Un cadáver en el maletero





La Calzada de Béjar, 09/02/13

Mi crónica debe referirse a dos días hoy. Veamos si mi memoria llega a recordar más allá de lo que he hecho esta mañana. Salida de Carcaboso en la oscuridad de las calles silenciosas, como muertas; paso por la ciudad romana de Cáparra, bajo su arco de piedra excelentemente conservado, junto a la calzada, entre los antiguos habitáculos, siempre la admiración por aquellos tiempos; ayer me llamaban especialmente la atención la robustez del suelo que consolidaba la calzada, quizás si cabe con una base superior a la que se hace para las actuales autovías, enormes rocas, un basamento como para soportar el peso de enormes trailers. Miro aquel piso hecho para durar milenios y me asalta el interrogante de ese punto de eternidad en que debían de estar pensando aquella gente para levantar semejante imperio. Los administradores de la ciudad, sin embargo, cortaron el camino por donde discurría mi track y me hice un lío; me tuve que chupar un buen pedazo de carretera. Me compensó caer con dos venteros amantes de los caminos, Hostal Asturias. Ellos aliviaron un poco el cabreo que había pillado el día anterior cuando me encontré la señales borradas y un montón de indicaciones, amarillas, claro está, que se dirigían a determinado hostal de un pueblo algo apartado de la ruta; lo que hacía suponer que los dueños del hostal de Río Lobos eran los responsables del improvisado desvío que con toda seguridad hará que muchos peregrinos den una enorme vuelta innecesaria. Después me explicarían que había una finca en la que estaba cortado el acceso; de hecho habían ganado un pleito a la administración sobre el derecho de tránsito, y ahora se estaba a la espera de que esta última abriera una senda por otro lado. Mientras tanto los peregrinos, imagino, se veían obligados a saltar dos o tres cancelas junto a un gran cartel que decía: PROPIEDAD PRIVADA. PROHIBIDO EL PASO. Yo puedo decir que tengo una larga experiencia en esto de no tener en cuenta dichos letreros, miles de kilómetros pateando nuestra bella patria da para haberse encontrado muchos de tales letreritos. En esta ocasión estaba tan creído de que no hay derecho que pueda impedir mi otro derecho de pasar por determinado sitio que me imaginaba encontrándome con el dueño y remitiéndole a la guardia civil para que me impidiera el paso. Esas cosas que confabula uno cuando le da vueltas al coco con esto o con lo otro.





Terminé el día pues en un hostal de la carretera, donde, por demás, se usaba una espontánea cordialidad que era de agradecer. A la mañana salí de puntillas, como quien se escapa con la vajilla de plata de una mansión, silencioso para no despertar al personal y salí al cielo estrellado por la puerta de urgencias. Mi itinerario debía transcurrir algo lejos de la carretera, al este, por una ladera que con toda seguridad iba a encontrar invadida por algún que otro arroyo, me dijeron en el hostal, así que, avisado decidí cubrir el camino por una solitaria carretera asfaltada. Frente a mí, en una oscuridad que se mascaba, sobresalía brillante la M invertida de la constelación de Casiopea; la miraba ahí como parte del paisaje por el que uno se mueve, tenía la sensación de que dentro de una hora y media quizás llegara bajo el pico más cercano de M. Qué cosas... y pensar que existen medidas cuyas unidades son el año luz y que de tan lejos que están acaso ni siquiera existan esas estrellas, que su luz se haya extinguido hace miles de años y que sin embargo pueda quedar todavía ahí su resplandor como alma errante caminando por la infinita nada para llegar esta noche a mis ojos y acompañarme, estrellas amigas, en este excéntrico caminar en la oscuridad...




