Cala Rostella, 15/06/2013
Solo en la pequeña cala de Rostella. Atardece. El agua hace gru gru,
a veces gru grugrú, pequeñas ondas rizan el agua que es azul claro
cruzado por el siena de los acantilados, por el gris azulado de la
joroba de las olitas. Estoy sentado sobre un banco de algas. A mi
derecha los acantilados están cubiertos de pitas con sus erguidas
flores en forma de árboles; también hay chumberas en flor con unos
higos esmirriados de color vino burdeos oscuro. A lo lejos, sobre la
línea del horizonte cruzan las velas desplegadas de un pequeño
velero; las boyas, rojas color butano unas y amarillas color limón
otras, flotan intemporales mecidas por el tranquilo oleaje de la
tarde. Toda una pequeña concha es mi cala. Un pájaro canturrea
animado en alguna rama de un pino. Una apenas insignificante brisa
acaricia mi cuerpo.
Esta tarde, cuando he salido del restaurante, he notado que los pies
apenas me dolían después del breve paseo por el agua de un lado a
otro de la playa, y entonces, en vez de seguir adelante he pensado en
caminar otro rato con los pies en el agua, quizás den mejor
resultado que el compeed que retarda mucho la curación de mis
heridas. Me he sentado en una roca y, mientras me descalzaba, he
escuchado como una abuela hacía monerías a su nieta que no llegaba
todavía al año; me miraba complacida de tener una nieta tan
espabilada; la nena levantaba el bracito y señalaba con su mano a un
niño que se balanceaba sobre una tabla de surf. Luego he caminado a
lo largo de la playa. El agua estaba fresquita, agradablemente
fresquita, quiero decir; sentía un gusto muy especial en los pies.
Parecía un cazador de elefantes al final de su jornada de caza, el
chaleco abierto, el pecho al aire, el sombrero del sol similar a
aquel que llevaba Clark Gable en Mogambo. Con las manos en los
bolsillos del chaleco y mi aspecto de tranquila inocencia también
podría haber pasado por uno de esos típicos despistados que
aterrizan de vez en cuando en una comedia. La mayoría de los barcos
que había anclados en la ensenada a esta hora habían desaparecido,
nadie se bañaba, sólo unas pocas familias tomaban todavía el sol.
Al final de la playa encontré, tras unas rocas, un lugar ideal para
pasar la noche, pero no estaba seguro si podría alcanzarlo el agua
en el caso de que subiera la marea. Había en la cala una calma
excepcional, la gente bullanguera había partido y de los que
quedaban ninguno parecía tener prisas. El mundo debería estar
habitado por gente así. Después de un rato me lavé los pies y
volví a enfundar las botas. Mano de santo el agua de mar para esto,
Serrat, si lees esto. Después con mi mochila al hombro y con el paso
cansino de los días sin prisa tomé el camino que rodea los
acantilados en dirección a Rosas. Me entraron ganas de probar los
chumbos, pero resistí la tentación recordando la última vez que
los comí en la isla de La Palma, un día que había ayunado por
falta de provisiones y que, desprovisto de cubiertos o navaja, me
desayuné una gran cantidad de ellos como pude. Terminé con mi
apetito, pero a cambio de añadir un problema gordo a mi anatomía.
Mi lengua quedó hecha una lástima. Durante todo el día no tuve
otro entretenimiento en mi cabeza que no fuera desentrañar cómo me
iba a quitar todos aquellos cientos de pinchitos que se había
introducido en mis labios y lengua. Una semana después de aquel
evento todavía tenía molestias en los labios.
No, no era cosa de volver a probar aquello, ni siquiera con cuchillo
y tenedor lo haría. La ladera estaba cubierta de pitas y chumberas,
eran la protección que el propietario de aquel pinar había
inventado para que la gente no se le colara en las sombras de su
bosquecillo. Ya también quería hacer algo parecido en mi casa.
Cuando llegamos allí hace veinticinco años el único ser vivo que
habitaba la parcela era una enorme chumbera y un olivo. La chumbera
tapaba por entero la ventana de lo que después sería mi cabaña y
la tuve que talar. Todas las palas las fui echando a lo largo del
talud sur; en unos años todo aquello se convirtió en un extenso
campo donde recolectábamos chumbos que comíamos tal cual y con los
que hacíamos también mermelada; pero ese mismo año en la linde
planté olmos y éstos, al hacerse grandes taparon las chumberas y
llenaron el talud de renuevos que extendieron el bosque de olmos
bastantes metros más allá de la linde. Naturalmente las chumberas,
excepto dos, desaparecieron poco a poco. Este invierno proyecté
sembrar la otra mitad de la linde, que está vacía, con palas de
chumberas para añadir un fruto más a nuestra cosecha, pero luego me
entró la chaladura de irme a Sevilla y ponerme a caminar y ya no fue
el caso plantarlas. Tendré que hacerlo el próximo invierno.
El caminillo junto al acantilado daba cierto repelús, un tortazo de
órdago si te da un vahído. Yo no sé cómo hace años hacía cosas
como trepar por las paredes de granito; ahora cuando asomo la jeta a
un sitio de éstos, se me encoge el estómago.
Me siento contento con mis pies. Estos días voy a tratar de
pasearles por el agua de la playa, a ver si así, contentos con el
regalo, me dan un poco de relajo.
Se está poniendo fresca la tarde. Se me terminó la batería del
portátil y ahora he vuelto a los viejos tiempos. También este
deslizar del pilot por la superficie del papel es una cosa agradable;
no tan agradable como una vieja pluma que perdí en un viaje por
Europa, pero casi.
Hoy, quitados los cuarenta y cinco euros que me han clavado por la
comida, ha sido un día agradable y bonito. Sí, es bonita esta
palabra. En uno de los relatos que leí estos días de Conrad, un
velero llevaba ese nombre. La Bonita aquí, la Bonita allá. Un
oficial holandés, celoso de que su capitán fuera el enamorado de la
chica a la que él mismo pretendía, le jugó una mala pasada y logró
dejar a la Bonita encallada en unos arrecifes. El capitán casi moría
de pena viendo día a día deshacerse su Bonita entre las rocas. No
regresó junto a su novia, se sentía totalmente insignificante sin
su Bonita; se quedó con la piel sobre los huesos, moría de
nostalgia.
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