Jorba,
05/06/2013
Andandico
andandico me había alejado de Tárrega con la idea de encontrar una
sombra en donde descabezar una siestecita, pero la ocasión no se
presentaba y terminé por elegir un banco junto a la carretera para
ello. Inflé mi aislante, almohadillé las botas con el jersey y me
eché a dormir. Pero no tuve suerte, primero se levantó el viento,
un viento furioso que me obligó a echarme el jersey por encima y,
segundo, que en el lugar le dieron por aparcar unos cuantos coches y
salir de ellos mamases que explicaban a sus niñitos a voz en grito
que eso, que ese que había ahí durmiendo en el banco de piedra era
un peregrino que iba a Santiago, etc., etc.; vamos que de dormir
nada. Así que enfilé una ancho valle al final del cual, como a diez
kilómetros, sobre un cerro, se alzaba la vetusta ciudad de Cervera.
Fue ya en ese camino que empezaron a ralear las amapolas de acá para
allá. Después me encontré un caballista que hacía cabriolas en el
camino, el caballo, no el jinete, y más tarde pensé en si me
alojaría o no en Cervera. Dos o tres días sin ducha no hacían
todavía de mi higiene algo urgente, eso me decía intentado rodear
la verdadera razón de no parar en Cervera.
La razón tenía
algo de cómica. El albergue es una de las dependencias de un
convento de monjas y la encargada del mismo una monja que tanto podía
ser una sexagenaria gorda y con una enorme verruga en la nariz que
una jovencita con la que hacer juegos malabares de imaginación en
alguna de esas horas en que el caminante, oyendo las campanas que
llaman a la oración a las monjas, puede llegar a tener pensamientos
acaso inoportunos. Vamos que ya me imaginaba yo, solito en un
convento de monjas, pobre, representando el papel del mudito del
cuento aquel de El Decameron que Pasolini filmó
deliciosamente para ilustración de los feligreses de lo femenino,
que no de aquellos otros aburridísimos que etc., etc.; que ya me
veía yo… je je, como si esa clase de peras estuvieran para caerse
así como así al paso del caminante. Qué fiebre, ¿verdad? la de
este peregrino atípico, que por demás, con permiso, mi señora, tan
tímido es que me juego el cuello a que el tío toca el timbre del
lugar y como tarden más de dos segundos en contestar sale corriendo
a refugiarse en la bocacalle más cercana. Mira que si le sale una
carita de porcelana vestida de negro y le larga una sonrisa
espléndida y hospitalaria y le invita cortésmente a pasar: pies
para qué os quiero, tierra trágame, ¿dónde, dónde está ese
agujero de Alicia la de las maravillas y… de cabeza a él,
desaparecer, esconderse bajo una mesa.
El caso es que
bien pensado también lo consideré como motivo escritoril, algo más
que explorar, ver lo que pasa allí dentro, pero quita, quita, esa
mezcla de timidez y de sangre pronta a subir de temperatura era una
rara combinación que no estaba dispuesto a probar. Con la ayuda del
caballero andante todavía todavía; él, tan apuesto, tan señor con
las damas cuando esconde su cara de pillín y suelta por detrás el
golpe de gracia, el guiño, su palabra embaucadora. Antes de habernos
despedido tenía que haber tomado un cursillo de él sobre estas
cosas; no soy dado a los cursillos, jamás hice uno, el caminante
procede de la jerarquía de los autodidactas, autodidacta para todo,
hasta para aprender a esquiar, todo de libro, sí señor. Pero está
claro que estos asuntos no se aprenden en los libros. El otro día
leía en una revista que los tímidos pueden tener con frecuencia
dolor de espalda ??, sí, lo escribía un traumatólogo. Me chocó
leerlo pero la explicación que daba era bastante lógica; la
tendencia de estos a bajar los ojos, la cabeza, el tronco hacia el
suelo para pasar desapercibido entre la humanidad la mitad de su
vida, puede ser tan acentuada que el tal no llegue a pasar de los
treinta años sin dejarse la espalda echa un guiñapo. Así que
imaginando yo lo que podía sucederme allí solito solito cercana ya
la noche llamando a susodicho convento y saliendo una carita de
porcelana, decidí que no, que pensándomelo mejor a mí lo que me
gustaba era dormir bajo las estrellas sobre el perfumado campo de los
hinojos y los tomillos, lejos, recogido en pensamientos santos y
castos, contando corderitos para dormirme o rezando un par de
rosarios para aliviar mi alma de las malas tentaciones y así ganarme
poco a poco un lugarcito en el cielo. Por cierto que hoy leyendo a
Platón, todavía el diálogo Gorgias, estaba clarísimo de
dónde habían sacado San Pablo y sus sucesores esa entelequia del
cielo, infierno y purgatorio, la entera teología del más allá, así
como su concepción de lo bueno y lo malo parece calcada de los
diálogos de aquel. Todo el pensamiento católico sobre estos asuntos
de las alturas y la purificación del alma parece con mucho más
sacada de Platón y Sócrates que del mismísimo Evangelio.
Hoy iba a hablar
de las amapolas, pero me da que al ritmo que llevo no salgo de los
alrededores del convento. Tendré que postergar mi post dedicado a
estas bellas flores que conviven con los trigales y con las euforbias
de graciosas formas verde oliva claro para otro día. Hoy las
amapolas eran omnipresentes a uno y otro lado del camino, entre las
espigas, sobre los taludes. Las amapolas me sugerían temas muy
diversos, inundaban la poesía, aparecían junto al lecho de muerte
de mi padre, me recordaban a Monet, extendía su vibrante color a la
maquinación política del franquismo cuando con el apelativo de
rojos pretendían estigmatizar a todo bicho viviente que no comulgaba
con sus ideas. Rojo también es el color de la sangre, el del rubor
que puebla nuestras mejillas. Sí, mejor sigo otro día con ellas.
Subí el cerro de
Cervera a última hora de la tarde, las calles estaban desiertas,
dejé atrás el arco de medio punto que llevaba al
albergue-monasterio, cené ensalada y pulpo a la gallega y, cuando
salí, después de tomarme el café, era ya de noche. Hacía un frío
del carajo y soplaba un viento que tiraba para atrás. Rodeé las
murallas, salí de esta ciudad castillo y me interné en la
oscuridad. A media hora encontré un bajío junto a un trigal en
donde el viento sólo llegaba como un sedoso rumor de hojas.
A la mañana
siguiente era noche cerrada cuando recogí mis cosas y me puse en
camino. Colinas, trigos, cebadas, amapolas, hinojos, escaramujos.
Estaba bonito el campo, en el cielo flotaban como globos de feria
pequeñas nubes iluminadas por el primer sol. Después de desayunar
en el col de la Panadella, ya fue todo bajar, comer, secar la ropa de
un breve aguacero y dar rienda suelta a mi recobrado impulso de dejar
constancia de las cosas que atraviesan la jornada del caminante.
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