Antes de llegar a Aldeanueva en mi mapa aparecen tres carreteras posibles, tomo por la de en medio. Mis mapas no están actualizados, no saben nada de las últimas autovías construidas. A medio kilómetro termino por darme cuenta de que me he equivocado de carretera, me encuentro con que la autovía corta mi paso. Trepo por la valla con la intención de alcanzar el rastro que debe seguir al otro lado y que muestra mi mapa. Cruzo la autovía, desciendo por el otro lado, vuelvo a encaramarme en la valla opuesta y cuando estoy arriba ésta se desploma, se sale de sus soportes y doy con mi cuerpo en el suelo, aterrizo no demasiado aparatosamente. Reemprendo mi camino por la carretera abandonada al otro lado. Noche cerrada e impenetrable. No he andado más de doscientos metros cuando a lo lejos veo la forma de un coche, ??? Un hombre se mueve alrededor del automóvil, abre el maletero, mete la cabeza en él. El coche y el hombre los veo con imprecisión. El lugar está totalmente solitario, empiezo a imaginar que alguien ha metido en el maletero un cadáver descuartizado y está empezando a tirarlo entre los escombros de la derecha; el individuo hace viajes sucesivos a la parte derecha del coche. Y yo no puedo pararme, continúo caminando cada vez más cerca. Mira que si... me digo, noto que el corazón late a un ritmo de incipiente alarma. El individuo ahora mete medio cuerpo en la parte delantera del coche, vuelve al maletero. Un nudo en la garganta. Cuando estoy a menos de cincuenta metros el hombre se vuelve, viste unas mallas estrechas, le doy los buenos días. Qué frío, ¿verdad? Por fin descubro que ha elegido este solitario lugar para correr. Respiro profundamente. Buena hora para correr, le contesto. Es un hombre de unos cincuenta años, un solitario amante de la noche como yo que ha elegido esta hora para darse una carrerita.



Hago un paréntesis, hace un frío del carajo en el albergue de La Calzada de Béjar donde pasaré la noche, así que voy a la calle a buscar un lugar más caliente, porque por demás la ventera que me tocó, escudada en un usted pertinaz no deja de darme un palique sin ningún porvenir. El uso cabezón e insistente del usted. ¿Usted escudo, usted distancia, prevención...?; lo cierto es que la tía raja que ni se sabe, que no me deja trabajar y me interrumpe cada dos por tres para hilar un largo discurso sobre sus hijas, el pueblo o unos amigos que viven en Salamanca, y usted verá y mi hija, que tiene diecisiete años, pero que me da tanto miedo, porque tiene que ir a la universidad y en Béjar sólo tienen ingeniería y tendrá que hacerlo en Salamanca, y mi niña es tan inocente, que fíjese que todavía juega con la Beibi. Y me resigno al usted y me sale la vena de maestro y le digo que es necesario que vaya a Salamanca y aprenda y se enfrente con la vida. Sí, pero usted... coño con el usted, como si no fuera suficientemente tener sesenta y cinco años para que encima una moza, una ventera de buen ver, te lo tenga que restregar por las narices con ese impertinente usted, que yo creo debería de desterrarse al menos en el ámbito de este camino que yo imagino de hermandad, de compartida simpatía, de venteras animosas dispuestas a confraternizar e intimar con fervoroso peregrinos como un servidor, peregrino siempre prendado no de Santiago, … por favor, prendado del perfume que desprende la feminidad, las venteras, las barmans, las chicas, las señoras que esta mañana se tomaban un chocolate con churros en Aldeanueva del Camino. Sí, el pueblo, donde escribo, La Calzada de Béjar, son dos calles, calles de pueblo pueblo, balconadas de madera, modos de vida de otro siglo. Me refugio en el bar de la plaza, junto a la iglesia. Cuarenta habitantes. Más pueblo pueblo no puede encontrarse. En un rincón del bar una estufa de leña caldea el local; me instalo junto a ella. Me atiende una chica. En la pared de enfrente una tía con unas grandes tetas al aire ameniza la vista. En la pared opuesta veintidós tíos se disputan un cacho de cuero lleno de aire que tienen que introducir a toda costa bajo tres palos y que está guardado por uno de ellos al que llaman portero. Cierro paréntesis.






