La liturgia del viaje


Platja de Sant Llorenç, 02/08/11

Leí sentado en un lecho de algas, un día lechoso de mar algo turbulento, después de la obligada siesta bajo los pinos, cuando se me ocurrió la idea de que acaso sí, viajar, acercarse a una isla, llegar a un territorio, debiera tener su liturgia de aproximación. Este vivir ya en la certeza de la prisa, del reconocimiento de que todos los puertos se parecen, todas las islas tienen un cierto cariz que las aglutina, es perjudicial para el disfrute que cabe esperar de los lugares. El viajero piensa que de tanto viajar se puede llegar a perder la sensibilidad de la aproximación, de la expectativa, todo se puede hacer excesivamente cotidiano. Recuerdo hace años que regresando a Madrid, en el aeropuerto de Ajaccio, en Córcega, hojeaba una revista haciendo tiempo, cuando me encontré con un reportaje sobre los islotes de la bahía de Ha-Long en Vietnam del Norte. Al día siguiente, cuando llegué a casa, lo primero que hice fue consultar el precio de los vuelos con este país, encontré un pasaje para Bangkog para dos días después. Mi aterrizaje en esta ciudad fue un aterrizaje sin pena ni gloria, que sólo después de unos días logró imponerse con su cultura y su exotismo en mí; después viajé por Thailandia, Laos y Camboya, caminé por las montañas de Chiang Mai, pero mi referencia viva era el archipiélago de la bahía de Ha-Long; estaba embrujado por el espectáculo de aquellos monolitos calcáreos en medio del mar, donde el modo de ir a la escuela eran pequeñas embarcaciones que surcaban cada mañana el mar para recoger alumnos de isla en isla. Habría sido ridículo que yo aterrizara en uno de aquellos islotes en un vuelo regular, me habría perdido el gozo de toda la expectativa que había prendido en mí accidentalmente en un pequeño aeropuerto de Córcega. No es corriente un flechazo así, pero cuando no existe habría que intentar crear el clima para que cada viaje fuera una magnífica experiencia.
Carlos Garrido recomienda enfáticamente llegar a Mallorca por mar, describe el paso junto a la isla Dragonera, las nubes cubriendo melancólicamente las montañas de la Tramontana, la demora de la llegada. Tiene razón, así deberían ser las cosas, accediendo a los lugares en una especie de clima de reconstrucción, viajar hacia el misterio para luego ir descubriendo el país retirando un velo tras otro , su historia, su gente, sus monumentos. Mi primer viaje a la India fue así, compré libros, me fui acercando durante meses a ese país mítico que yo había empezado a descubrir a los veinte años en unos coleccionables a todo color de la revista italiana Epoca que ocupaban los anaqueles de mi habitación en Cevo. Un viaje dentro de otro viaje, como las muñecas rusas, porque estaba en Italia también bajo el influjo de una larga preparación, una enorme perspectiva, que igualmente se fue abriendo paso durante todo un año que después fue una casa de la Lombardía subida a las laderas de una de mis primeras entrañables montañas, el Adamello. A la India llegué despacio, como lo hace el protagonista de Muerte en Venecia, de Visconti, el vapor envuelto en los colores ferruginosos del Canaletto, como atravesando cuadros sobre los que ha caído la pátina del tiempo, la poesía que exhala un viaje largamente demorado a la cuna de una civilización cuyo esplendor, patinado por el salitre de los siglos ha quedado ahí como petrificado para que las generaciones futuras puedan seguir admirándolo... pese al enjambre del turismo. Así era la India, pero mucho más complejo, más hiriente, la India era algo mucho más que un delirante y hermoso cuadro viviente. Viajé solo por aquel país durante cuarenta o cincuenta días. Nunca, nunca volví a hacer un viaje como aquel; nunca hice una preparación para un viaje como lo hice para aquel, espiritual, cultural, históricamente. La vida es corta y no parece posible acallar esa permanente obsesión de ir de aquí para allá, siempre un pueblo, una ciudad, un desierto, unas montañas a nuestras espaldas. Sí, dentro de unos días pararé, me digo... pero no es cierto. Acaso un rato como este de ahora mismo, que encontré el rumor del oleaje tan grato, la sombra tan acogedora, que decidí sin más sentarme a pasar leyendo el resto de la tarde. Rara cosa, porque ahí está la historia reciente, hace más de una semana que he aterrizado en Mallorca y muy pocos ratos he tenido así de gratuitos, algo que pusiera freno a mi constante desplazarme de un lado para otro.

Habría que preparar los viajes, las largas excursiones por el mundo. Hace tres años atravesé España caminando de este a oeste. Entonces, sin saber muy bien qué, yo quería escribir, me decía que dedicaría todos los días un buen rato a ello. Y acaso pensaba en la historia de las tierras que atravesaría, en la geografía, compraría libros de etnografía, cosas que me dieran un conocimiento mayor de los países por recorrer; como iba a tener tiempo dedicaría tiempo a estudiar esas tierras y a escribir sobre ello. Sólo bastaron unos días para darme cuenta de que aquello no sería posible, la realidad era que todo eso que había supuesto me importaba poco, no pertenecía al círculo de mis apetencias reales. La vida es breve, ya lo dije. No da tiempo para todo, y así vengo a Mallorca, vuelo a La Laguna, Malta, Lanzarote, Ibiza, Fuerteventura y apenas tengo tiempo para estos lugares, toda su cultura, su historia; son sus montañas, sus playas, sus desiertos, sus noches junto al mar, la soledad de los vivacs en las cumbres lo que constituye mi íntimo aprecio. Mi soledad se baña en estas cosas, las absorbe como si de una esponja se tratara, y es ello el constituyente esencial de mi camino, de mis viajes. Quisiera que fuera algo distinto, pero no tengo tiempo para todo, debo elegir de la misma manera que tengo que elegir los libros que leo; uno necesitaría muchas vidas para ser más ecuánime y justo con lo que los hombres han creado a lo largo de milenios. ¿Cómo voy a pasar varios días en Palma persiguiendo los restos de Jaime I, o buscando los talallots, los restos que habitantes pretéritos dejaron sobre la isla?. Me interesa acaso las prácticas del archiduque Luis Salvador, que era buen andarín e hizo construir en la zona del Teix algunos caminos para su deleite personal, que escribió una completísima obra donde se recogía todo lo que había que saber sobre las islas: historia, arquitectura, población, estadísticas, flora, fauna... Y en Ibiza, si hubiera hecho el esfuerzo quizás mis indagaciones se hubieran centrado en el desarrollo del movimiento hippy, los vagabundos del Dharma.
En fin, que soy un malísimo viajero, de la misma manera que soy un malísimo lector, ya lo expliqué, creo, días atrás. Uno va a lo que va, sirviendo a la inquietud que lleva dentro y la cosa no da a veces para mucho más. Si en los libros nos detenemos en los parajes que nos parecen más hermosos, más sabios, más significativos, cuando se camina o se viaja sucede otro tanto. Lo que a mí me deleita, busco, quiero, disfruto, sufro, probablemente a otro le traiga al fresco. Así es de diversa la vida. 

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