De dunas y asfalto


Son Serra de Marina, Artá, 01/08/11




La amplísima bahía de Alcudia. Dormí sobre una de las tumbonas de la playa después de un agradable paseo bajo el sol del atardecer. Me pasé la noche buscando una radial con la que trocear un grueso tubo de hierro de forma de columna salomónica, que medía tres metros setenta y que necesitaba partir en cuatro trozos para la fabricación de una cama. No sé cómo pero se trataba seguro de una cama. Aquello pesaba una enormidad y la búsqueda de la radial ocasionaba múltiples molestias a una familia amiga que terminó por mandarme a freír monas porque yo quería meter el tubo en la casa y no había modo de hacerlo. Luego, después de dar unos tragos de agua y de comprobar que el cielo estaba estrellado, estuve dedicado a buscar un piso que al parecer quería comprar; el dichoso tubo salomónico y el piso me tuvieron ocupado toda la noche. Al fin empezó a amanecer, los capirotes de las sombrillas de brezo se dibujaban oscuras sobre las primeras luces del alba.



La bahía de Alcudia engaña en su magnitud. No había nada abierto cuando pasé por Can Picaforca, así que me dije, bueno, ya encontraré algo más adelante. Poca cosa más adelante después de más de dos horas de fatigoso caminar por la arena de la playa, sólo cabía esperar que en una pequeña colonia que indicaba el mapa pudiera encontrar algo para comer. El paisaje en esta parte de la bahía tiene cierto aspecto de desierto, ni un solo árbol, plantas ralas, paisaje dunático. El sol había empezado a pegar fuerte desde temprano.





En Son Serra de Marina, donde al fin desayuno, me dicen que hasta Artá habrá unos nueve kilómetros frente a los dieciséis que señala mi mapa. Veremos. Al final serían dieciséis con una solanera implacable.
Mientras tanto leo un rato. De la conquista de Mallorca por los romanos retengo la anécdota de que los romanos desembarcaran en Mallorca amparados por grandes toldos de piel que los protegían de los proyectiles que les lanzaban los honderos, una práctica remota que fue explotada por ejércitos de paso que contrataban a estos como fuerza de choque: la guerra a base de pedradas. Tras los romanos les toca el turno a los vándalos, que parecen, asegura Carlos Garrido, en Castillos en el mar, una prefiguración del boom turístico de nuestros días. Los vándalos procedían del actual norte de Alemania y Dinamarca. Eran rubios y nórdicos, buscaban el sol y calidad de vida. No parece que los vándalos fueran tan vándalos como nuestra la leyenda. Muchos siglos después las cosas no son muy diferentes; en la semana que llevo caminando la mayoría de personas con las que me he tropezado son de ascendencia alemana; allá donde es difícil encontrar gente, bosques, valles altos de la Tramontana, los pocos caminantes con que me tropiezo son de procedencia centroeuropea.
La conquista musulmana también tuvo paradójicamente su origen en el turismo. Un prohombre piadoso de Córdoba viajaba hacia La Meca cuando un temporal le obligó a recalar en Mallorca. Asombrado por las riquezas de Palma, envió un informe al califa proponiendo su conquista. Desde entonces las Islas de Al-Ándalus tanto dependieron de la Península como constituyeron una organización política propia. Su aportación acaso más notable tuvo lugar en el campo, donde introdujeron muchas técnicas de regadío importadas de lugares húmedo, trasmitiendo su sabiduría agrícola. La cultura islámica dejó muestras de gran sensibilidad, arraigó en la vida campesina y ciudadana y se introdujo profundamente en la toponimia.



Ahora es otra cosa, asfalto, sol a plomo sobre la cabeza, ninguna sombra, ¿ejercicio masoca? No, otro modo de probar qué cosa puede producir en mi ánimo este cocedero de abrasarse al sol. Eso, la experimentación de las sensaciones, esas bonancibles señoras que tantos sutiles placeres nos deparan; todo mientras Uribe (el libro de Goytisolo), busca para sí un comportamiento excéntrico que satisfaga imprecisas necesidades nacidas de la abulia y de la vida bien. Me paro bajo una higuera, los higos no están maduros; la carretera parece esa línea recta e interminable que cruzaba Castilla dos años atrás en algún lugar impreciso entre León y Egea de los Caballeros. Estar al sol y caminar por el asfalto y ver qué pasa; el ala del sombrero sobre las gafas de sol, como intentando rehuir el exterior, la línea cálida del asfalto; el ruido del tráfico, tratar de imponerse al rugido de los motores, gente con mucha prisa. Y también la brevedad agradecida de la brisa que barre el llano que lleva a Artá. Experimentar con el propio cuerpo, caminar sin preguntarse por el absurdo; acción, las palabras de Krishna, ponerse en acción, nada más, sin finalidad, la línea de las colinas de enfrente prometiendo el mar al otro lado.
Cuántos coches. ¿Adonde irán? ¿Cuál es la acción de sus ocupantes? ¿Comer aquí o allá, ir a tal cala o la otra, repartir las bebidas, conseguir un pedido de electrodomésticos. Un corderillo muerde tiránicamente de la ubre de la madre, ésta a punto está de darle un capirotazo. La brisa mueve las rasposas hojas de la higuera. Hace sol, mucho sol, un sol cenital un tanto bárbaro.
Y enfilo la carretera y el calor. Al fondo se ve una gasolinera, una de esas solitarias que se aparecen en las películas americanas. Después la línea del asafalto enfila una larga cuesta. El ipod retumba en mis oídos luchando contra el ruido del tráfico. A David le han tendido una trampa jugando al poker y como consecuencia de ello ahora debe matar a Wender, un funcionario político. Toda su vida desfila por su cabeza mientras sostiene en la mano la pequeña pistola negra de culata nacarada. La carretera describe una curva a la izquierda. Mi sombra de caminante se refugia bajo mis pies, tan exigua es. Todavía once kilómetros, diez.



A lo lejos un gran olivo esparce su sombre invitándome al descanso. Descargo, me tumbo, bebo un gran trago de agua, la brisa acaricia mi cuerpo, es delicioso quitarse las botas y mirar el cielo azul entre las ramas. Un enorme captus polvoriento crece frente al olivo. La novela de Goytisolo: vidas para después de una guerra; suena un avión en lo alto, conecto el ipod, el monólogo de David sigue su curso.





Y nuevamente el sol. Mallorca, el reino de las vallas; no quieras echar una meada unos metros más allá de la carretera porque te será imposible. Las vallas, triste manía, consentida usurpación de espacios habitables, atávica referencia para un mundo en donde algún día habrá que construir túneles para atravesar las propiedades privadas. Lo público y lo privado, un conflicto a resolver por las generaciones venideras... si tienen suerte. Y menos mal que el aire todavía es libre, que no ha nacido aún el listillo que haga negocio con él conviniendo la necesidad de compartimentarlo en algún registro de la propiedad. Si no nos espabilamos, al tanto, algún día lo tendremos ahí, dólares o euros para pagar el aire necesario para la respiración.
Llego a Artá a la hora de la comida: las cinco y media de la tarde. Uf. 







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