Un cuento de verano


Después de comer hacía un calor del carajo. Aquella tarde había decidido que se daría una vuelta por El Corte Inglés a ver si encontraba un bañador que disimulara un tanto sus cartucheras de siempre. Lo había ido dejando durante semanas, pero ahora, a punto de marcharse a Mallorca por unos días, no podía demorarlo más. Había decidido, pero hacía tanto calor. Total, que extendió la tumbona frente al ventilador y pensó que mejor iría otro día. Los rumanos la habían vuelto loca toda la mañana. ¿A quién se le ocurre hacer obras en casa en mitad del verano?, pensó. Le habian puesto la casa manga por hombro; apenas había servido de nada que les obligara a sellar con plásticos el suelo antes de comenzar con las rozas de la pared; y todo porque se había empeñado en empotrar los tubos de la calefacción, que ahora no darían el calor que daban antes y que por demás la obligaba a pintar toda la casa, amén de sustituir todos los radiadores, que aunque eran muy antiguos bien podían haberse quedado como estaban. Una mano de pintura con una de esas brochas torcidas en la punta y seguro que habría salido del paso. Además, ya puestos... Lo de siempre, ya puestos, pinta la casa, sustituye un par de puertas, cambia una ventana... El contratista, un tipo empalagoso, grueso, redicho y con aire de autosuficiencia, cada vez que tenía que tratar algún detalle de la obra con él, se empeñaba cada mañana en engrosar el presupuesto con un: puestos ya usted debería alicatar el baño y la cocina, eso no le va a durar más de tres o cuatro años, decía, algunos baldosines se están cayendo; si por él hubiera sido, habría rehecho la casa por completo. Cuando el contratista le había propuesto trabajar hasta la caída de la tarde, ella se había negado rotundamente. Después de las dos de la tarde no quería a nadie en su casa. Después de la experiencia no se le iba a volvería a ocurrir hacer nunca más otra obra en vacacions. Por otra parte cómo dejarles trabajar sin estar encima todo el rato, algo que sólo se puede hacer en vacaciones. Bueno, y por hoy basta, ni obra, ni Corte Inglés, nada.
El café esperaba paciente en la pequeña mesita de haya. Tomó la taza, dio un pequeño sorbo, casi estaba frío. En ese momento oyó un pequeño gemido proveniente del piso de arriba. Jo, menuda hora, con el calor que hace. No obstante aguzó el oído; su sensibilidad auditiva, el estímulo que ésta le proporcionaba, había disminuido con los años, pero aun así no la dejaban indiferente esos plañidos de Juanita. Juanita y Pepe habían alquilado el piso de arriba unos meses atrás, eran majos, la semana anterior habían llamado a su puerta para presentarse y para invitarla a su fiesta de cumpleaños; en realidad habían invitado a todos los vecinos del portal mediante un simpático cartelito que habían colocado junto a los buzones. No era raro que alguna noche la sacaran del sueño con la suave escandalera de sus arrullos amorosos. Se ve que hacían el esfuerzo por ser discretos, pero no se podían contener, especialmente ella. Irene bajó la velocidad del ventilador con la intención de poder oír algo mejor lo que sucedía allá arriba. Juana volvió a emitir un largo gemido, pero luego el silencio fue intenso durante más de cinco minutos. Buscó entonces el auxilio de algunos recuerdos, se deshizo de las bragas, el aire del ventilador subía entre las piernas como una insinuación. Esperó con cierta inquietud que Juana o Pepe dieran señales de vida: nada. Se desvistió del todo, desnuda, jugueteó con sus pezones. Esperó durante un rato a que el cuerpo se le despertara, aguzó el oído, pero todo fue inútil. Aquello la puso de mal humor. Y para más inri la casa patas arriba, ese inmenso calor.
Antes de dormirse pensó en el color malva de su habitación, ni siquiera con aquella cenefa que había rescatado a última hora de una revista de decoración, la verdad es que parecía un pastel de boda. Zsolt (jo, vaya nombrecito, pensó), el joven pintor rumano, había hecho un gesto de escepticismo, se había encogido de hombros y había tomado nota de la referencia del color; su gesto decía: allá tú. Al final casi había constituido una cuestión de amor propio insistir cuando cada vez estaba más insegura de ello. Se quedó profundamente dormida, pero mientras tanto los colores, el polvo que se había introducido en todos los rincones de la casa, los problemas con el contratista que se negaba después de haber pintado a hacer algunas rozas para tres tomas de corriente que habían quedado olvidadas, alentaron entre las oquedades de su cerebro un reflujo de acontecimientos poco dignos de una siesta. De momento la pintura del techo había empezado a cuartearse, había abierto los ojos y descubrió que sobre la estantería se formaban cuarteamientos similares a aquellos que deja la tierra arcillosa en el fondo de los charcos; las partes más angulosas se desprendían del techo, se enrollaban sobre sí mismas y quedaban colgando del cielo raso a punto de caer sobre el suelo. Primero frente a ella, después más allá, como si de un ejército en movimiento se tratara, se desplazaron hacia el centro; mientras tanto encima de la estantería la pintura caía ya en forma de grandes copos de nieve. La habitación no tardó en ser una nevada en toda regla. Admirable, se dijo, recuperada momentáneamente de semejante novedad, ahora sólo falta que se caiga el cielo raso entero, las vigas, los carambucos y tras ellos Juanita y Pepe, que tras la fiesta de hace un rato estarán como para salir volando. Pero no, la cosa no fue a más, los cables no se habían salido de las rozas, los radiadores no soltaban agua, nada, sólo esa persistente nevada, una excentricidad que bien merecía la pena contemplar aunque se tratara de un sueño. Incluso pudo sentir como consecuencia de la nevada, un ligero fresco que aliviaba el calor húmedo y agobiante de la hora. Lo que siguió fue una película de despropósitos. Estaba bien, ahí, frente a la butaca de cine mirando lo que sucedía en la enorme pantalla de sus párpados cerrados, aceptando la broma de este refrigerio cinematográfico. Quiso saber qué más había en su cerebro que estuviera dispuesto a reírse de sus dos largas semanas de agobio, así que se hizo la despistada, como si no supiera de qué iba la cosa, y siguió soñando, esperando ahora que se resquebrajaran las paredes, se salieran los cables de sus tubos, se inundara repentinamente el piso, en fin, cualquier barbaridad, incluso la casa entera podría sufrir una monstruosa metamorfosis similar a aquel relato de Kafka; pero no, no sucedió nada.
Los italianos del tercero derecha acaban de encender la radio en aquel instante y ya fue imposible retener la nevada, el caos de la obra. Música a tutti plen, un locutor con acento napolitano largaba su entusiasmo impostado sobre un fondo de música entre la que destacaban las voces de Adriano Calentano y Eros Ramazzoti. Nada que hacer. Abrió los ojos, la pintura estaba allí, el calor, la cantidad de horas que habría de dedicar la siguiente semana a dejar limpio el piso. La siguiente semana, si había suerte y no tenía que pegarse con el contratista. Después de eso, lo mismo hasta podía irse de vacaciones.
¿Obras en vacaciones? Una y no más, Santo Tomás. Y alargó la mano al libro, y descubrió que junto a él todavía quedaba media taza de café frío. Sorbió con gusto el pocillo de café y se dispuso a leer durante el resto de la tarde. 

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