Escenas de playa: envejer juntos


Estanyol, 07/08/11



Quizás fueran marido y mujer. Estaba observando un tubo de hierro fijado a la roca con cemento, cuando llegaron ellos. Dieron los buenos días y descargaron sus cosas, la sombrilla, un bolso de playa, un par de cojines, buscaron el tubo de hierro y probaron fijar allí la sombrilla, pero a esa hora todavía la sombra se posaba lejos de donde acostumbraban sentarse. La fijaron entre dos rocas y dispusieron los cojines junto al agua, una lengua de agua que llegaba suave por la roca plana hasta tocar sus pies. Ella le ayudó a sentarse, fue a por la crema que había quedado junto al tubo de hierro y la fue extendiendo solícitamente por el cuerpo de él, arrugado, de movimientos lentos, un anciano que caminaba titubeante a punto en cada momento de perder el equilibrio. Él se dejaba hacer, ella hacía su trabajo con aplicación. Cuando hubo extendido la crema protectora le hizo levantar para acomodar mejor el cojín, le dijo algunas palabras y se fue hacia el mar cuyas olas golpeaban con violencia contra las rocas unos metros más allá.



Mientras sucedía todo esto yo leía, miraba con ternura la escena. Vi cómo ella regresaba junto a su hombre. Su hombre, mi mujer, ay, esos entrañables posesivos que de tan familiares y usados ya ni siquiera reparamos en ellos. Su hombre, su pareja ha envejecido, la artrosis ralentiza sus movimientos, se sienta despacio, se arrima al circulo oscuro que proyecta la sombrilla a sus pies, se queda allí mirando el mar mientras ella, todavía joven, nada; mientras ella se acerca y se sienta junto a él. No hay gestos explícitos de afectos entre ellos, hablan con toda normalidad de asuntos cotidianos. La rutina de la playa, protegerse del sol, disfrutar del agua que baña los pies, olas azules y blancas que rompen contra la roca oscura. El tiempo de las olas, eterno, rutinario, sin tiempo, y aquel otro de una pareja mayor, esta mañana ignorantes del tiempo, transcurriendo; el tiempo, ese río en donde Hemingway decía pescar. Y ella se levanta, alcanza el bolso, saca un par de melocotones y los va pelando despacio mientras conversa; se lo ofrece sobre una servilleta de papel. Envejecer juntos.



El padre de Margalida también es mayor, muy mayor, bastante sordo; ella no, ella es mucho más joven. Le gusta viajar pero no viaja, le gustaría ir a algunos conciertos pero no va ningún concierto. Está él, eso es una parte importante de su vida, lo cuida. Además pesca, y él a veces la va a buscar. Ambos trajinan en la huerta, él hace lo que puede. El padre fue maestro, ayer se hizo un lío con el mando a distancia y no pudo ver las noticias; ver las noticias es una de las cosas que más le gustan. Intentamos arreglar aquello entre Margalida y yo, pero no pudimos, se nos había tarde para ir al concierto de Cap Pela, en el Santuario de Gracia, un lugar acogedor bajo el abrigo de unos altos cortados de roca rosácea. El sillón del padre estaba a medio metro del televisor, las noticias, su contacto con el mundo. Cada dos o tres días van a regar la huerta en Porreres, ella conduce. Envejecer juntos. La vida, que ha sido larga, que ha dado hijos, que ha visto tantas noches y tantos amaneceres, quizás tantos sufrimientos y alegrías... Margalida cuenta que a veces discuten; él se niega a ir al médico, lo demora interminablemente; por estas cosas discuten.
Envejecer juntos.



Una hora más tarde, en el restaurante, la mano de una mujer acaricia lenta, como quien lo hace pensando en otra cosa, la espalda de un corpachón de marido, que mientras tanto está ausente ensimismado en trasegar cerveza de una gran jarra. Envejecer juntos. Al cabo del rato paga la cuenta, se vuelve, le da un beso a ella, una mujer pequeña, corriente, una veraneante en periodo de vacaciones. Todo en medio de un inmenso calor húmedo. La ternura anda por ahí como el aire que respiramos.
Yo no hace mucho tuve una novia, ambos hablábamos de estas cosas con cierto arrobamiento. Ella después decidió otra cosa, sus deseos de exclusividad terminaron por derribar el buen talante de nuestras aspiraciones. La gente que se quiere debería poder envejecer juntos, más allá del orgullo, con esa paz que yo percibía ayer, esta mañana junto a las olas azules y blancas.
Margalida y Víctor me acompañaron un rato después de Sant Jordi. El mar estaba muy bonito por la mañana, el malva junto a la línea del horizonte, las nubes algodonosas flotando sobre los verdes turquesa, el profundo azul, las manchas oscuras de la posidonia, pero sobre todo era la armonía de los colores, una luminosidad que era capaz de vestir de gala el paisaje más corriente del mundo.



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