En el parque dels Aiguamolls de l’Ampurda




Parque dels Aiguamolls de l’Ampurda Rosas, 16/06/2013


Amanecía, todos los días amanece, que no es poco, como reza el título de la película de José Luis Cuerda; amanecía en la solitaria cala a donde hasta muy tarde no dejó de llegarme la música que venía de Dios sabe donde; viernes por la noche y como en mi casa que está distante de cualquier otra casa o población al menos dos o tres kilómetros, el aire traía como allí cada madrugada de fin de semana la matraca musiquera y reiterativa de un ritmo que a mí me parecía siempre el mismo. Los cuatro fotógrafos que habían aterrizado junto a mi vivac a última hora y con los que hablé un buen rato de nuestra mutua afición, habían desaparecido. Habían venido a recoger en su cámara oscura los cacillos de la última luz que el crepúsculo había ido depositando sobre el mar, los acantilados, un cielo que se vestía delicadamente de añil. Por la noche me había despertado el ruido de unos pasos cercanos, en la oscuridad parecí ver a una pareja que arrastraba una especie de enorme boya. También ellos habían desaparecido. La cala yacía calma en la tenue fosforescencia que había empezado a instalarse en el cielo.



Apenas había caminado media hora, cuando en un altillo, como una breve proa sobre una estrecha cala, descubrí a una durmiente. Ante mi animado bon día, Sara se incorporó y se encogió de hombros en signo de impotencia al no poder seguir mi supuesto catalán. Which kind of language do you speak?, pregunté. Era alemana, hablamos durante un buen rato con la cordialidad y la intimidad que surgían del hecho de compartir los mismos gustos y aficiones. Le dije que ese tipo de balcón que ella había elegido sobre el mar, era mi lugar preferido para tender mi saco de dormir a la caída de la tarde. Tenía el aspecto de una experta andacaminos; me contó enseguida que durante la noche se había llevado un buen susto, se había despertado con un ruido y entre la oscuridad le pareció ver la forma de un animal del tamaño de un perro grande. Cuando se enteró de que venía del Camino de Santiago enseguida me preguntó si conocía a Fabrizio, un avezado peregrino con el que había coincidido más de una vez. Le dije que no, pero que el Camino está lleno de Fabrizios, das una patada a una piedra y salen tropecientos fabrizios; ya lo comenté en este blog alguna vez. Yo me tropecé con alguno de ellos, gente que va y viene entre Roma y Santiago y pasa la vida de albergue en albergue. Ella iba camino de Alemania, ahí a la vuelta de la esquina, a pie, sin prisas, tendiendo su saco de dormir junto a las olas del mar cuando llega la noche, caminando entre los acantilados, sobre las playas, más al norte tomando alguna de las grandes rutas que atraviesan Europa con su doble franja rojiblanca marcada sobre muros, rocas o troncos de árbol.

Mientras hablábamos ella intentaba arreglarse el pelo, unas largas trenzas rubias que le caían sobre los hombros. Sara andaba un poco escasa de agua; vertí en su cantimplora una parte de la mía y nos despedimos.


El golfo de Rosas se abre ante mi como una enorme y descomunal concha (sí, este año veo conchas por todos los lados, ¿por qué será?). Desayuno frente a él subido a una de esas mesas de bar en las que a mí siempre me pareció estar sentado en el palo de un gallinero.

En el momento que aparecieron las primeras casas se acabaron las excelencias de este magnífico itinerario que costea todo el entorno del Cap de Creus, la invasión urbanística nos introduce en el mundo del hormigón y del tráfico.

Decía Trini Rovira en la entrada anterior que ella es una enamorada del Alt Emporda.
Me alegra haber recorrido a pie una parte importante de esta región que dejaré atrás mañana cuando abandone L’Escala; yo también estoy enamorado de este tipo de paisajes. Sólo el entorno del Cap de Creus ya merece venirse unos días por aquí, aunque sea de lejos, para darse una vuelta rodeando su costa. Hoy será el contacto con dos paisajes muy diferentes y apenas separados uno de otro por unos pocos kilómetros. Tras la caminata por las calas y acantilados que llevan a Rosas, un terreno accidentado y poblado de pinos que iba despertando a mi paso, subiendo, bajando, descendiendo al agua donde clareaba ya la mañana; tras ello llega inevitablemente la civilización, las encaladas edificaciones de la costa que tapizan con su invasión las laderas. Sin embargo muy poco más allá el mundo volvía a ser una naturaleza cuajada de vida, estábamos en el parque dels Aiguamolls de l’Ampurda en cuyas aguas, cañaverales y profusa vegetación vive una rica fauna acuática. Debería haberme detenido y dedicar un día entero a este parque preparado con una infraestructura de pasarelas y caminillos que llevaban a especiales lugares donde avistar las aves acuáticas, pero al caminante le parece imposible una actividad tan polifacética cargado como va con su macuto de diez kilos a la espalda. Lo que sí se ve obligado a hacer es a dejar a un lado su novela y contentarse con la riqueza polifónica que viene de los remansos de agua y de las ramas de los árboles.



