Disquisiciones

Barranco de Alen, 10/06/11

El mar rompe a mis pies. Hoy apenas anduve, lo suficiente para encontrar este trozo de mar. Al final consumiré todo mi tiempo en La Palma, lo que me da margen suficiente para gandulear un poco sin necesidad de tener que hacer este último tramo a la carrera. El sendero que sale de San Andrés baja el barranco hasta los labios mismos del agua, los besa y después arremete la cuesta de nuevo. Ahí me quedé, recordando esos versos de Keats que citaba el otro día; sin nada en las manos después de terminar tras la comida la novela de Merino; con las manos en los bolsillos mirando las olas, acaso pensando en esta vanidad de escribir y dejar constancia del tiempo y de alguna que otra emoción que recorre al caminante en su peregrinar de un lado para otro. La vanidad de escribir, de publicar, de estar en algún sitio, en el reconocimiento de alguien, en... la vanidad de todas las cosas de la que tan difícil es substraerse. Ese tango venía bailando yo durante buena parte de mi camino, y no se trataba en este caso de una feria, que es cosa pomposa y con nombre de novela, sino de la sencilla vanidad que nos persigue (primera o tercera persona, tanto da) y de la que uno quisiera estar exento aunque sólo fuera por no descubrir en exceso su lado más lelo. 

 


Esta tierra que camino está llena de lagartos, se les ve en las vallas, en las calles, cruzando el camino pies para qué os quiero; unos negros, otros amarronados, los más ceniza oscuro; asoman la cabeza, pasean como señorones por la plaza del pueblo y, cuando descubren que estás demasiado cerca, empiezan a correr a toda leche como quien se va dejando el culo tras de sí. Me pregunto si los lagartos tendrán esa preocupación de la pequeña o mucha vanidad, pero no me suena, no imagino a un cerebro de un lagarto ocupado en estas nimiedades, tan anteriores ellos al desarrollo de nuestro sistema límbico. Estos animalejos pasan de sus crías, las abandonan, se comportan como si la relación con los otros no tuviera ni pizca de esos condimentos de amor-odio que sufrimos los seres algo más desarrollados. Para que las hembras sienta apego por las crías parece que tendrían que pasar algunos cuantos milenios más. Uno no tiene ni idea ni de biología ni de psicología, pero, aquí, frente al mar, sin nada que hacer, se le ocurren cosas, se pregunta, por ejemplo, por el origen de la vanidad, y como encuentra que los lagartos con los que se cruza probablemente no la tienen, enseguida se va a emparentarla con el nacimiento de la afectividad en nuestro cerebro, con el desarrollo del sistema límbico que tuvo su aparición un tiempo después. Quizás a partir de ahí sea posible otear el nacimiento de la vanidad, y adjudicarla a este estadio de desarrollo en que ya una hembra de un mamífero no abandona a sus crías, como hacen los reptiles, o en que el macho de un chimpancé no deja de pavonearse frente a sus opositores con menos posibilidades.

Palabras, sólo un juego para pasar el final de la tarde. Más, ¿a qué puede servir, siguiendo este camino ascendente del desarrollo, la vanidad? Hace no mucho escribí un post que titulé: Quiéreme, aquellas líneas trataban de esclarecer algunas de las maneras con que nuestro comportamiento está dirigido a conseguir el aprecio de los demás, era algo más íntimo, más referido al entorno inmediato de las personas que conocemos. La vanidad parece que tiene una entidad algo diferente; cuando ésta se acerca a nosotros ofreciéndonos alguno de sus caramelos, en ella, creo, hay elementos hetereogéneos tales como la necesidad de salir de una mediocridad en la que no es fácil sentirse cómodo, esa necesidad de ser algo diferente a esos otros abstractos que constituyen la mayoría, queremos mirarnos y sentir que lo que hacemos nos satisface, está de acuerdo con una ambigua idea de nosotros mismos. Es una lucha soto voce en donde los contrincantes son ambos partes de uno mismo. Se trata probablemente de un estrato menor de la vanidad, ya decía que no pretendía hablar de ninguna feria, que la informalidad de la tarde, este largo y dolce far niente frente al ahora plateado mar, me sugirió. Cuando se camina durante días solo no es difícil que un día sí y otro también vayan apareciendo interrogantes, son parte del camino. Al decir de Savater la filosofía esencialmente debería consistir en plantear continuos interrogantes, posibilitando cada vez una mayor complejidad de los mismos; interesan más los interrogantes en sí que las respuestas.

A estas alturas, cuando se está poniendo a chispear y voy a tener que buscar un emplazamiento para mi tienda, estoy empezando a pensar que vanidad quizás no sea un término justo; vanidad, vacío, vano, me suena a cosa huera sin chica ni limoná. Acaso sea mejor sustituirla por orgullo; sin embargo tampoco es preciso el término para nombrar esa cosa sobre la que empecé a reflexionar esta mañana mientras escalaba el primer barranco de la jornada, y que arrancaba de cierta incomodidad al presentir en mí la necesidad de escribir, un elemento que se me podía estar colando de rondó sin advertirlo. Quizás orgullo y vanidad sean las dos caras de una misma moneda; se siente orgullo cuando uno hace algo que gusta, que está bien, sin embargo el causante que pudo empujar a la realización del acto bien pudo ser la vanidad.

Definitivamente está lloviendo. No me hace ninguna gracia. Tengo siete horas de barrancos hasta el próximo pueblo y el empedrado que cubre gran parte del camino, el llamado Camino Real de la Costa, no es el mejor firme para un tiempo de lluvia. 


 

2 comentarios:

la granota dijo...

¿Sabías que en los lugares con vientos frecuentes hay más incidencia de trastornos mentales?

Alberto de la Madrid dijo...

No lo sabía,pero lo tendré en cuenta, que entre el viento y los libros que leo últimamente...
Ya estoy casi a punto de irme de tus islas bonitas.
Un saludo