Caminar en la oscuridad



Carcaboso, 07/02/13





Después de abandonar las últimas casas de Grimaldo y a ciegas tomar el camino que sale del asfalto, me sumo en una oscuridad casi excesiva. No me gusta usar la linterna cuando camino de noche, tarde o temprano mis ojos terminan acostumbrándose. Pero resulta que en las cercanías de Madrid, las luces más o menos cercanas de las ciudades próximas hacen que la noche no sea nunca tal que uno no acierte a caminar tranquilamente sin más luz que aquella que se refleja en las nubes o que viene de no se sabe donde pero que está ahí y que por demás impide que se vean las estrellas con claridad. Aquí no, aquí el cielo es un bello espectáculo en donde las constelaciones parecen multiplicarse hasta dejar un cielo de cuento donde las estrellas brillan con una intensidad desacostumbrada. No veo el camino, la senda es algo que va delante de mis pies, algo oscuro de palmo y medio de ancho que se distingue vagamente de una zona más clara a sus lados; una especie de rodada que cimbrea, pasa bajo la copa de árboles de grandes brazos en alto y que de tanto en tanto se abre y deja un brillo mate que me advierte de la presencia de los charcos. En ocasiones debo aproximar mi pie palpando lo que voy a pisar y probando su consistencia. Termino por sacar los bastones para ayudarme a atravesar este oscuro espacio que se abre ante mí. Sucesivos riachuelos me obligan a encender la linterna para buscar el vado, las piedras sobre las que saltar. De hecho me produce cierta tensión esta inseguridad en que de continuo me veo al no saber qué tengo delante. Termino por encender la linterna: ¡genio y figura hasta la sepultura! No sé por qué coño me empeño en ir a oscuras cuando tengo una magnífica linterna; debo de pensarme que como los lobos o las vacas no usan linterna a qué usarla yo; mi cerebro razona en ocasiones con extraña lógica. Mi sendero cruza la larga ladera de una montaña y el agua en no pocas ocasiones representa un problema. Con los bastones tanteo el fondo de la corriente, hago equilibrios de piedra en piedra; en algún lugar es obligado meter el pie en el agua. No hay otra solución a no ser que me descalce, cosa poco apetitosa hoy que hace un frío del carajo y me ha obligado a embozarme más que de lo acostumbrado. 



 

Caminar en la oscuridad. Decía más arriba que me gusta caminar en la oscuridad, esa oscuridad betunosa en donde apenas puedes distinguir lo que está arriba de lo que está debajo, donde los objetos, las vallas, los árboles, nada existe a tu alrededor so pena de que te des de morros con ello. Alguna vez tuve algún contratiempo que pudo costarme caro. Hace años, cuando entrenaba para los maratones, uno de mis preámbulos consistió en subir corriendo a Abantos desde El Escorial una noche en que la luna todavía no había llegado a aquella ladera; todo ello monte a través; la verdad es que los ojos llegan a acostumbrarse tanto, si resistes encender la linterna, que la dificultad de ver poco queda compensada de sobra por una fantástica sensación que se nutre precisamente del silencio, la soledad y una oscuridad por la que corres como quien flotara en una especie de líquido amniótico. El problema que tuve me vino en un momento en que casi llegando a la cumbre, cuando a esa vertiente estaba a punto de llegar la débil luz de la luna, tropecé bestialmente con algo que me hizo rebotar hacia atrás sobre el suelo al mismo tiempo que sentía una fortísima punzada de dolor en la frente, justo encima de las cejas. Había impactado contra un alambre de espino que cruzaba de parte a parte el camino. Tuve suerte, si llego a llevar la cabeza un poco más levantada hoy no estaría aquí, me habría dejado los ojos en las púas de una alambrada destinada a impedir el paso del ganado.

