muy especialmente esa cruda desnudez asomado a aquel complejo reino de vacío y quebradas que se abre a mis pies. La vida reducida a sus elementos más primarios. Ayudan a ello el mal tiempo, el viento, mi sensación de desvalimiento, mi soledad, sobre todo. La soledad, que es tan a menudo mi compañera de camino, se hace notar de manera muy especial en lugares así donde se huele el peligro, donde la naturaleza se convulsiona y muestra las violencias de su historia, los recónditos lugares en que en el silencio de los milenios ella ha ido construyendo sin ojos que pudiera contemplarlos, la majestad de su esplendor, el inextricable museo selvático de sus vegetaciones multitonales. Ante todo esto mi ánimo se sobrecoge esta mañana, un espectáculo, lleno por demás del abrupto romper de las olas que golpea como música de fondo haciendo de las paredes del barranco caja de resonancia de su golpeteo intemporal. Cada barranco un mundo, él sólo un parque nacional en sí mismo, aunque el lejano canto de los gallos humanice un tanto su soledad.

Ayer malcomí, no hubo lugar de aprovisionamiento, ni siquiera un bar donde tomar una tónica, y esta mañana mi desayuno es un mendrugo de pan y unas pocas almendras. También esto debe contribuir a sentirme inseguro y algo disminuido. De todas maneras es una sensación que poco a poco va desapareciendo a la largo de la mañana, mientras me sumerjo y emerjo de un par de profundos barrancos, pero sobre todo después de desmembrar una chumbera que me encuentro por el camino. Las chumberas están en flor, pero ésta que hay en la curva del camino ofrece montones de chumbos pequeños que de golpe ponen en funcionamiento mis jugos gástricos con una avidez propia del que no ha probado fruta alguna en mucho tiempo, rojos, pequeños, apetecibles. Así que, ni corto ni perezoso descargo dispuesto a darme un hartón con estos exquisitos frutos. Arranco uno con el bastón, y ya en el suelo, inserto el regatón y lo destripo: tiene un excelente aspecto. Saco mis herramientas de comensal, una pequeña cuchara y un tenedor y, tratando de no tocar los higos con las manos, pruebo comerlos. Su pulpa es de color vino burdeos oscuro algo sanguinolento; su sabor es exquisito, pero no acierto a comer ordenadamente aquello; me intranquilizo, y aunque tengo experiencia con dichos higos, en casa hubo una enorme chumbera durante muchos años, y con las incomodidades que proporcionan sus pinchos si no los manipulas con atención, me olvido de todo cuidado y empiezo a cogerlos y pelarlos con las manos, enguyéndolos golosamente uno a uno por docenas hasta que quedo satisfecho y acaso con la preocupación de que me hagan daño. Había notado que mis labios, lengua y dedos de las manos estaban llenándose de incordiantes habitantes, pero no hice caso absorto en el banquete que me estaba dando. Diez minutos más tarde, cuando la chumbera quedó atrás, ya sí empecé a preocuparme por mis labios, manos y lengua: todos llenos de decenas, acaso cientos de los pinchitos de los chumbos. Paré y probé a restregarme boca y lengua con la fina arena que deja la lava, recordando cómo quitábamos los pinchos en casa, donde los hacíamos rodar sobre la arena antes de manipularlos para comerlos, pero es inútil; cuando me toco los labios con la lengua tengo la misma sensación que se tiene cuando uno lo hace sobre la cara no afeitada de una semana. Quizás tenga que acudir a un centro de depilación para que me saquen todos esos pinchitos que me han quedado en el cuerpo; necesito una completa depilación de lengua, labios y manos. No se me había ocurrido antes, pero en mi próximo viaje a Canarias, si es época de chumbos, habré de añadir a mi equipaje un buen par de guantes de trabajo. Es un fruto que da lástima dejar sobre las chumberas.



Ahora, después de comer algo en el bar-tienda de Gallegos, salió el sol y la pajarera despierta alborozada en el barranco. Es otro día, desaparecieron las nubes, todo tomó un aspecto más prosaico; sí, el misterio de las primeras horas, la vida desnuda, la tristeza del mar, incluso el canto lejano de los gallos, todo eso había desaparecido. Lo de la mañana había sido un cuento contado al calor de la brasa de un invierno ventoso y algo lúgubre. Es como si el momento presente fuera la realidad y lo otro el sueño aunque éste estuviera teñido de tristeza y viento.

Y poco más adelante, en lo profundo del barranco, el hallazgo del día; de pronto me encontré asumiendo la reencarnación de mi hijo, convertido yo a mi vez en cabrero, o si se me apura en cabra. Y para demostrarlo ahí va una imagen para Inara del abuelo reencarnado en cabra, y un acertijo para ella: ¿quién es el abuelo, Ainara, el de la izquierda o el de la derecha?




Todo el rebaño, unas cabras de grandes cuernos bien diferentes a las de Valdemanco, no se separaban de mí, como si hubieran asumido que yo era su padre. Después de quince minutos de compañía y de seguirme por el sendero, empecé a preocuparme de que verdad quisieran continuar conmigo más allá del barranco. Fuera bromas, y después de leer tres tomos seguidos de Mishima, en donde las reencarnaciones jugaban un papel esencial, sí llegué a preguntarme si acaso yo pudiera ser una reencarnación de mi propio hijo que estuviera burlando el orden lógico del tiempo; de hecho yo creo sintonizar bastante bien con esos animales, y no sólo por eso de que la cabra tira al monte. Son indómitas y poco dadas a seguir los caminos corrientes; de hecho poco les importaba a las cabras, como a mí, que alguien hubiera puesto dos o tres puertas en el camino para evitar su paso, pasaban igualmente por lugares espectaculares, claro, sólo aptos para cabras, como en la Caldera de Taburiente. A Dios gracias, cuando llegamos al fondo del barranco prefirieron quedarse allí ramoneando en los arbustos. La verdad es que reencarnarme en cabra no habría sido de mi gusto en su totalidad, de hacerlo preferiría hacerlo de cabrero.








1 comentario:

la granota dijo...

El hambre es muy mala para la salud ;)