Amanece




Cala Pelosa, 15/06/2013


Este post, se me ocurrió esta mañana, habría de llamarse Amanece, pero la verdad es que puesto a ello después de comer en cala Pelosa, bien comido, bien bebido en una terraza sombreada y atrezzada al modo de algunas de las cabañas que surcan los mares del Sur de las novelas de Joseph Conrad, después de todo esto me encuentro algo alejado de ese título. Además con esa pinta de explorador intelectual que me veo reflejada en el fondo oscuro del portátil, todavía peor; el fondo, a mis espaldas, es de caña surcada por una enramada de yedras, sí, un escenario propio para algún estuario de gran río en Sumatra o Borneo, dos islas que visité hace unos años impelido por mis lejanas y tempranas lecturas de las novelas de Emilio Salgari, que jamás estuvo allí pero que supo dar vida a un escenario que desde muy jovencito instiló en mí el deseo de visitarlas algún día. Lo que fue dicho y hecho nada más liberarme de mis obligaciones laborales, dos años sin sueldo antes de acogerme a la jubilación, dos años de lo más aprovechados que pude proyectar porque aunque mi cuerpo y mi espíritu estaban un poco locos entonces, ebrios todavía por los últimos coletazos de un naufragio del que no logré reponerme en los seis meses de viaje por los exóticos países en que Emilio Salgari hizo danzar a Sandokán y a toda su recua de bandidos; aun así pude compaginar el naufragio con una vuelta a medio mundo. Aquella época era la resaca de algo que narré me parece que ayer o anteayer, cuando para curar una de esas conocidas penas no se me ocurrió otra cosa que patearme el Pirineo de parte a parte. En esta otra ocasión, apenas un año después, la cosa consistió en poner tierra por medio y para ello elegí un aeropuerto de las islas Filipinas. En realidad lo de Salgari vino después, y se hizo más evidente cuando traté de buscar un barco que me llevara desde Mindanao, en Filipinas, a Borneo, en Malasia; me encontré con que el destino de mi barco era precisamente Sandakán, la ciudad, salvo el cambio de una letra, que había servido a Salgari para bautizar a su protagonista Sandokán, lo que hizo que conectara enseguida con mi héroe de la infancia y siguiera a partir de entonces sus rastros por otras islas como Java y Sumatra. Y todo esto nada más porque a este chiringuito de altos vuelos, cuarenta y cinco euros comer medianamente bien, lo han mimetizado de cabaña al modo de las películas que narran historias en lejanos mares de oriente.


A uno le gustaría que las fotos, las mejores de este blog, fueran miradas a pantalla completa y en buenas condiciones de luz. El placer que se desprende de la contemplación de alguna de ellas puede acercarse a las circunstancias en que el fotógrafo se encontró cuando las tomó. Digo esto mirando la fotografía que encabeza este post. No se trata de admirar la fotografía, que el fotógrafo no hizo otra cosa que captar lo que estaba ahí subexponiendo un diafragma, no; es lo extraordinario del momento en sí lo que hay que contemplar. ¿Cómo es posible, me pregunto, que teniendo la oportunidad de asistir a un espectáculo de esta grandeza, de esta belleza, ahí al alcance de la mano de todo el que quiera madrugar un poco y buscar el lugar adecuado, no estemos la mitad de la humanidad haciendo cola cada mañana del mundo para ver despuntar a la aurora de dorados dedos, siempre Homero, allá donde ésta tenga la gracia de despertar cualquier día del año? Por favor, apagad la luz, poned a pantalla completa el ordenador, quedad un poco en silencio y mirad. Es abrumador que cada poco pasemos sobre uno de los espectáculos más grandes y bellos que pueden darse en la vida sin quedar sobrecogidos, banalizándolo, dejándole de prestar toda nuestra atención. Insisto que no hablo de la fotografía, hablo del instante que reproduce la fotografía, esa tersa atmósfera plena de belleza tan difícil de expresar cuando el sol, arrasando con su esplendor a la oscuridad, a la noche profunda, asoma sobre el mar vistiendo el agua, el cielo, la tierra, los árboles, nuestros ojos atónitos, del sobrenatural y magnífico espectáculo del alba. Tantas veces que hablamos de las cosas pequeñas que acompañan nuestras vidas y que les dan densidad y nuestra consideración sin embargo que olvida, acaso, el amanecer, el crepúsculo, incluir en su arsenal de vivencias significativas, pequeñas, diarias, extraordinariamente estimulantes.


Esa calma, esa paz con la que levantaba esta mañana el sol allá enfrente del Cap de Creus; la mar un espejo laminado, esmalte dorado a todas prisas pintado sobre la gélida superficie oscura de la noche, calmo, trayendo la paz al mundo, la esperanza de un día donde el sosiego del alba caiga sobre los humanos llenando a éstos de bondad y calor, el sol un dios de fuego, poderoso, derramando sobre el planeta la luz que será la vida de plantas, animales, hombres. Esas pequeñas cosas que dejamos de observar porque forman parte del mecanismo automático en que la vida se desenvuelve. Yo bromeé -¿bromeé?- muchas veces diciendo que cada mañana lo primero que tendríamos que hacer era ponernos de hinojos ante el altar, el origen del mundo: la mujer, unirnos a ella para recibir al día que comienza entre sus brazos, hundido nuestro ser en ella. Hoy también me inclino por rendir culto al sol, origen también de la existencia y del calor que necesita nuestra vida para subsistir. ¿Quién puede extrañarse de que tantas y tantas culturas hayan rendido culto al sol habiendo asistido a espectáculos tales como el que presenciaba yo esta mañana en el Cap de Creus?


Es un lugar apacible todo este entorno. La tarde anterior habría querido llegar junto a la orilla del mar, pero se me hacía tarde y encontré un prado acogedor que hizo apetecible que me quedara allí. A las cuatro y media de la mañana ya estaba en pie, tenía que apresurarme si no quería perderme el espectáculo del amanecer. Pequeños valles poblados de pinos, prados, vegetación de baja montaña; el camino serpenteó durante más de una hora hasta llegar a una prominencia en el preciso momento en que el sol levantaba como un dios sobre las calmas aguas de un mar solitario y extremadamente calmo. Cuando me hube saciado con el espectáculo que poco a poco iba sacando del misterio a los montes y bosques, seguí mi camino. El sendero merodea por continuos entrantes y salientes hasta avistar los salientes y las bahías en las que crece el blanco pueblo de Cadaqués. Todavía anduve tres horas más para alcanzar cala Jóncols primero y Pelosa después, una bella ensenada esta última en donde se balanceaban algunos barquitos sobre el azul esmeralda y transparente del agua.







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