Me llamó temprano esta expresión, caminar en la oscuridad. Mi padre, ya mayor, tuvo un desprendimiento de retina que terminó dejándolo ciego. Vivimos muchos meses de dolor y adaptación; se había quedado viudo el año anterior y ahora, ciego, se le habían quitado las ganas de vivir. Trabajamos mucho con él, le ayudamos en el aprendizaje de aprender a caminar en la oscuridad. Yo perdí la visión de un ojo de muy niño; la idea de la ceguera me persiguió de adolescente durante mucho tiempo; es algo con lo que he cargado siempre y que hoy contemplo, intento contemplarlo, de manera similar a como se contempla la muerte, como uno va aprendiendo a contemplarla, amiga subsiguiente de una intensa vida que en algún momento habrá que abandonar porque las cosas son así y nada más.
Caminar en la oscuridad puede ser una gráfica metáfora de lo que sucedió en algún periodo de la vida, imagen principalmente de los años de aprendizaje, de cuando el corazón queda roto y uno queda flotando sin objetivo ni razón para vivir.



También está la noche oscura del alma; naturalmente ello lleva a los versos de San Juan de la Cruz. Y se me ocurre echar una ojeada en la nube y lo primero que aparece es un directorio de espiritualidad carmelita que cita a Carl Jung y relaciona esa noche oscura del alma con el momento en que los dioses mueren en uno, lo cual provoca el eclipse de la personalidad (dice...). El autor del artículo asegura que Jung escribió que “cuando una persona pierde su Dios-símbolo la personalidad comienza a desintegrarse. Esta afección oscura permanece hasta que emerge un nuevo símbolo-Dios o se establece una nueva relación con el símbolo-Dios antiguo”. Resumiendo, entramos en la noche oscura cuando dejamos de creer en Dios. Naturalmente el autor hace una exégesis muy corta de miras de los versos de San Juan de la Cruz, que son difíciles de no relacionar exclusivamente con el amor, amor a secas sin necesidad de teologías ni de interpretaciones eclesiales. Las noches del alma de quien perdió un amor, de quien lo busca, de quien acumula sufrimientos por su causa, amor de amante, de padre, de madre, de hijo. No es necesario recurrir a Dios para encontrar dentro de uno esa poderosa fuerza que acaso nos distingue esencialmente del reino vegetal y animal. Liberarse de la religión y encontrar dentro de la noche oscura, solo o acompañados, el sendero, a tientas primero, llenándose los pies de barro acaso, recibiendo un trompazo de tanto en tanto, la débil claridad que precede al alba es una ley de vida que merece la pena asumir sin ningún tipo de auspicio que mancille nuestro encuentro puro y simple con los otros y con la naturaleza.
Esta tarde, ricamente sentado en un fantástico albergue municipal, tengo la impresión de estar viviendo demasiado deprisa, de no poder disfrutar de los lugares con tranquilidad, de la gente, de los albergues en que me hospedo. Las siete de la tarde cuando me pongo a redactar estas líneas. Mis pocas conversaciones, casi siempre atropelladas porque estoy pensando precisamente que el tiempo se me echa encima, el camarero, François, la encargada de este maravilloso albergue, María de Mar, que después de una conversación de quince minutos se despide calurosamente con un beso. Jo, que nombre tan bonito, le dije, cuando me dijo su nombre. Tiene una nena de siete años y, como me ha visto cara de maestro, podríamos haber seguido hablando hasta la hora de la cena. Hay gente que tiene una simpatía tan natural, tan espontánea, que uno cuando se tropieza con ella siente un especial agradecimiento a la vida.
En el camino el día sigue teniendo veinticuatro horas. Hoy pasé largo de los treinta kilómetros y mañana no tengo ningún tipo de aprovisionamiento hasta los cuarenta. Sigo postergando lecturas, música y lecturas. La idea que me había hecho de largas y dilatadas tardes de invierno leyendo o jugando al ajedrez, terminan por esfumarse con este deber que me impuesto de escribir cada día.
Desde el camino ya he avistado la blanca mancha de las montañas de Gredos. He sentido el gozo del reencuentro, apareció sobre un enorme prado de amarillos jaramagos, allá a lo lejos, tras unas colinas. Ah, por cierto, hoy me tropecé con los primeros narcisos del año... perfumados narcisos que por nuestra tierra no vemos hasta muy avanzado el mes de marzo; se encontraban junto al camino, tiesos y contentos como si ya fuera primavera. 



 

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