Por cierto que últimamente no tengo suerte con mis lecturas. Estuve una tarde y una mañana con El inquilino, de Javier Cercas, pero no pude con él. El ambiente de los profesores universitarios me resulta cargante. Hay muchos escritores que han pasado por esa situación y aprovechan, parece, su experiencia como materiales literarios. No, no lo trago; acaso tenga que ver con otros dos intentos con Javier Marías, que suele andar también por parecidos vericuetos. Luego fue con La costumbre de vivir, de Caballero Bonald, de quien recordaba haber leído algo que me gustó en los tiempos en que cada semana era obligado asistir a las manifestaciones por la amnistía en Madrid, allá en el comienzo de la Transición; no sé por qué su lectura está anexada a aquella época. Quizás quise recuperar algo de ello a través de Caballero Bonald, pero no, intento frustrado. Comienza su libro con una breve y extraña historia sucedida en un pueblo de Ávila y después se va a relatar sus peripecias con personajes de su época, Camilo José Cela, González-Ruano, gente que por entonces sonaba, pero que ahora no creo que merezca la pena resucitar. Y tercer intento: Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie. Tenía la duda de si lo había leído ya, pero aun así fui con él. Después de unas pocas páginas comprendí que sí lo había leído. Continué no obstante durante toda la mañana con el libro mientras recorría un llano a cuya derecha podía verse la dorsal del Pirineo Catalán; en algunas cumbres lucía la nieve. Un buen libro suele mostrar sus señas de identidad en unas pocas páginas, es lo que le sucede a Hijos de la medianoche. El sentido del humor, el lenguaje desenvuelto, la familiaridad con la que el autor se mueve en el mundo de las palabras y las ideas saltan a la vista de manera inmediata. Y a la vez esa naturalidad en donde las costuras desaparecen y todo lo que se va diciendo nos parece tan normal, tan corriente, tanto si las lágrimas del doctor se convierte en zafiros como si la futura novia, que seduce a su futuro marido por el método de mostrarse en sus sucesivas enfermedades ante él, su médico entonces, a través de un agujero en una sábana de unos dedos de ancho. Durante dos años la futura novia va inventando enfermedades una detrás de otra para cuyo diagnóstico el doctor sólo podía acceder por el agujero a la zona afectada. En relación con Salman Rushdie y sus Versos satánicos, tuvimos hace años una simpática anécdota a nuestro paso por Irán. Siguiendo el hábito cuando viajamos de leer autores de los países que atravesamos, la hortelana y un servidor, en ese viaje a medio mundo que hicimos hace tiempo, no se nos ocurrió otra cosa que traernos el volumen de Versos satánicos en nuestro equipaje. En India, sin embargo, algún turista en la embajada española nos alertó sobre el peligro que representaba atravesar Irán con ese volumen. Cuando se entra en un país con el historial que entonces tenía Irán, uno siempre está un poco nervioso. En la frontera con Pakistán los trámites fueron tantos y los registros tan severos, que estuvimos a punto de tirar el libro a la basura, y eso contando con que al libro ya le habíamos arrancado las portadas y contraportadas y habíamos hecho desaparecer donde pudimos el nombre de Salman Rushdie estigmatizado y perseguido de muerte en aquel tiempo por los fundamentalistas islámicos. Leímos durante todo el viaje por aquel país ese libro, pero siempre estuvimos con la mosca tras la oreja. Los visados que nos daban venían con cuentagotas y hubimos de aparecer por las oficinas de la policía varias veces; de ahí nuestro temor. Baste recordar cómo estaba aquello diciendo que para mantener el contacto con nuestros hijos a través de Internet en Teherán debíamos desplazarnos bastantes kilómetros hasta una pequeña sala de una universidad privada, donde con mucho misterio y sigilo nos permitían usar uno de aquellos anticuados ordenadores durante media hora.



Miro por encima de estas líneas y me sonrío, aquí frente al mar a pocos kilómetros de San Pere Pescador, pensando en este ir y venir de mis posts por cualquier parte del mundo, por cualquier paisaje, por cualquier pensamiento liviano que le pase al caminante por el caletre. Pío Baroja afirmaba que no desarrolla mucho el caletre esto de ir de una parte a otra del mundo; acaso sea verdad, pero lo que sí es cierto es que divertido sí es, me refiero a esto de juntar el polvo del camino, el calor, el amanecer con lejanas tierras, circunstancias y libros.


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