Entrando en Aldeanueva del Camino para un todoterreno y el rostro afable de un joven se interesa por la vida y obra del caminante. Cuando entro en la cafetería-churrería, que está de tutiplen, noto que no hay cliente que no mire sin recato al madrugador peregrino que acaba de entrar. Hacía años que no desayunaba churros. Me afinco en una mesa en donde entraba el agradable sol de invierno de las nueve de la mañana. Por la tarde, cuando hablara con Victoria por teléfono, me recordaría que fue precisamente Aldeanueva en donde en nuestro viaje a pie por las Hurdes en unas navidades de los años setenta, vivimos la compañía de una niña de siete u ocho años que vagaba por el pueblo como huérfana abandonada. Tenía la mitad del rostro deformado por una aparatosa quemadura y se acercó a nosotros agarrándose una mano con otra como implorando nuestra piedad. Es una escena que hoy todavía conservo con una sensación de estremecimiento. La nena tenía un importante retraso mental, nos explicarían después, y vagaba durante todo el invierno por la calle de un lado para otro. Los padres, que habían tenido la oportunidad de enviarla a una institución pública para que la atendieran, habían preferido recibir una compensación económica por parte de la administración; los padres recibían el dinero y la nena vagaba por la calle sin rumbo durante todo el día. Nuestra excursión a las Hurdes aquellas navidades fue un demoledor encuentro con la España profunda; no creo que el documental de Buñuel Las Hurdes, Tierra sin pan, reflejara unas Hurdes muy diferente de la que nosotros vimos. En el Gasco, cuando bajábamos de las montañas, los niños nos apedrearon; en Castillo, el día de nochebuena la mitad del pueblo danzaba medio borracha por el pueblo. Los retratos que hice eran totalmente dramáticos. Era un mundo de otra era. Hoy la gente de Aldeanueva no se diferencia en nada de la que podemos encontrar en el metro de Madrid.



Más arriba cruzo por las acogedoras calles de Baños de Montemayor. Hoy recogí una buena colección de fotografías de estos pueblos. Desde allí tengo que ascender hasta el límite entre Cáceres y Salamanca. El cambio de paisaje es notable. Los salmantinos han levantado aquí un monumento al camino de la Plata, bajo la autovía una pared muestra el recorrido, los pueblos; más allá parecen haber hecho una enseña de esta ruta, un bucólico camino discurre cuesta abajo entre frondosos y añosos robledales, los prados verdes conviven con los robles, con los pinos mientras el camino se va hundiendo en el valle por un hermoso paisaje de baja montaña. En un hito, que recrea aquellos que debían de usar los romanos, me tomo un respiro de quince minutos, me tomo un piscolabis. Después, tras el fallido intento de lectura de un tomo titulado Sabidurías orientales de la antigüedad, que debo abandonar en el segundo capítulo porque el archivo está corrupto, retomo mi lectura de Atlas de geografía humana. Reconozco en Almudena Grandes una buena elección, alguien que habla de las mujeres con conocimiento de causa, que aporta preciosos datos que pueden ayudar a conocer a ese otro enigmático género que son a veces las mujeres. Es todo tan complicado a veces... Conocer, saber, hasta una cosa tan aparentemente objetiva como un paisaje no deja de tener sus interrogantes. Esa idea que nos hacemos, que me hacía yo por ejemplo, de este camino en invierno y que tiene y no tiene que ver con lo que realmente es; como esos paisajes que imaginaba Proust en su adolescencia, que revestía de expectación, de colores que sólo existían en los cuadros de Rafael o del Tintoretto; paisajes que nunca estarán más vivos y serán más bellos de como eran en su expectación, en la dilatada espera que precedía a su visita. Cómo buscamos también en un paisaje visitado treinta o cuarenta años atrás, como me sucede a mí con un remoto viaje a las Hurdes, olores, vivencias idealizadas que el presente nos devuelve con un sentido de la realidad en exceso descarnada. Lo que es y cómo revestimos esa realidad que ha de venir o que transcurrió hace décadas de cierta pátina. Con las personas sucede otro tanto, de ahí que encontrarnos en una novela con personajes y hechos sirvan tantas veces para abrir un claro en la niebla de nuestro conocimiento, cuando no para reinterpretar actos de personas que sólo supimos interpretar ambiguamente desde la distancia de vivencias tan diferentes.

Qué buscamos en la lectura de una novela, en el proyecto de caminar durante mes y medio, qué busco haciéndolo de noche y en invierno. No lo sé. Quizás a veces podamos entrever el motivo de nuestras búsquedas, pero no es fácil hacerlo. Leo durante horas, sigo la historia de cuatro mujeres que trabajan en un proyecto editorial y siento que todo es tan humano, tan comprensible, encuentro que las aspiraciones de todas ellas son tan parecidas a las mías, aunque diferentes, que me siento próximo, reconocido en sus deseos, en sus sentimientos, en el modo de afrontar la soledad, en el deseo de compañía. Una suerte de solidaridad se levanta en mí según la lectura avanza. Me siento conmovido por la historia de Forito y Marisa. Deseo realmente que consoliden sus relaciones y encuentren al fin la tranquila paz de una cotidianidad.








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