El caminante vuelve a su estado salvaje




Montserrat, 06/06/2013

El salvaje de siempre ha empezado a reaparecer poco a poco en estos días, la soledad hace de mí en un trabajo de gota a gota, una labor de retorno a las fuentes; el caminante sumido en un yo que atraviesa el paisaje agrícola, las ciudades, en este mismo momento el entorno de Montserrat; hace de mí nuevamente tras el amortiguador que era la compañía de Ramón y su cuadrilla, un individuo que en el fondo ama sobre muchas otras cosas el aislamiento y el particular comportamiento que éste fomenta en relación a lo que le rodea, sus gustos por dormir al aire libre, su afición de atajar el día cuando éste apenas ha empezado a gestarse sobre el cielo. El caminante quisiera volver a ser como un bicho cualquiera de esos que atraviesan su camino, atento al momento, a la brisa que roza su piel, a la ocurrencia que surge espontánea y que será materia por la tarde para esa finalidad de la escritura que consiste en fijar los recuerdos a fin de hacer a éstos accesibles ante la corrosión de la memoria. Caminar sin tiempo, ningún albergue en el que recalar a la tarde, sólo el bosque, el trigal, la acequia que a la tarde se preste para descargar la mochila y procurar un buen sueño a su cuerpo.

Fijar la memoria de un tiempo pleno en la escritura para poder recuperar las emociones, las sensaciones cuando llegue el otoño y sea obligado pasar la tarde frente al fuego de la chimenea; cuando llegue el momento de abrir ese libro y volver a recorrer la renacida historia de un viaje, de una larga caminata por las tierras de este país, cuando vuelva a recuperar el sabor de la famosa magdalena, todo lo que la vida y el tiempo ha ido depositando sobre el légamo de tu experiencia, gentes, amigos, olor a mar, a tomillo, a noches de viento tras el parapeto de un brezal.


Hoy subía las cuestas de Montserrat leyendo a Claudio Magris, A ciegas, en esta ocasión.Con Magris ya hice algún viaje notable, uno de ellos con su libro El Danubio, en un verano que me acompañaba como guía cultural del lugar mientras nuestro automóvil seguía impertérrito la corriente del viejo río centroeuropeo; el otro, Ítaca y más allá, un paseo, una bella trotada por otros libros notables de la literatura centroeuropea en donde, como en las grandes caminatas, había tanto que aprender y en donde yo pesqué otras excelentes lecturas que me eran desconocidas, amén de recuperar el sabor de otros muchos libros leídos con anterioridad. Uno de los capítulos de A ciegas comienza con esta curiosa afirmación: He amado el mar más que a la mujer antes de comprender que es lo mismo. En principio tomé nota de ella porque me llamó la atención, comparar dos amores debe de ser siempre una tarea complicada. Freud utiliza la expresión, sensación oceánica, en algún contexto que no recuerdo pero que implicaba desde luego algo profundo e inconmensurable como el mar; así, si el mar es inabarcable e infinito en su profundidad y en las sensaciones que puede producir en nosotros, entre ellas las del amor, ¿cuánto no será de manera similar la mujer? Y ¿no será esa sensación oceánica del amor, tan profunda e inabarcable, tan humana, la esencia misma de nuestra humanidad?, ¿la mujer y el mar origen, útero, origen de toda vida, continua referencia de nuestro eterno retorno hacia nuestros orígenes?

Desde aquí atisbo las serradas cumbres de Montserrat, ahí, ahí mismo al alcance de la mano. La última vez que vi estas cumbres fue durante un atardecer mientras me empeñaba en el recorrido de las últimas jornadas que me llevarían a concluir el largo trayecto de Tarifa-Andorra del GR-7. La sierra quedaba a la derecha iluminada por los últimos rayos del sol y a mi alrededor los molinos de viento daban vueltas solemnes y como adormecidos. Hoy ya no tengo empacho en parar allá donde me plazca o el paisaje se presta a la contemplación. Podría incluso no pasar por el monasterio de Montserrat y seguir adelante, evitando una larga vuelta, para dirigirme al mar, pero bastó que se lo insinuara a Ramón para que éste me echara una bronca; así, que don Ramón, usted perdone, pasaré por el monasterio aunque para ello tenga que romperme los pies.


Y qué mejor placer para esta mañana que parar en un bar a desayunar y demorarse en la lectura o en escribir alguna cosa poco después del amanecer, o en este mismo momento detenerse avistando las montañas sobre el peralte del camino, y quitarte las botas y tender al sol el saco húmedo por el relente de la noche anterior y dar cuenta de un bocadillo y sentir que el tiempo se ha detenido, y escuchar a los pájaros y, acaso, seguir con la lectura de Magris o con unos versos de Mario Benedetti.


Tras mi último relajo con las montañas de Montserrat enfrente, siguió un breve descenso y una posterior pesada caminata por el puro y duro asfalto. Los pináculos, erguidos a mi derecha como guardianes de un paraíso a sus espaldas, forman una muralla de puntiagudos monolitos que se yerguen a la derecha de la carretera impávidos y ajenos al tráfico. A la izquierda, a vista de pájaro la vista tropieza con lejanos pueblos, con algún monasterio. Todo más o menos atractivo hasta que uno se aproxima al monasterio donde, santo cielo la multitud de los turistas ocupa plenamente el lugar.

Lo que debería ser un espacio emblemático, el final deseado de un largo peregrinaje es… es, otra cosa. Algo que nada tiene que ver con la vocación del caminante, ni con los peregrinos; después de caminar bastantes horas bajo un sol un tanto aplastante y aterrizar en este emporio de multitudes me siento algo frustrado. Nada más llegar aquí siento la necesidad imperiosa de salir corriendo de inmediato. No aguanto estas multitudes arremolinadas en cafeterías, restaurantes o chiringuitos de feria; ni esta tomadura de pelo de precios. Los lugares emblemáticos terminan convirtiéndose en mercados al uso de nuestros días. Bello el entorno, pero como todo entorno tomado por las masas, degradado, convertido en eso, otra cosa diferente a la que esperaba.
No sé si lograré refrenar mis ganas de salir corriendo de aquí.

Uno no peregrina a centros turísticos ocupados por las multitudes, se concibe que se haga a lugares sagrados en donde el recogimiento y las creencias religiosas ayudan al peregrino a un acercamiento a alguna clase de verdad; se puede peregrinar al mar, solitario y siempre interlocutor para nuestro cansancio y necesidad de paz; a las montañas, a lugares cargados con una energía capaz de transmitirnos serenidad y sosiego. Ah, pero peregrinar donde el ruido, la multitud y el mercadeo ocupan casi todo el espacio eso no es posible, amén de que esa energía que desprenden los lugares sagrados probablemente quedó extinta en el mismo momento en que estos se convirtieron en otra cosa.

Terminé pues con mi comida, llegué tan tarde que no quedaban más que unos bocadillos misérrimos, y busqué la bajada sin siquiera preguntar por el albergue. Resultó una elección oportuna. El camino que baja a Monistrol de Montserrat es un bello sendero que, de terraza en terraza, va salvando espectacularmente el desnivel que separa el monasterio de las aguas del río Llobregat. A media hora del pueblo encontré un llano cubierto de romeros que me pareció ideal para pasar la noche. A mis pies quedaba el extenso paisaje de la cuenca del río y un puñado de pueblos que atravesaré mañana. Por hoy mi caminata ha concluido. Romeros, pájaros entre los arbustos, un ligero viento y el tronco de un raquítico pino para apoyar mi espaldas. Ya estoy en el Cami Geroní que me llevará hasta Creus, el camino de Santiago más oriental de la península.

Estaba repasando estas líneas cuando sonó el teléfono. Ya, ya me lo esperaba yo, una bronca de padre y señor mío de Ramón por no haber subido a ver a la virgen. A Ramón no le vale que uno no sea creyente o un salvaje, como en esta ocasión. Con una bronca semejante, si suena antes el teléfono soy capaz de volver a subir a besar los pies a su virgencita; pero ahora ya no, sería excesivo. Ya tendré tiempo de venerar a la virgen de Montserrat en otra reencarnación.


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